viernes, 30 de abril de 2010

Adivino

Serían casi las doce del mediodía, y confirmando las predicciones del horóscopo del diario, todo me estaba saliendo bien. Demasiado. Tanto, que desconfiaba que, de un momento a otro, las cosas se torcieran y las fuerzas del mal irrumpieran para fastidiarme el vienes. Pero de momento, no había queja sino agradecimiento. Desde que me había levantado, poco después de las nueve, me di cuenta de que podría ser un buen día. No sólo porque encima de los árboles brillara moderadamente el sol, ni porque en el límpido cielo primaveral no se viera ni una nube y pudiera echarme a la calle a pasear en mangas cortas, ni tampoco por descubrir en mi celular un mensaje de Claudia (una vieja amiga reconvertida en amante ocasional) invitándome a cenar esa misma noche, o porque sobre el eucalipto, que se alza junto a mi departamento, hubiese un nido de palomas de monte ocupado por un polluelo, sino porque en el oráculo del periódico lo ponía bien claro: hoy va a ser un gran día para los nativos de Aries (sic). ¿Y quién era yo para contradecir a un taumaturgo de tanto prestigio como el profesor Ceferino?. Así que, alentado por tan científico vaticinio, salí a la calle, más contento que una mina de propaganda de compresas, y decidido a llegar caminando al Jardín Botánico. Hacía mucho que no lo visitaba, y pasear entre el verde se me antojaba un ejercicio saludable. Además, estaba pegado a la Cuesta de Moyano, y tenía la sólida esperanza de poder encontrar libros interesantes, como así fue. De este modo, tras la grata visita al Jardín, me demoré por todos los puestos, obteniendo un interesante y ecléctico botín: dos títulos de Giorgio Scerbanenco que no tenía, otro desconocido de Antonio di Benedetto, un cuarto de Jerome Charyn y finalmente un quinto del argentino Daniel Gutman sobre Margherita Sarfatti, gran dama del fascismo italiano y amante de Mussolini. No estaba mal el premio y, en gran parte, se lo debía al profesor Ceferino y sus sabios pronósticos.

Con los cinco libros recién adquiridos bajo el brazo, y el ánimo henchido de optimismo, sentí el antojo de acercarme a la Pza. de Santa Ana a tomarme un vino o un vermú. Crucé el Paseo de Recoletos y comencé a callejear por las pequeñas travesías aledañas a Huertas. Iba distraído, con la mente puesta en sentarme a tomar el aperitivo y hojear a conciencia los títulos que portaba. Por eso me asusté cuando aquél auto se detuvo delante mío, cortándome el paso, y un tipo con aspecto porcinoide se dirigió a mí:

- Oíga, Oíga – acompañó sus voces de garrulo sacando un antebrazo peludo y de luchador por la ventanilla
- Dígame – respondí educadamente, aproximándome
En el vehículo viajaban tres personas; el sujeto en cuestión; bajo, gordo, cuellicorto y con fulgores de oro en dientes, pecho y muñecas, la que debía ser su mujer; una Maruja reteñida, de busto exuberante que mascaba chicle con la boca abierta y me observaba con descaro, y una niña de unos trece o catorce años que, menuda y vestida con discreción, desentonaba con las indumentarias de nuevos ricos de provincias que lucían sus supuestos progenitores.

- Oíga, jefe, ¿dónde queda el prado ése? – me preguntó
No entendí su pregunta, así que arqueé las cejas y puse cara de sorpresa, aguardando que ahondara en detalle que me permitieran comprenderlo.
- Sí, jefe, ése sitio donde hay cuadros – agregó de inmediato
- Ah, El Museo del Prado…
- Sí, ése – sonrió socarronamente – es que la niña quiere ir – añadió disculpándose

Estábamos cerca de la pinacoteca pero resultaba difícil llegar en auto, así que tras explicarle dónde se ubicaba, les aconsejé aparcar y hacer el trayecto andando. Me miró con indulgencia, como si estuviera loco, y no mereciera la pena tanto esfuerzo para ver unas simples pinturas. La mujer esbozó una sonrisa de complicidad con su marido y, volviéndose hacia atrás, le dijo a la hija:
- Cariño, mejor venimos otro día ¿no?, que hay mucho poblema para dejar el coche. Además, ya verás como cuando volvamos tienen más cuadros
- Claro – hizo su aportación el padre – mejor vamos al Buiryer a comer unas hamburguesas y luego al Parque de Atraciones ¿quieres?
La cría, asintió con la cabeza y me miró un tanto avergonzada. Pobre, ella no tenía la culpa de ser el fruto del apareamiento de dos tarados que vivían al margen de cualquier manifestación cultural asi que, le dediqué una comprensiva sonrisa, y el telepático deseo de que se independizara en cuanto llegara a la mayoría de edad.
- Gracias, jefe – dijo el cateto, antes de pegar un violento volantazo y meterse en contramano rumbo al Paseo de Recoletos.
- De nada – contesté

Me quedé parado como un boludo, saludando con la mano a la chica, que me miraba dada la vuelta sobre el asiento trasero, hasta que el auto desapareció de mi vista. En otras circunstancias, la trivial y desesperanzadora anécdota, me hubiera dejado mal sabor de boca pero, en esa ocasión no estaba dispuesto a permitirlo, por lo que retomé mi marcha al instante. Apenas unos minutos más tarde, llegué a la Pza. de Santa Ana y me metí en la Cervecería alemana a tomarme un Martini. Tomé asiento a una mesa, me lo sirvieron y, coincidiendo con el primer sorbo, mi celular emitió el pitido característico tras la recepción de un mensaje. Era de Claudia. “Elegí vos el vino, y no te olvidés de lo que ya sabés…”. No pude evitar sonreír. Se refería a los preservativos y, como de costumbre lo hacía dando un rodeo o dejándolo entender, como si temiera la tomase por una mujer vulgar si llamara a las cosas por su nombre. “O.K.”, confirmé, pegué un largo trago a mi bebida y di mentalmente las gracias al profesor Ceferino, que no me conocía de nada pero había acertado; aquél sería un gran día. Sobre todo de noche.

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lunes, 26 de abril de 2010

¿Dónde está escrito lo que debe suceder?

Ir de vacaciones a Miramar, era como quedarse en el barrio con el único añadido de la playa y el mar. Por todas partes nos topábamos con los paisanos, e instintivamente yo miraba los nombres de las calles para comprobar que de verdad habíamos salido de la capital. No había día en que no saludáramos a los Sinigaglia, los Orvieto, los Orefici, los De Benedetti, los Piperno, los Sonnino, los Di Segni o los Pincherle, por citar únicamente a los que compartían origen común al nuestro porque, de los rusos mejor ni hablar (de tantos que eran). Mi padre, con su natural tendencia a la misantropía, rezongaba siempre después de cada uno de estos encuentros pero, cada verano, retornábamos al mismo sitio y las mismas rutinas, como si fuera una cábala existencial que asegurara la buena marcha de nuestras vidas. Mi madre, por el contrario, los agradecía, y se justificaba ante mi viejo diciendo cosas del tipo: “¡ay, querido, qué antisocial eres!…tal como está el mundo, es de agradecer encontrarse con gente como uno”. Tampoco yo me libraba de sus comentarios, y a menudo tenía que escuchar cosas del tipo: “qué linda se puso la nena de los Orefici, ¿no te parece, Guidito?” “¿te diste cuenta de cómo te miraba Raquelita Di Segni, nene?”. A diferencia de mi viejo, que se quedaba callado, yo le contestaba con un monótono “Sí, mamá”, con el que se daba por satisfecha y cambiaba de tema. Por aquel entonces, yo todavía no pensaba en chicas, y mis únicas fijaciones veraniegas radicaban en jugar a la pelota en la playa y que el agua de mar secara los granos que me salían en la cara.
Recuerdo que fuimos a Miramar desde que yo tuve 5 años, hasta los 14. Después, empezamos a ir a la montaña (Córdoba) y finalmente, dejé de ir de vacaciones con ellos para hacerlo con mis amigos o la novia de turno. ¡Pero mirá lo que son las cosas!; a aquella Raquelita Di Segni, volvería a encontrármela un verano que había ido solo a pasar unos días en el departamento familiar. Era hacia finales de marzo, y casi todo el mundo ya estaba de regreso en Buenos Aires. Me faltaban unos días para cumplir los 25, subsistía escribiendo para un diario, y acababa de romper con mi novia, para mayor disgusto de mis progenitores que el mío propio. Así que, con el ánimo un tanto de capa caída, hice la valija y me fui hasta la costa a sentir los efectos terapéuticos del mar.

Fue justo al día siguiente de mi llegada. Yo salía de darme un chapuzón en el agua, y ella paseaba por la orilla. Iba sola, y seguía tan linda como siempre, con ese físico suyo que la emparentaba con las jugadoras de volley ball o alguna de las vigilantes de la playa; el pelo castaño largo, los músculos torneados por el deporte y dorados al sol, el bikini rojo resaltando sobre su piel suave y unos pechos turgentes que estimulaban mi olvidada condición de lactante. La reconocí de inmediato, a pesar de que hacía años que no la veía. Las únicas referencias sobre su vida me llegaban a través de mi madre o de algún amigo en común y no solían ser, ni muy recurrentes, ni muy exactas. Por ellos supe, eso sí, que se había ido a Israel para hacer un Master apenas egresada del ORT, y que se había quedado allá, trabajando para no sé qué multinacional. Pero poco más.

- ¡Raquel! – grité su nombre saliendo del agua
Se volvió de inmediato, y me observó atentamente unos instantes antes de acercarse.
- ¿Qué hacés, Guido? – me dijo, cuando llegó hasta a mí - ¿cómo andás? – añadió, plantándome un beso en la mejilla
- No tan bien como vos, que estás lindísima…como siempre – respondí sin faltar a la verdad

Enseguida nos pusimos a hablar de pavadas y de una y mil cosas. Desde el principio, advertí que ella eludía hablar del presente, e intuí algún drama oculto detrás de su simpatía y jovialidad, pero no quise pecar de indiscreto y seguí con la misma dinámica. Sin darnos cuenta, se nos vino el mediodía encima y yo, como un caballero gentil, la invité a comer. Fuimos a una pequeña parrilla, no muy lejos de la playa pero alejado de la primera línea, donde se congregaba la mayoría de la gente. Pedimos chorizo criollo, vacío, unas empanadas de choclo, ensalada mixta y una botella de Cabernet Sauvignon. Durante la comida, Raquel continuó pasando de puntillas sobre su historia reciente pero, al llegar al café, por fin entró en materia y se sinceró conmigo. Me contó que hacía poco más de un mes que estaba de vuelta en la Argentina, y se encontraba en la encrucijada de no saber qué hacer con su vida. Según avanzaba en su narración, su voz se iba poniendo más grave y más ronca, como si fuera entrando en trance. Los ojos se le iban entrecerrando y el ritmo narrativo se lentificó al comenzar a hablarme de su novio, Amos, un ex miembro de la Brigada Golani que había fallecido a principios de años como consecuencia de un cáncer linfático. Cuando volvió a abrirlos, los tenía anegados de lágrimas que empezaron a resbalar por su cara. Se las restregó con las palmas de las manos y cambió inmediatamente de tema, forzando una sonrisa, y sintiéndose un tanto avergonzada, como si hubiera hecho el papelón.

-Y decime, Guido ¿estás escribiendo algún libro ahora mismo?

Le contesté que sí, pero obviando que mi reciente ruptura había sido la causa de mi enésimo intento por escribir una novela. Me parecía casi obsceno hablar de mi dolor después de conocer el suyo, así que no entré en mayores detalles y edulcoré mi realidad de días taciturnos, áridos y largos como el desierto. Instintivamente, establecimos los límites donde encerrar la aflicción y nuestras conversaciones se desarrollaron por las afueras, en una cautivante complicidad que iba a más cuanto más tiempo pasábamos juntos. Tanto fue así, que no sólo no dejamos de vernos en esos días que coincidimos en Miramar, sino que allí mismo iniciamos una relación sentimental prorrogada al regresar a Buenos Aires.

Estuvimos juntos algo más de tres años, de los que los dos últimos los pasamos conviviendo en el mismo departamento (enfrente mismo del Parque Centenario). Al final, nos separamos de una manera muy triste, queriéndonos pero mostrándonos inflexibles en las posturas que nos llevaron a la ruptura: Raquel no quería tener un hijo, y yo, sí. “No estoy preparada para ser madre” me decía ella, y no podía comprenderla. No lograba sacar de mi mente la idea de que cualquier mujer quiere tener un hijo del hombre que ama y, si no era así, entonces…
En fin, el caso es que cada uno se fue por su lado y llovió mucho desde entonces. Sin embargo, yo aún no la olvidé del todo, y el corazón se me encoge cuando voy a comer a casa de mis viejos y mi madre me dice: “¿A qué no sabés quién tuvo un bebé”. Afortunadamente, siempre se refiere a otras y, aunque yo no volví a saber nada más de Raquel, no puedo dejar de imaginar lo bien que le habrían quedado a un pibe nuestros apellidos. Finzi Di Segni.

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miércoles, 21 de abril de 2010

Si te llaman tarde, dejá que suene

Era poco más de la una de la madrugada cuando sonó el teléfono. No es que la hora importara demasiado porque, quien me conoce, sabe que yo paso gran parte de la noche en vigilia, escribiendo mis habituales artículos para el periódico, y luchando por sacar adelante mi anunciada y siempre demorada novela. Sin embargo, en aquella ocasión, no pude evitar cierta inquietud ante lo tardío de la llamada. Temía malas noticias, como así fue.

- ¿Hoola? – pregunté, sensiblemente aprensivo
- Habla Gustavo
- ¿Qué pasa, Gustavo?
- No pasa nada…bueno, sí….
- Dale, Contá – le animé
- ¿Vos sabés que somos amigos, no?....y que nos conocemos desde pibes y ….
- Dale, Gustavo - lo apuré
- ¿Andan bien las cosas entre vos y Graciela?
- Sí … ¿por?
- Mirá, yo soy amigo tuyo y me parece que debo contártelo, porque si no lo hago me voy a sentir como un traidor
- ¡Dale! – grité - decíme de una vez, que me tenés intrigado
- Bueno, pasa que esta noche salí a cenar con mis primos, a ése restaurante que está por Ángel Gallardo….ése que tanto os gusta a vos y a Fortunato…
- ¿El Tero?
- Sí, ése. Resulta que fuimos ahí y …vi a Graciela cenando con otro tipo
- ¿Qué? – di un respingo en la silla donde estaba sentado
- Eso, que Graciela estaba cenando con otro tipo, un flaco alto, con pinta de bailarín y el pelo largo….
- ¿Ella te vió?
- No, ellos estaban en un rincón a la derecha de la entrada y nosotros ocupamos una mesa por el fondo
- ¿Y qué impresión te dieron? – inquirí
- No sé….ya te dije que apenas la vi al pasar y después, desde dónde estaba, apenas la podía ver….me tapaban otras mesas…

Mi ánimo había decaído de golpe, y un sólido e incómodo silencio se estableció en la conversación. Molesto por la situación originada, Gustavo intentó arreglarlo:

- A lo mejor es un primo suyo de Entre Ríos … tenía un poco pinta de puto el tipo…
- Andá, ¡hacéte el gil ahora!
- No sé, che…
- ¿A vos qué te pareció?
- Ya te dije que casi ni los ví…
- Bueno, gracias Gustavo…te agradezco mucho…sos un amigo
- Acostáte, y dormí….
- No creo que pueda

Colgué, ansioso por quedarme a solas con mis pensamientos y notando cómo un oscuro malestar crecía en mí y me provocaba una sofocante inquietud. En un intento de tranquilizarme, salí al balcón, encendí un cigarrillo y me puse a mirar la calle. Por mi mente comenzaron entonces a pasar ideas demasiado rígidas y extremas para tomarlas en caliente, así que al tercer faso me metí para adentro. Pero no conseguía dormir, y me pasé toda la noche dando vueltas por la casa como si fuera un león enjaulado. No lograba quitarme de la cabeza imágenes de Graciela cogiendo con ese tipo, quien quiera que fuese y me ponía enfermo. ¿Pero qué podía hacer? Descartada la posibilidad de cometer una locura, mi único consuelo era esperar a que despuntara el día y llamarla por teléfono. No para que me explicara nada, que había poco que explicar, sino para desahogarme del único modo que podía; puteándola de arriba abajo. Tal vez fuera patético, pero mucho peor era quedarse sin hacer nada, rumiando rencores y prorrogando una comedia que me daba el papel más ingrato. Así que, sacando paciencia de no se dónde, preparé café y regresé al balcón para seguir fumando. Todavía faltaban un rato para que amaneciera y, mi aliento, ya a nadie iba a importarle.

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domingo, 18 de abril de 2010

F.K.

Era tarde, más de las once, y Franz regresaba a casa tras presenciar una obra de teatro yiddish en el legendario Savoy; lugar donde concurría una variopinta fauna que, entre divertida, banal y frívola, se entregaba a los comentarios cargados de mordacidad e intención mientras se deleitaban con recurrentes espectáculos de variedades. Como en otras ocasiones, las escenas presenciadas le habían sumido en una suerte de encantamiento, que se traducía en liviandad corpórea y temporaria infección de trascendentalismo. Apenas los actores aparecían en escena, él se veía arrastrado por una sensación de irrealidad fascinante a la que se entregaba con gozo. Sentía la ebullición de endorfinas y notaba como éstas se expandían por las fibras de su cuerpo y los intrincados laberintos de su cerebro. Por eso, todas las semanas acudía al Savoy, ávido de historias y sensaciones.
Aquella noche, para variar, abandonó solo el local y se dirigió a su casa apenas concluida la función. Las calles estaban despejadas, y sus pisadas resonaban sobre el aún húmedo empedrado de la vieja ciudad como si llevara unos amplificados acoplados a los zapatos. Además, la ausencia de luna ennegrecía la ciudad, y las calles angostas, junto con los severos edificios, adquirían un aire casi tétrico que llevaban de cabeza a la aprensión. De ahí que no resultara extraño que Franz temiera sucumbir a extraños influjos metafísicos. Conforme iba caminando y se aproximaba a su domicilio, el ambiente se le tornaba más inquietante y sus pasos, en lugar de acelerarse, se volvieron más lentos y graves, inconexos con las órdenes que emanaban de su mente. Si siempre había creído que algo mágico impregnaba la atmósfera nocturna de las calles del viejo ghetto (hoy demolido), la súbita niebla que se expandía a su alrededor, acrecentaba sus sospechas hasta transformarse en certezas. En ellas, el rabino Löw había dado vida al Golem y quizás en alguno de sus sótanos continuara dormitando hasta que alguien volviera a insuflarle la vida.

Desgraciadamente, Franz no tenía otro modo de llegar a su casa, así que no le quedaba más remedio que armarse de valor. Quería persuadirse que todo estaba en su mente pero, no lo lograba del todo; presentía que en el mundo existían fuerzas cuya comprensión se le escapaba y temía ser blanco de algún inexplicable castigo o turbadoras maquinaciones diabólicas. Y se convenció sin esfuerzo, al comprobar cómo los sustos se sucedían: primero creyó ver sombras deslizándose a lo largo de la pared de la vieja sinagoga, seguidamente escuchó el alarmante aullido de un gato y por último se detuvo, escuchando con atención, cuando creyó oír el ruido de pasos que se aproximaban. Afortunadamente, ya le restaba poco para llegar a destino y completó el camino corriendo como un loco, espoleado por el miedo, y con la idea fija de alejarse de allí. Cuando por fin llegó a su casa, todavía trastornado, encendió las luces y se sentó frente a su escritorio intentando serenarse, lo que le llevó un buen rato. Nadie imaginaría, mucho menos él, que aquella misma noche, escribiría algo que le haría inmortal: La Metamorfosis.

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jueves, 15 de abril de 2010

A vueltas con una frase de Graciela Borges

Tumbado en la cama, Sebastián Skulnik escucha canciones del viejo crápula Serge Gainsbourg, mientras mata el tiempo y el pensamiento, mirando el techo y esperando que le caiga alguna gentileza del azar. La fe en un milagro desaparece enseguida, dando paso a la nostalgia y la melancolía. Se pone entonces a pensar en la cantidad de cosas que perdió en el curso de su vida; el tiempo malgastado, las personas que murieron, las que le abandonaron, y lo que pudo ser, no es, y jamás será… De inmediato siente el malestar provocado por la angustia de sus recuerdos y la constatación de que su existencia era un gran fracaso, por lo que se levanta de golpe y abandona el lecho. Se acerca al espejo de la pared, y éste le devuelve un rostro pálido, ojeroso y cargado de saudades. Aparta la mirada, espantado, y se viste; un vaquero gastado y una camisa con el cuello sucio y raído. Se echa a la calle así como está; mal vestido, sin duchar ni afeitar. No importa, no tiene a quien impresionar y, además, siempre le han preocupado más las cuestiones de fondo que las frivolidades estéticas. Comienza a andar. Sin rumbo, repitiéndose mentalmente una certera y lúcida frase de su compatriota Graciela Borges que siempre le ha intrigado: "LOS QUE PASEAN, NO SE SUICIDAN". Continúa andando y comprueba, con horror, que todo lo que le rodea es gris y feo, incluyendo los seres humanos con los que se cruza. Desea fervorosamente que se largue a llover con furia; que las calles queden desiertas, limpias, e impregnadas del conocido y placentero olor a tierra mojada. No hay suerte, como no podía ser de otra forma, y el sol continúa reinando en lo alto. Se cansa de caminar, así que compra un diario y se mete en un bar a tomar algo. Pasa las páginas sin asimilar las noticias que va leyendo, por lo que se concentra en resolver un crucigrama. Lo consigue con insultante facilidad, incluso antes de terminar su café con leche, que aún tiene a la mitad. Justo a su izquierda, a poco más de un par de metros, advierte la presencia de otro hombre, o algo similar que le lleva a pensar que si venimos del mono, ése tipo sin duda lo hizo hecho por un atajo. No consigue apartar la vista de el individuo, hipnotizado por el grotesco espectáculo que ofrece: moja con ordinariez unas medialunas en la taza y deja su alrededor de la barra salpicado de goterones de café con leche. Por más que agacha la cabeza, gira el cuello y abre su boca de buzón, no logra evitar que el líquido se deslice a lo largo de su brazo hasta el codo y, de aquí, caiga sobre el cinc de del mostrador. Es algo asqueroso, y por eso no puede dejar de mirarlo. Luego, el mismo espécimen, pide un coñac barato y se lo bebe de un solo trago, limpiándose después la boca con el dorso de la mano y exclamando un Ah, casi animal, de satisfacción. Sebastián piensa que, a buen seguro es de los que está casado con una santa, y ve los partidos de fútbol por tv, vestido con pantalón de gimnasia y pantuflas mientras toma la cerveza directamente del gollete y se mancha la camiseta (blanca y de tirantes) con el escabeche de los mejillones en lata. Se aburre de mirarlo, asqueado de tener que compartir el mismo siglo con él. Sin embargo, da la casualidad que abandonan a la vez el establecimiento, casi chocándose al salir por la puerta. Sebastián le deja pasar primero, y decide optar por la dirección contraria a la sigue el sujeto. Mala elección; se adentra en un barrio más feo aún que en el que estaba y no consigue aislarse del olor a pescado podrido que sale de las viviendas de los coreanos, ni del impacto visual de cruzarse con bolivianas de cuerpos achaparradas enfundadas en ropas ajustadas con más colorido que la bandera de Camerún. Sólo faltaba un grupo de Hare Krishna y ya tenemos el arco iris en todo su espectro, piensa divertido. Varias cuadras más allá, siguiendo con su avance, va a dar con varios locales de alterne que se suceden en la vereda de los números pares. Fulanas descaradas mascando chicle le miran al pasar pero no le dicen nada. Sebastián duda: por un lado, se deja engañar por la vanidad y piensa que no se dirigen a él porque creen que no tiene necesidad de pagar para tener sexo. Por otro, se desmoraliza y cae en la cuenta de que, dado su aspecto desastrado, imaginan que no tiene un mango. Sonríe y cae en la cuenta de que está harto de tanto pasear. Le duelen las piernas y decide desertar de cualquier esperanza de que le ocurra algo significativo, algo que le confiera un protagonismo más allá de ser un simple espectador. Quizás otro día haya más suerte. Detiene un taxi y regresa a su casa, adormilándose por el camino con la cabeza apoyada junto a la ventanilla. Por fin está en su departamento, dolorido pero feliz de regresar y con una cosa clara en su mente; volver a tumbarse en la cama a escuchar al franchute y mirar el techo porque, pasear, es para los que no se suicidan.

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lunes, 12 de abril de 2010

Amarguras

Lo que más me atrajo de Lucía, fue esa apariencia suya de haber pasado gran parte de la vida deprimida, como si tuviera una obligación o un deber en aceptar la infelicidad y el abatimiento. Me enternecían su fragilidad, su vulnerabilidad y esas constantes ganas de llorar que conjuraba con el recurrente y siempre apresurado gesto de encender un cigarrillo. Además, yo sabía leer sus silencios y adivinaba que, tras ese hermetismo de ojos tristes que miraban sin ver, despreocupados del entorno y fijos en la nada, se hallaba una enfermiza evocación por un pasado perdido, único e irrepetible. No es de extrañar que mis amigos insistieran en que la dejara, argumentando que su baja energía existencial terminaría contagiándome. Pero ellos no comprendían que yo ya estaba infectado, sin remisión, y que mi vida tenía el sentido pleno de entregarme a la tarea redentora de devolverle a Lucía la suya, aún sin saber cómo lograrlo. ¡Si supieran cuántas ganas tenía ella de vivir! Si supieran cómo se entregaba en el sexo, tan concentrada y agradecida, acompañando siempre sus orgasmos de un llanto silencioso y privado que la mantenía ausente durante unos minutos…unos instantes mágicos, casi místicos, de perfecta comunión con la vida...unos instantes en los que su naturaleza se apoderaba de ella y la henchía de unas ganas casi violentas de ser feliz. Después, de forma irremediable y como si la realidad se tomara celosa venganza, todo volvía a lo habitual; a una existencia marcada por ser lo que no podía, por una frustración derivada en resignación apenas interrumpida por esos escasos momentos de placer.

Son muchas las tardes en que, volviendo del trabajo, me dejo embargar por el pesimismo y los pensamientos negativos, y me desespero al ver que mis esfuerzos no provocan en ella la mejoría anhelada. Tampoco los psiquiatras, con toda su ciencia, saben cómo tratar la abulia vital que padece, ese refugiarse en una especie de autismo emocional, como si fuera una recia muralla que la protegiera contra cualquier asalto de un presente y un futuro que le son totalmente ajenos. Así que estamos los dos solos, asilados y encadenados a una rutina donde la felicidad es una variable que no aparece y donde la aflicción lo impregna todo. Pero yo no desfallezco y cada tarde, armado con un optimismo que saco de lo más hondo de mi ser, atravieso la puerta con el redundante deseo de ver algo que no he visto nunca y que constituye mi ansia más inmediata; la cara que tendría con una sonrisa.

viernes, 9 de abril de 2010

Incongruente yo

Sé que nada vuelve atrás, que la vida siempre es diferente pero, a pesar de todo, no dejo de añorar el pasado. Cuanto más pasa el tiempo, más culpable me siento; lleno de remordimientos y mala conciencia por mi comportamiento hacia ella. Sé también, que
para los demás, yo soy un hombre libre que no necesita a una mujer porque únicamente me conformo con varias, alguien que huye de las responsabilidades, las cargas, reniega de los lazos sentimentales duraderos y tiene alergia a las rutinas en que los demás se perpetúan. Sin embargo, aunque lo niegue en público, en mi interior no me resigno a la pérdida de Silvia, aunque ni yo mismo sepa porqué la dejé. Lo único que se me ocurre para justificarme es, un cóctel de débiles causas y unas poco convincentes justificaciones, que van desde dejarme llevar por mi personalidad egoísta y mimada por la vida, hasta la divergencia entre sus sueños y mis dudas, pasando por cierto afán autodestructor que anida en mi subconsciente. Recuerdo que pensaba que ella me perseguiría de un modo obsesivo, llamando por teléfono a diario, siguiéndome por la calle y acudiendo a los amigos comunes para que actuaran de intermediarios. ¡Qué iluso! Silvia no sólo no hizo nada de eso, sino nada en absoluto, y ahora tengo que bancarme, aparte de mis inseguridades y la culpa, el saber que mi paso por su vida no le dejó huellas profundas, y que su existencia no se fracturó tras nuestra ruptura. Quizás es por eso, por sentirme frustrado y herido en la vanidad, que son frecuentes las mañanas en que me levanto con el ánimo de agarrar el teléfono y llamarla. Pero nunca lo hago, siempre lo dejo para otro día, el siguiente, el que nunca llega. Mientras, sobrellevo mi neurosis como puedo, a base de alcohol, pastillas multicolores y mujeres jóvenes con tetas grandes y sin historia. Es lo más fácil, el modo menos lastimoso de esquivar lo que todos esperan que haga y yo no me atrevo: dejar de ser un estúpido para convertirme en un hombre decente.

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domingo, 4 de abril de 2010

Cali-fornication

Dicen que “no hay mal que por bien no venga” y debe ser verdad porque, coincidiendo con mi divorcio, me acaecieron un par de sucesos memorables. Por un lado, la culminación de una novela que venía atormentándome desde hacía más de tres años y, por otro, haber conocido a las gemelas Fonseca. El primero de ellos, me ayudó a canalizar el dolor de la ruptura, sumiéndome en un intenso y terapéutico proceso creativo que alejó de mi mente cualquier idea de suicidio. De no haberme volcado, con obsesiva neurosis, en culminar la historia empezado quizás ahora no me encontrara en el mundo de los vivos ni, obviamente, hubiera sido agraciado con un importante premio literario de dimensión continental. La publicación de “Ángeles de alquitrán”, fue acogida de manera entusiasta por lectores y crítica especializada, lo que, unido al galardón, me abocó hacia agotadoras jornadas de promoción. Sin embargo, lejos de considerar esto último como un inconveniente, lo asumí como una bendición. No pensar y estar activo, suponía el colofón al proceso catárquico que cabalgaba a lomos de la novela, y me proporcionaba el mejor modo de borrar cualquier resto de dolor por el abandono de mi mujer.
El segundo de los sucesos fue derivación de éste primero; en el marco de las citadas labores promocionales, mi editorial me llevó de gira por varios países de Sudamérica y fue en Cali, Colombia, donde el venturoso azar quiso que me topara con aquel singular par de bellezas. Yo llevaba pocas horas en la ciudad y, tras un breve descanso, había bajado a la pileta del Hotel Aristi a darme un chapuzón antes de comer. Normalmente no hago estas cosas, porque mi naturaleza de misántropo moderado y de alérgico al cloro, me alejan de las aguas estancadas pero, en esa ocasión, hice una excepción. Quizás me motivó que apenas hubiera nadie en las instalaciones o, más seguramente, una sumisión inconsciente a mi destino. No sé, el caso es que allí estaba, nadando y acostándome posteriormente en una tumbona a tomar una caipirinha, con mis Rayban puestas y la vista levantada hacia lo alto. De vez en cuando la bajaba y observaba el entorno, lanzando indiferentes miradas a los mortales allí congregados. No veía nada interesante hasta que, de pronto, las vi a ellas, salidas de no sé dónde, sin aviso previo ni anestesia. Eran un par de mujeres idénticas, y portadoras de cuerpos imponentes; duros y bronceados, cargados de curvas, y complementados por rostros de rasgos delicados, en los que resaltaban unos ojos verdes con cierto aire oriental. Parecían dos modelos, pero de no de pasarela, sino de las del Penthouse, de ésas que tienen lo que hay que tener en cada sitio. Lógicamente, ante aquellos reclamos de la belleza, y aún cuando mi libido estuviera en off, yo no podía dejar de observarlas, sobre todo porque me sentía amparado tras mis lentes oscuras y el disimulo. Pero, se ve que no debí de hacerlo muy bien porque, de tanto en tanto, me sonreían para acto seguido, cuchichear algo entre ellas y echarse a reír. Como es de suponer, yo no estaba para conquistas, con lo que evité decirles cualquier cosa, y me retiré a mi cuarto poco antes de la hora de comer; tenía que tomar una ducha, cambiarme y salir a buscar un restaurante. A pesar de todo, eso no evitó que, al marcharme, pasara a propósito junto a ellas y me despidiera con la mano. “Chau”, correspondieron las dos con simpatía.

Un buen rato después, cuando abandonaba mi cuarto, volví a encontrármelas. Resultó que ocupaban justo la habitación contigua a la mía y, mientras yo cerraba mi puerta, ellas se aprestaban a abrir la suya.
- Hola - saludaron con simpatía
- Hola – respondí, comprobando que eran tan idénticas que sólo se diferenciaban en el color del bikini; blanco el de una, verde pistacho el de la otra
- ¿Sabés dónde se puede comer dignamente en esta ciudad? – me preguntó una de ellas, con marcado acento rioplatense
- Pues no…es la primera vez que estoy en Cali – balbuceé, nervioso ante tanta exhuberancia
- Sí esperás a que nos cambiemos, te invitamos a comer ¿querés? – propuso una, y la otra añadió – dale, esperanos
Sin darme tiempo a contestar, o dando por positiva mi respuesta, abrieron la puerta y me invitaron a pasar
- Claro – respondí, final y tardíamente

Mientras se duchaban y cambiaban, paseándose en ropa interior sin pudor ni inhibiciones, yo las esperaba apoyado contra el marco de la ventana, mirando a la calle por no mirarlas a ellas. Entre idas y venidas se turnaban para hablar conmigo, y así fue como me enteré que se llamaban Paula y Nadia, que eran montevideanas, dentistas, y se encontraban en la ciudad para asistir a un congreso. Pero lo que más me sorprendió, es que, no sólo habían leído mis libros sino incluso habían acudido a la presentación de mi última novela en la capital uruguaya apenas cinco días antes. También me llamó la atención lo rápidas que eran en arreglarse, lo cual no suele ser habitual en el resto de sus congéneres. Se lo agradecí y, poco después, salíamos los tres del hotel. Como estábamos en pleno centro, no tuvimos que andar mucho para encontrar restaurantes, y finalmente nos decantamos por un elegante local mexicano. Comimos bien, y en abundancia, bebimos con moderación, y charlamos un rato antes de retornar al hotel. Aquella misma tarde ellas debían acudir a una ponencia, y yo tenía que decir unas palabras sobre mi novela antes de proceder a la habitual firma de autógrafos, por lo que acortamos la sobremesa. Camino del Aristi, nos topamos con un encantador restaurante italiano y convinimos en acudir a él por la noche, como así hicimos. Esta vez invertimos la rutina del mediodía, cenando menos y bebiendo más, con lo que ganamos en locuacidad y desenvoltura, en particular yo que luchaba contra la cohibición de estar con dos mujeres (¡y qué dos mujeres!). Cuando me quise dar cuenta, estábamos tomando unos whiskys en el cuarto de ellas, medio desnudos y sentados en el suelo. Lo siguiente fue acostarnos los tres en una de las camas. Menos mal que, previendo lo que acontecería, un rato antes me había metido en el baño y tomado una de las pastillas de Viagra que mi amigo Héctor, el urólogo, me había regalado meses atrás (“por si con esto del divorcio no se te levanta” comentó al dármelas).

Hasta que llegó el momento de despedirnos, tres días más tarde, pasábamos las noches juntos y volvíamos a acostarnos a la hora de la siesta. Siempre en su cuarto, uniendo las camas y siempre apoyándome en la química, no fuera que mis cuarenta y monedas no soportaran tanto vaivén amatorio. Por lo que parece, no debieron quedar descontentas porque, además de acompañarme al aeropuerto e intercambiarnos teléfonos me ofrecieron hospedarme en su casa la próxima vez que fuera a Montevideo. También nos dimos las direcciones del mail, con la salvedad de que dado que prometieron mandarme en breve unas fotos suyas “para que nos las olvidara” (o sea, eróticas), yo les anoté la dirección de mi ex mujer: leilasebbag@gmail.com.

A las dos semanas, de vuelta en Buenos Aires, encontré un mensaje de Leila al abrir mi correo (un reenvío). Precediendo a unas fotos de las gemelas Fonseca desnudas, me había escrito, en negrita, mayúsculas y entre signos de exclamación, una única palabra rebosante de significado: ¡INMADURO!. Me eché a reír al leerlo, con la malsana satisfacción del nene que hace una travesura. Seguidamente, imprimí las imágenes, las recorté, y las guardé en la billetera, donde tropecé con una muestra de viagra superviviente de mi estancia en Cali. El ver aquella pastillita azul, me puso pensativo e hizo añorar mis recientes gestas sexuales. Me preguntaba qué estarían haciendo las gemelas en esos mismos instantes y, dejándome llevar por la excitación de evocar recuerdos tan placenteros, me vi buscando los horarios de los ferrys que salían a diario para Montevideo. Descubrí que zarpaba uno en un par de horas; el tiempo justo para hacer la valija y pasarme donde Héctor porque, quizás el amor sea el mejor afrodisíaco que exista pero, a falta de éste, buenas son las pastillas azules y, si no es en estos casos, ya me dirán ustedes ¡para qué miércoles necesito yo un amigo urólogo!.

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