lunes, 31 de mayo de 2010

Tarde madrileña

Temprano en la tarde, llamaron al timbre y me desperté. Dado que aquél domingo yo no esperaba a nadie, no tenía apuro en abrir, así que esperé a que tocaran por segunda vez, no fuera que algún desubicado se hubiera confundido de departamento o un par de testigos de Jehová vinieran a ofrecerme la salvación. Sólo cuando volvieron a timbrar, me levanté y fui a abrir. Resultó ser mi amiga Almudena, una mina a la que conocí apenas llegado a Madrid a través de un amigo en común, Javier, y que tal vez fuera la única amiga que tenía en la ciudad. Le abrí, y aproveché su subida en el ascensor, para adecentarme un poco. Corrí al baño y me eché desodorante, colonia, acomodé el pelo con los dedos mojados, me cambié de camiseta, puse unos mocasines y volví para aguardar su llegada.

- Espero no molestarte, pasaba por aquí y decidí traerte unos de esos bollitos que tomáis los argentinos con el mate – se justificó al verme
- Facturas – especifiqué yo – se llaman facturas
- Eso, facturas. Es que siempre se me olvida

Le franqueé la puerta y mientras la invitaba a tomar asiento en uno de los sofás del comedor, fui a la cocina para calentar agua y poner la comida sobre un plato.

- ¿Te ayudo en algo? – me gritó, sin levantarse
- No, no, vos poné algo de música o la tele, si preferís – contesté, también a los gritos

Entre los dos siempre había existido una atracción sexual nunca resuelta, y yo no quería arriesgar una amistad de años por mantener un tiroteo y despejar esa duda que no era tal. Desde que nos conocíamos, habían sido varias las ocasiones en que estuvimos a punto de cruzar esa frontera que separa a los amigos de los amantes, pero, a la hora de la verdad, me echaba para atrás. Y no era porque no me gustara su menuda figura de curvas insinuantes, su rostro agradable de labios carnosos o sus ojos negros a juego con el pelo, sino porque ella no era mujer para un polvo y listo. Almudena pretendía una relación, y eso era algo que no podía ofrecerle. Nos separaban divergencias muy notorias, que iban desde los gustos literarios (era lectora constante pero nada crítica) hasta ciertas expresiones que ella utilizaba cada tanto, y que sobrepasaban el umbral de mi tolerancia fonética. Además, tampoco me seducían sus conversaciones porque, si bien eran correctas, nunca aportaban nada que nutriera mi imaginación o interés. Sabía, a ciencia cierta, que jamás mantendríamos una charla postcoital en la que ella me contara anécdotas de célebres escritores, historias fantásticas o datos biográficos de singulares personalidades como el capitán Richard Burton, Gardel, Moshé Dayan, o Erik Jan Hanussen. Ni siquiera sobre cine francés, enología o arte medieval. Por eso, para mí, Almudena era una buena mina, con la que tomarte copas en una reunión de amigos, un vermú el sábado por la mañana o acompañarla al Ikea a comprar unas estanterías. Pero nada más. Sin embargo, los instintos no entienden mucho de teorías, y yo no sólo era agudamente consciente lo que se ocultaba detrás de aquella visita suya sino, también, del tinte canallesco que barnizaba mi naturaleza de fogoso macho ariano. Así que debía andarme con cuidado y controlar mis arrebatos. Por mucho que me costara, y por muy evidente que fuese la posibilidad de un acoplamiento carnal inminente.

Con esas perturbadoras ideas en la cabeza, la pava de mate en una mano y el plato de facturas en la otra, regresé al salón. Deposité las cosas sobre la mesita de cristal y tomé asiento, no junto a ella, sino en el otro sofá (la disposición de los mismos conformaba una L). De inmediato comencé a notar que sus ojos se demoraban en los míos, y no vi mejor salida que encender el televisor. La programación me interesaba menos que nada, pero quería evitar la aparición de silencios incómodos y dar pie a una situación comprometida. Llegué a sentir vergüenza de mí mismo ante los irónicos comentarios que soltaba cobardemente ante cualquier imagen de la pantalla cada vez que precisaba
desviar mi mirada de la suya, o abstraerme de la disimulada contemplación de su canalillo asomando bajo la camiseta de tirantes cuando se reclinaba a servirse mate, o agarrar una factura. Pero una de dos: o aparentaba desinterés, o la tumbaba sobre el sofá y le sacaba la ropa. Obviamente, me apetecía lo segundo, pero sabía que de esto último terminaría arrepintiéndome más que de lo primero. Ella, por su parte, comprendía tan bien como yo lo que allí estaba ocurriendo, pero tenía el suficiente orgullo para no tomar la iniciativa y cierto miedo a ser rechazada.

Afortunadamente, el tiempo transcurrió de forma más o menos inócua, y Almudena por fin se despidió hora y pico más tarde. Eso sí, dejándome tan caliente, que volé hacia el teléfono en cuanto ella desapareció por la puerta.

- ¿Hola? – respondieron al otro lado de la línea
- Hola, soy Guido, ¿en qué andás, Natalia?
- Pues nada, estoy haciendo un poco de limpieza
- Me está dando alergia sólo de pensarlo ¿qué te parece si te paso a buscar y nos vamos a cenar? – pregunté, sabiendo que, como siempre, una cosa llevaría a la otra y terminaríamos acostándonos.
- Vale, te espero

Así fue, tal como presagiaba y, una vez más, preferí un polvo ocasional a iniciar una relación con una mujer “como la gente”, que diría mi madre. Y no es que yo sea un frívolo o nada parecido, sino lo contrario, pero busco a mujeres excepcionales y no a las que se me presentan con la única cualidad de ser buenas chicas o estar dispuestas. No sé, probablemente el error esté en mí y no en ellas, o acaso todo se deba a que soy un inmaduro que no se banca el amor. Aunque, para ser sincero, yo creo que todo es más sencillo y la culpa la tiene la vanidad; un vicio terrible que da malos consejos.

sábado, 29 de mayo de 2010

Recordatorio

En estos tiempos, donde el común de los mortales lo olvida todo y le miente hasta a su psicoanalista, quisiera desmarcarme de estas crónicas tendencias y hacer un breve recordatorio de alguien fallecido hace justamente un cuarto de siglo. Se llamaba Jacobo Biale y, años atrás, ocupó un lugar destacado en la narrativa contemporánea argentina, aunque ya casi nadie se acuerde.

Biale nace en Buenos Aires el 27 de Marzo de 1920, en el seno de una familia de clase media de ascendencia ucraniana e italiana. De hecho, el apellido con que firma sus obras era una aleación entre los originarios Bialik, por parte de padre y Vitale, por vía materna. Tras una infancia sin sobresaltos ni hechos destacables, cursa estudios secundarios en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, para posteriormente continuar su formación como estudiante de Abogacía. Obtenida la licenciatura, entra a trabajar en el prestigioso despacho Braun & Peralta (Callao semiesquina Corrientes) gracias a las amistades de su familia con el primero de los socios. Coincidiendo con este hecho, consigue publicar su primer libro: “La muerte versera y otros cuentos” (1945), con el que gana el Premio Sarmiento para escritores nóveles. Dos años más tarde, en 1947, por fin nos llega su primera novela; “El manso”, donde el autor narra las peripecias de un gaucho recién llegado a la capital. En este título, hoy de culto para los bibliófilos, se evidencian los rasgos que determinarían su impronta en ulteriores obras; un ingenio mordaz, la cercanía entre lo trágico y lo cómico, agudas descripciones y un retrato fidedigno de todas las clases y todos los ambientes del Buenos Aires de esos años. Espoleado por el todavía moderado éxito, abandona definitivamente el Derecho y se vuelca en la literatura y el periodismo, aglutinando en torno suyo a un puñado de jóvenes que conformarán lo que se da en llamar el Grupo de Caballito. En él, sobresalen nombres de futura relevancia en el panorama de las letras argentinas, como Horacio Villalbi, Darío Del Vecchio, Leopoldo Finley o Hugo Schneider (quien llegará a ser ministro de Cultura bajo la presidencia de Raúl Alfonsín). Como periodista, Jacobo se ocupará, durante décadas, de la crítica teatral y literaria del diario El Observador, además de fundar junto con Omar Stuyk y Juan Carlos Iturbide, la revista literaria Prismas, en 1956. Baile también incursionó en la poesía, pero es en la crítica, el ensayo y, sobre todo la narración, donde su talento destaca con especial singularidad. De este modo, conviene resaltar sus novelas: “Huellas Porteñas”, “Los arrabaleros” y “Luces dispares”, publicadas por Ediciones Flor de Lis en 1949, 1953 y 1959, respectivamente, o “La desaparición de Sofía Gluck” (1964), “Salvajes” (1968), “La carta en tinta roja” (1974), “Un morocho de Avellaneda” (1977) y la antología de relatos cortos “Apetitos carnales” (1981), títulos todos éstos editados bajo el sello Ibis.

En lo que respecta al ámbito estrictamente privado, su vida sentimental es de lo más agitada. Tuvo tres mujeres legítimas y múltiples aventuras furtivas. Entre éstas últimas, destaca la que vivió con la esposa del magnate de la televisión Osvaldo Kovacs, que deriva en un sonado escándalo con repercusiones políticas, y culmina con la renuncia del empresario a su recién estrenada acta de diputado. Por eso fueron no pocos quienes creyeron adivinar la mano de Kovacs en la muerte del escritor, acaecida pocos meses después de destapado el asunto. El cuerpo de Biale, aparece sin vida en el suelo del comedor de su casa el 8 de Diciembre de 1985 y el equipo forense atribuye a un envenenamiento por cianuro, disuelto en whisky, como causa del óbito. Sospechosamente, el vaso encontrado junto al cadáver desaparece de los laboratorios policiales antes de que se practicaran los análisis correspondientes. En consecuencia, el caso se cierra por falta de pruebas, y detalles relevantes como la ausencia de nota de suicidio o el robo de su pastor alemán aquella misma mañana, terminan siendo desestimados por las autoridades policiales. Sea como fuera, asesinato o suicidio, Biale se merece un homenaje, aún cuando sea tan modesto como éste, y aún cuando no más que unas pocas personas lo terminen leyendo.

Descanse en paz, don Jacobo.

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miércoles, 26 de mayo de 2010

Ficciones

El Café Baccara, que en otro tiempo tuvo un aura de finura, con sus cristales emplomados, mesas de hierro fundido y mucho mármol, se había convertido en un rincón propicio para nostálgicos e insomnes. O sea, para tipos como yo. Por eso era fácil verme por allí, intentando encontrar inspiración para mis cuentos y empaparme de un semblante literario del que adolecía y que adivinaba impregnado en cada uno de sus rincones. No en vano, por sus mesas habían pasado los más célebres autores argentinos y extranjeros, amén de grandes nombres de la pintura, el teatro, el cine y la política. Así que, en mi superstición, yo creía que algo de ellos aún permanecía, de un modo impalpable, en el interior de aquél amplio salón. Y que algo se me contagiaría.

Normalmente, me acercaba al Baccara después de cenar, y tenía por costumbre elegir alguna mesa del fondo, lo más alejado posible de la puerta. Desde ahí podía observar cómodamente el trasiego de clientes, entregándome a la lúdica especulación sobre sus soledades y secretos, fantasías y oscuros interiores. También me detenía en la curiosa observación de sus singularidades físicas y emborronaba sin piedad hojas de mi libreta con bocetos para personajes de mis futuras ficciones. En las numerosas oportunidades que acudí al Baccara, nunca entablé conversación con nadie, salvo una vez, y ni siquiera de esto estoy seguro.
Recuerdo que fue una insalubre noche de marzo. Los mosquitos y los rigores de la humedad rioplatense se habían empeñado en quitarme el sueño, haciéndome sentir la imperiosa necesidad de bajar al Baccara para leer un rato, tomar algo y relajarme. El local estaba prácticamente vacío a esas horas, con la única excepción de un anciano ocupando una mesa pegada al ventanal. No bien entré, éste me saludó, como si me conociera de algo, e hizo señas para que me acercara hasta donde estaba. Yo le observé con atención unos instantes, confirmando mi impresión inicial de no conocerlo de nada. Sin embargo, no dudé en aproximarme, alentado por la sospecha de que pudiera ser algún amigo de mi viejo o mis abuelos.

- Disculpe ¿nos conocermos? – pregunté
- No se preocupe de eso, joven, y tome asiento…hágame el favor

El tipo debía tener al menos ochenta años y aún sentado, se le adivinaba alto. Tenía los hombros anchos, la piel sonrosada y sus cabellos blancos peinados hacia atrás eran esponjosos y suaves como si fueran de lana. Su traje de buen corte, las modulaciones de su voz y los ademanes que esgrimía evidenciaban a una persona de esmerada educación y sólida posición económica.

- ¿Me permitiría invitarle a un oporto?
- ¿Por qué no? – dije, dejándome llevar por la agradable sensación de conocer a alguien que adivinaba interesante y que tenía en estima al vino portugués

Hizo señas al mozo y éste se personó enseguida, con dos copas llenas a rebosar.

- Me llamo Iosef Dogany – se presentó tras dar un primer sorbo - y durante muchos años fui cliente más que habitual de este lugar…por entonces coincidíamos un nutrido grupo de húngaros, polacos, y rumanos exiliados de la segunda guerra mundial, a los que nos gustaba reunirnos para hablar en nuestras lenguas nacionales o en yiddish y jugar al ajedrez…Por eso, cuando lo vi entrar con ése libro de Elie Wiesel bajo el brazo, no pude evitar invitarlo a sentarse a mi mesa...discúlpeme el atrevimiento pero yo lo conocí personalmente y me hizo evocar aquellas entrañables veladas…
- ¿Conoció a Elie Wiesel? – inquirí entusiasmado, ya que se trataba de mi autor preferido
- Sí, y no sólo eso sino que, y esto va a gustarle; el señor Wiesel vino en repetidas ocasiones a este lugar. Con toda probabilidad incluso llegó a sentarse en esa silla que usted ocupa ahora mismo. Como bien sabe, la 1ª edición de “La Noche”, fue editada acá, en Buenos Aires, por la Unión Central Israelita Polaca, bajo la guía de Mark Turkow, un buen amigo con el que coincidía en estas mesas al menos un par de veces por semana y que nos presentó al genial escritor transilvano al resto de habituales.

Yo no salía de mi asombro ante sus revelaciones y durante algo más de hora y media escuché con febril admiración la historia de su vida y la de otros muchos individuos que, como él, arribaron a la Argentina huyendo de la barbarie nazi que asolaba Europa. Supe que el señor Dogany había sido un violinista de fama internacional, un niño prodigio que, desde su Budapest natal recorrió los más reputados teatros del mundo acompañado siempre por su familia, salvándose así del exterminio. Desde entonces, fijó su residencia en Buenos Aires y aunque viajaba frecuentemente, siempre retornaba a su hogar porteño, agradecido al país que les había salvado la vida.
Sentí una honda pena cuando nos despedimos y apenas dos noches más tarde, aún preso de cierto estado de efervescencia existencial, retorné ansioso al Baccara para proseguir la conversación (en realidad yo me limitaba a escuchar sus narraciones) con el anciano. Pregunté por el señor Dogany al mismo mozo que nos había atendido y para mi perplejidad me confesó que ése cliente llevaba fallecido aproximadamente una década.

- No puede ser. Antes de ayer estuve tomando oporto con él en aquella mesa del fondo ¿no se acuerda?
- Sí, señor, me acuerdo de usted pero estuvo bebiendo solo, y no oporto, que es una bebida que hace años que no servimos, sino grappa
Lo miré fijamente a los ojos en busca de algún atisbo de burla pero su mirada reflejaba la natural serenidad de siempre.
- Está bien, está bien - di por concluido el asunto, sabiendo que no llegaría a ninguna parte discutiendo con él.

Regresé a la noche siguiente, y a la otra y otras muchas pero jamás volví a encontrarme con el señor Dogany. Desde entonces, elaboré todo tipo de teorías para explicar el extraño suceso. Algunas tan demenciales, que me avergüenzo sólo de intentar recordarlas. Como suele suceder, con el tiempo fui olvidándome del asunto, hasta que éste pasado domingo, recorriendo la feria de libros del Parque Centenario hallé, entre un revoltijo de viejos volúmenes, ajados y descoloridos, una primera edición de “La Noche”. Me temblaron las manos en cuanto lo agarré y lo adquirí por una miseria. Apenas abierto, casi se me para el corazón de un infarto; en una dedicatoria con tinta azul y, en húngaro, puede distinguir los siguientes nombres: Dogany, E.Wiesel, Buenos Aires, y un año; 1956. Inmediatamente, corrí hasta la cochera donde guardaba mi auto y me dirigí presuroso a casa de Imre Tabori, quien fuera íntimo amigo de mi difunto abuelo paterno y médico de cabecera de toda la familia. No debió transcurrir más de un cuarto de hora cuando, sentado en un cómodo sofá de su elegante departamento de la calle Charcas, escuché la potente voz del Sr. Tabori traduciéndome aquellas ansiadas palabras que no comprendía:


Para mi querido amigo Dogany
Con sincero afecto
E. Wiesel

Buenos Aires, agosto de 1956

lunes, 17 de mayo de 2010

Sin título

Fragmento de la entrevista que el conductor de la tv argentina Andrés Haddad (coloquialmente conocido como “el turco”), realizó al célebre escritor Mario Padovani, durante la última emisión (13/05/2010) del programa “Café con Letras”;

- ¿Qué lleva a un autor tan notorio como usted, mimado por crítica y con extraordinario éxito de ventas, a adentrarse en el sendero de la novela negra? ¿Y por qué la elección de un pseudónimo de reminiscencias tan obvias como Tabaré Rabinowitz?
- Bueno, en primer lugar quiero aclarar que nunca he considerado a la novela negra un género menor y, en segundo añadir que, ya desde mi temprana adolescencia, me ví seducido por esos personajes marcados por la soledad, el whisky y cierto aura de derrota y desengaño. Luego, de grande, relegué estas lecturas a las esperas en aeropuertos o estancias en hoteles hasta que un buen día, hace poco más de un año, repentinamente, comenzó a crecer en mí el deseo cada vez más intenso de escribir una. Enseguida, el ansia se transformó en la convicción de que podía hacerlo, y así fue cómo publiqué dos títulos bajo el pseudónimo de Tabaré Rabinowitz. En lo referente a éste, le diré que tiene que ver con un chiste que me contaron hace tiempo en el que una sexóloga revela a un compañero de viaje curioso, que los hombres que tienen el pene más largo son los judíos y de mayor grosor, los uruguayos. Entonces, el tipo, con ánimo de impresionarla se tira el lance: Permítame que me presente, soy Tabaré Rabinowitz. (risas)
- En la listas de los libros más vendidos en medio mundo, aparecen los suyos de un modo recurrente ¿no tiene miedo que, a pesar de la evidente calidad de los mismos, haya gente que deje de leerlos por una mal entendida idea de elitismo y huída de los gustos mayoritarios?
- La verdad, ése es un hecho que me resulta irrelevante, aunque debo señalar que encuentro un poco absurdo, y acaso ridículo, permitir que prejuicios tan simplistas se impongan al inteligente criterio literario pero…allá cada uno con sus lecturas.
- En Italia, España y otros países europeos, usted es considerado una especie de "enfant terrible", no sólo por su negativa a aceptar puestos académicos en reputadas universidades sino por su declarado desprecio por la literatura que se hace actualmente en el Viejo Continente…
- Cierto, leo a muy pocos autores de dicha procedencia y salvo honrosas excepciones, principalmente del Este, me decanto por escritores del continente americano, de punta a punta.
- Tampoco resultan novedosas sus manifestaciones elogiosas acerca de la mujer argentina… ¿qué es lo que le fascina tanto y qué es lo que la hace distinta de las demás?
- Le voy a decir que, si bien no tengo un prototipo claro de mujer, siento cierta debilidad por las argentinas de piernas largas. Aparte de esto, y entrando ya en la generalización de nuestras hembras, me gustan porque tienen mucho garbo, un seductor toque de histeria, y un mundo que no encontré en féminas de otras procedencias. No sé en qué medida esto tiene que ver con el psicoanálisis, la mezcla de razas o condicionantes ambientales…Además, como apuntó un personaje de mi querido y admirado Antonio Muñoz Molina, no es lo mismo llamarse Mariluz Padilla Soto que Carlota Fainberg, ¿no le parece?

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DESAPAREZCO POR UNOS DÍAS. NECESITO ESCRIBIR COSAS PARA MÍ MISMO.

lunes, 10 de mayo de 2010

Findes

Desde que Malena estaba en mi vida, dejé de odiar los domingos. Ella venía a casa el viernes por la noche y no se marchaba hasta el lunes por la mañana, haciendo del fin de semana una grata experiencia emuladora de los matrimonios más felices. No hacíamos nada del otro mundo; salíamos a visitar librerías y ferias de libros, paseábamos en busca de edificios singulares para fotografiarlos, descubríamos restaurantes nuevos, nos tumbábamos abrazados en el sofá a ver alguna vieja película en dvd o nos entregábamos, con esmero y sosiego, a explorar nuestros cuerpos. El tiempo pasaba muy rápido estando juntos y, cuando finalmente llegaba el lunes y ella partía hacia su trabajo, yo permanecía prendido de los recuerdos de las recientes experiencias vitales que tanto equilibrio y bienestar me aportaban.
Este último, sin ir más lejos, me quedé como un idiota parado en el balcón de mi departamento mirando el parque de enfrente, sin verlo y dejando que mi mente me trasladara al reciente domingo. Nos habíamos levantado tarde (demorados entre las sábanas) y tras comprar el diario, fuimos a desayunar a un bar cercano a base de café con leche y medialunas de manteca. Después, anduvimos largo y tendido por el barrio, deteniéndonos en el Parque Centenario y bajando hasta Canning, donde algunas numerosas familias jasídicas, que caminaban al sol, me trajeron a la cabeza la imagen de una pata con sus patitos. Casi sin darnos cuenta, se nos echó encima la hora de comer y optamos por un pequeño local especializado en cocina italiana; uno de esos con manteles a cuadros, paredes pintadas en tonos arena, mozos de pelo oscuro que te trataban de usted, y botellas de chianti ideales para fabricar lámparas. Pedimos fettuccini con salsa mediterránea y cambiamos el chianti por un excelente Navarro Correas Merlot del 2004, que bajamos sin ningún esfuerzo mientras intercambiábamos intimidades. Tras el postre, tiramisú y café, regresamos pronto a casa para echar una siesta, hábito éste que no perdonábamos bajo ningún concepto y responsable de que siempre termináramos almorzando en lugares cercanos a mi domicilio. El vino había estimulado nuestra líbido así que apenas entramos en el ascensor, comencé a abrazarla por debajo del pulóver, sintiendo entre mis manos sus pechos redondos y compactos como duraznos sin madurar. Momentos más tarde, en el cuarto, me mandó sentarme en la silla de mi escritorio mientras, de una bolsa que había traído el viernes, extrajo unas sábanas y una funda de almohada confeccionadas en raso de color negro. La miré curioso, y al ver que se disponía a cambiar la ropa de la cama, quise ayudarla pero ella no me dejó:

- No, vos sentáte y mirá – ordenó
Obedecí, impaciente a la par de interesado y crecientemente excitado, mientras observaba la precisión de sus movimientos.
Por fin, cuando terminó y empecé a desnudarla, me detuvo y volvió a ordenarme:
- Ahora acostáte, que enseguida vuelvo
Se fue al baño y regresó a los escasos minutos, vestida únicamente por un camisón negro de seda. Me impresionó gratamente verla tan sexy de pie ante la puerta, observándome con picardía y sonriendo ante mi mirada de deseo.
- Por favor, pase a mi consulta – la invité tirando de la sábana hacia arriba y mostrándole el interior de la cama
- Sí, doctor pero prométame algo
- Lo que haga falta – respondí
- Que no me dejará caer de la cama…porque tengo miedo que el roce del camisón con el tejido de las sábanas termine dando conmigo en el piso
- jajaja No se preocupe usted, que conmigo no tendrá esa problema
- ¿Me lo asegura?
- Totalmente, y sino, que se muera Bin Laden en este preciso instante.

! Dale, vení ¡

jueves, 6 de mayo de 2010

¡ Se escucha cada cosa !

Entré en aquel barcito esquinero con el ánimo de descansar. Llevaba toda la mañana caminando y tenía, no sólo los pies llenos de ampollas, sino también agujetas a lo largo de nalgas, muslos y gemelos, por lo que necesitaba tomar asiento, beber algo y recuperarme, aún cuando ya tuviera decidido el retorno a casa en el subte o en taxi. El boliche era pequeño, oscuro, lleno de humo y estaba ocupado por un puñado de hombres y mujeres repartidos en unas pocas mesas de formica con las puntas salteadas y sillas desaparejadas. Uno de esos lugares donde uno no llevaría a su novia en la primera cita ni tampoco a los viejos a tomar el vermú. Pero yo estaba roto y no quería seguir andando a ver si encontraba otra cosa mejor. Así que entré, y me senté a una mesa, indiferente a las miradas de desconfianza y hostilidad (o eso me pareció a mí) que me lanzaban el resto de parroquianos. Pedí una cerveza y mientras me la traían pude recrearme en los rancios olores a tabaco y vino barato, en la paupérrima decoración y en el elenco humano que me circundaba. Por un momento, pensé que estaba en medio de la cafetería de un psiquiátrico de provincias y que pronto saltarían sobre mí con la intención de devorarme.

Afortunadamente, aquellas aprensiones mías nada más duraron hasta que pegué el primer trago a mi bebida y sentí como una sensación de bienestar se extendía por todo mi cuerpo. Además, el gordinflón del mozo había tenido la feliz idea de obsequiarme con unos maníes salados que le agradecí desde lo más hondo de mi maltrecha naturaleza. Me empecé a sentir tan bien me empecé a sentir (¡ D-os mío, cómo necesitaba descansar ¡) que enseguida me puse a mirar a las demás mesas de otro modo, con interés y no indiferencia o recelo. Como sería la cosa que, esforzando el oído, terminé enterándome de todo lo que decían los dos tipos de la mesa inmediata a la mía:

- Como te cuento, negro…yo estaba medio dormido con la radio puesta, oyendo uno de esos programas pelotudos donde la gente llama para contar sus problemas y que pasan después de los partidos, viste, y mirá lo que son las putas casualidades que, de pronto, escucho la inconfundible voz de Mariana. Le estaba diciendo al locutor que todavía me quería, y que ….
- ¿Pero estás seguro que se refería a vos? Mirá que ustedes hace casi dos años que ya no están juntos
- Sí, sí, era yo, pero tenés razón al preguntarme eso porque, por entonces, no sabía si lo decía por mí o por otro tipo y sólo lo deduje cuando la mina siguió hablando. Va la boluda y dice : “es que lo dejé porque me sentía culpable…en una fiesta de la empresa en la que trabajo, mezclamos pastillas con la bebida y terminé acostándome con un compañero en su departamento…” y medio llorando siguió contando “me sentí una porquería y pensé que él no se merecía lo que le hice…me daba mucha vergüenza mirarlo a la cara, así que por eso le dije que ya no lo quería…para que se buscara a otra mujer mejor que yo”…“pero no puedo olvidarlo, siento que es el hombre de mi vida al que perdí por boluda, por un estúpido error…y estoy desesperada porque sin estar a su lado todo carece de sentido”. Además, no sólo aportó algunos detalles que dejaban poco lugar para la duda sino que, en un momento dado, hasta se le escapó mi nombre
- ¡Qué bizarro, che ¡ yo pensaba que estas cosas sólo pasaban en el cine o en las novelas
- Como te lo cuento, negro. ¿Y viste que después llama la gente para dar sus consejos, no? Bueno, pues yo me quedé escuchando un rato, porque imagináte, esto era algo que despertaba mi curiosidad… Lástima que sólo una oyente se refirió a nuestro caso y para aportar una de las consabidas estupideces que se dicen en estos casos: “yo le aconsejaría que si le quiere, que luche por él….que escuche a su corazón”. ¡ Llama una sola y encima resulta ser una mongólica ¡
- Jajaja ¿Y no pensaste en llamar vos?
- No, la verdad es que no, así que apagué la radio e intenté dormir. Sin éxito, claro. Me pasé toda la noche pensando en ella, intentando comprender el porqué de su extraño comportamiento de antaño y especulando qué haría si me la volviera a encontrar.
- ¿Y qué pasó?
- Pues nada, que la llamé al día siguiente, pero sin decirle que la había escuchado por la radio. Le pregunté que cómo andaba, y al final fue ella la que se lanzó y me propuso quedar para tomar un café. Charlamos, me pidió perdón en medio de un mar de lágrimas y después de cenar terminé cogiéndomela en el auto…
- Jajaja ¿Y ahora, qué vas a hacer, flaco?
- Llamar a la radio para contarlo, ¿ o te pensás que la voy a perdonar, a la muy turra ?¡!!

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lunes, 3 de mayo de 2010

Escena urbana

"Viajo en Metro, parapetado tras un libro de Vergílio Ferreira y observando furtivamente al resto de pasajeros del vagón, que parecen dividirse en dos grupos; los que están absortos en la nadería de sus pensamientos, y los que se hunden en la lectura de periódicos gratuitos, atrasados suplementos dominicales y libros de pseudoliteratura. Por mi derecha, proveniente de una vieja con michelines apretados en un horroroso vestido de raso azul, me llega un mareante cóctel de olores, mezcla de sudor, laca, perfume barato y orina estancada. Frente a mí, una gorda con medias hasta las rodillas, se hurga entre los dientes y rasca el sarro de los contornos con las esquinas de un bono de diez viajes. Un espectáculo tan grotesco que no puedo apartar la vista, seducido por la visión de semejante horror. Intento, en vano, concentrarme en la prosa del escritor portugués para escapar de las sensaciones que capto a través de mi vista y mi olfato. No hay nada que hacer, no consigo mirar para otra parte más que para adelante, y no logro dejar de respirar más allá de un minuto. Opto entonces por relajarme, y cierro los ojos, con el único propósito de poner mi mente en blanco y ansiar una pronta arribada a mi estación de destino. Por fortuna todo llega, incluso ésta, y por fin piso el andén, con el alivio de quien es liberado.
Cuando el tren está a punto de retomar la marcha, no puedo resistirme, y me vuelvo a mirarlas por última vez. Compruebo como los dos repulsivos seres continúan trayecto, indiferentes al rechazo y malestar que provocan. Que no se preocupen; para ellas, también está hecho el cielo."

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