viernes, 25 de noviembre de 2011

Green tea

Bernardo levantó suavemente la sábana y la miró con detenimiento. El pelo rubio desteñido, la pintura de los labios saliéndose de sus bordes y unos muslos que exhibían celulitis bastaban para no acordarse de lo que más le llamó la atención cuando la conoció, hacía escasamente ocho horas: la protuberancia de los pezones y su cara de viciosa.

Se preguntaba, asombrado, cómo podía seguir durmiendo; con la incómoda luz matutina entrando sin vergüenza por la ventana, los pajaritos trinando endemoniados y los jardineros de la urbanización recortando setos y podando ramas ,sierra mecánica en mano, con más entusiasmo que el protagonista de La Matanza de Texas. Apenas eran las nueve y diez de la mañana de un sábado, y sólo faltaba que llamaran al timbre los Testigos de Jehová para hablarle de Dios y la salvación del mundo. Como no era una posibilidad del todo descartable, y tampoco que su ocasional pareja se despertara con la idea de ducharse juntos, Bernardo buscó sus calzoncillos y se encaminó a la cocina a preparar café y meterse bajo el agua antes de que sus temores se cumplieran.

Activado por la ducha caliente y la cafeína, volvió a su cuarto para ver las evoluciones oníricas de la marmota. Ésta continuaba roncando, emitiendo extraños sonidos y moviéndose con una leve agitación, igual que hacen los cachorros de perro. “Esto va para largo” pensó, y decidió bajar a comprar el periódico.
Repasadas las necrológicas, la programación de las distintas cadenas televisivas, y resuelto los dos crucigramas; el fácil y el difícil, Bernardo permaneció un buen rato mirando a la hembra, que más que dormir parecía haberse muerto sobre su cama. Anoche la había imaginado más delgada y sonrió al pensar que tal vez se estaba convirtiendo en un hombre de gustos “más amplios”. Pero llevaba tantos meses sin sexo que se decidió darle de comer a la nutria como fuera. Además, siempre podía justificarse diciendo que había poca luz o que el Jack Daniel’s era de garrafón.

Finalmente, pasadas las diez y media, la bella durmiente abrió los ojos.

- Me encanta que me miren mientras duermo, es tan romántico…- fueron sus primeras palabras

Eso era más de que él podía resistir, así que le dedicó una falsa sonrisa y fue a buscarle un café, a ver si tenía el buen gusto de tomárselo rápido y largarse. Regresó enseguida, con una taza humeante y la esperanza de que entendiera que el romanticismo estaba sólo en su mente, y que no iban a compartir un desayuno con jugo de naranja y tostadas mientras se acariciaban las manos y miraban a los ojos.

- ¿Café? Ahgggg, yo tomo té verde; es que es bueno para perder grasas y mantener la línea – dijo mientras pasaba sus manos por las caderas con supuesta sensualidad
- Aahhh, pues yo sólo tengo café
- Entonces podríamos desayunar fuera ¿no? ¿O vos querés que juguemos otro poquito?- propuso con picardía la musa de Botero

La verdad es que él no quería jugar, pero llevaba tanto tiempo sin desahogarse, que no tuvo espíritu para negarse. Un rato después, ya satisfechos y aseados, bajaron a la calle a desayunar en una de esas cafeterías modernas, con mucha formica e iluminada como un laboratorio, donde se suelen citarse las minas con sus amigos gays para charlar de trapos, bolsos y de lo cabrones que son sus novios.

Apenas ocho meses más tarde, Bernardo y Claudia se casaron, y al año y medio tuvieron su primer hijo: Adriáncito. Tal vez hoy en día los dos se quieran, e incluso coman perdices pero Bernardo, de tarde en tarde, todavía se pregunta en cómo habría cambiado la historia si, aquella mañana de sábado, hubiera tenido té verde en casa.

--------------------------------------------------------------------------

lunes, 21 de noviembre de 2011

Chau, flaco

Era uno de esos días calurosos de febrero, en los que el sol pegaba como si le debieran dinero, la camisa se adhería a la espalda y los calzoncillos se arrugaban con terquedad en torno a la parte alta de los muslos. Por las calles apenas transitaban vehículos, el asfalto exhalaba un ligero humo con tufo de alquitrán, y el género humano se protegía tras las persianas de sus casas o al amparo del aire acondicionado de cualquier bar. Así pintaba la tarde cuando mi amigo Enrique Sabán abandonó su domicilio, indiferente a los inhóspitos rigores veraniegos, y con su típico andar de mano derecha en el bolsillo y sus pies marcando las dos menos diez.

Yo a esas horas estaba sentado en el Café Saigón, que a pesar del nombre pertenecía a un vasco, tomando cerveza, escribiendo cualquier cosa en una libreta y, sobre todo, mirando por la ventana. Cuando Enrique pasó por delante por el ventanal al que daba mi mesa, choqué mis nudillos contra el vidrio y le hice señas de que entrara. No es que fuéramos amigos del alma pero, nos conocíamos desde chicos. Vivíamos en el mismo barrio, fuimos compañeros en el colegio judío, aunque el iba un grado adelantado, y coincidíamos a menudo en la sinagoga con nuestras familias. Éramos un par de buenos muchachos de la Cole a los que la vida y la vida habían tocada de manera desigual. Enrique, no sólo había heredado la fábrica textil de sus padres sino que también ganó, seis años atrás, una importante suma en la lotería. Para compensar, como si alguien allá arriba o muy abajo se sintiera celoso, perdió a su mujer en un accidente automovilístico, con el agravante de que se encontraba embarazada de siete meses. Desde entonces, y ya iba para casi medio lustro, Enrique parecía regodearse en la autocompasión y en una resignada soledad no exenta de resentimiento, pero no hacia la gente, sino hacia D-os y la vida.


- ¿qué hacés con este calor en la calle? – le pregunté cuando lo tuve delante
- Nada, salí a pasear….- contestó desganado, levantando los hombros
- Andá, sentate y tomá algo

Obedeció y pidió lo mismo que yo, una cerveza
- Hace mucho que no te veía. Bueno, en realidad, hace mucho que no veo a nadie……..¿seguís escribiendo? – me preguntó
- Sí, qué remedio……estoy ultimando un artículo para el diario, dándole duro a mi próxima novela y colaborando con un guión de cine…..también me salió una cosita para televisión….
- Eepa, vas a morir de éxito, flaco
- De éxito no, de agotamiento
- ¿Y a vos? ¿cómo te va con la fábrica?
- Pse, los coreanos nos están jodiendo……a la gente sólo parece importarle el precio y no la calidad….todo lo que ellos fabrican es schmate pero les da lo mismo…..fijate cómo va la gente vestida y decime si no da pena….ahora hasta los que tienen plata van como crotos…..es un desastre
- Y, sí………- respondí por empatía y comprobando aliviado que, casualmente, ése día me había vestido con cierta elegancia
- De todas formas…..poco me importa…….

Siguió un silencio breve y difícil hasta que de repente me preguntó:
- ¿seguís con Sandra?…………se llamaba Sandra ¿no?
- Sí
- ¿Les va bien?
- Sí – respondí casi avergonzado
- No tienen hijos ¿no?
- Estamos esperando el primero
- Te felicito
- Gracias - le dije, sintiendo una punzada de culpa

Temí que me dijera algo del tipo: “el mío ahora tendría casi cinco”, así que decidí cambiar de tema, por temor a sus palabras o a la falta de ellas. Fue justo entonces que sonó su celular. Se levantó de la mesa y caminó hacia el fondo del local para hablar. Cuando regresó, apenas un minuto después, se despidió de mí con un enérgico apretón de manos.
- Me tengo que ir…….me alegro de haberte visto – me dijo
- Yo también

A través del cristal lo vi parar un taxi y saludarme con la mano y una sonrisa franca antes de montarse al vehículo. No sé quién le llamó ni hacia dónde se dirigía pero nunca llegó a destino; su taxi fue embestido lateralmente por un camión en un cruce a cuatro cuadras, y Enrique murió en el acto.

Cuando pienso en ese día, no puedo abstraerme de un halo místico presente en todos mis pensamientos, preguntándome cómo pude yo influir en la pauta seguida por los acontecimientos hasta el fatal desenlace, y el significado de habernos encontrado precisamente aquella tarde, tras años sin vernos. No tengo respuestas. Sólo preguntas, y la imagen de su sonrisa y su mano, despidiéndose de este mundo.

----------------------------------------------------------------------------

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Courage

Se llamaba Jean Bourriaud. Algunos lo conocieron como Pierre Roche y otros, como Michel Dusautoir, Roland Clerc o “André” o “Henri”, o por cualquiera de los alias que utilizó. Había nacido en 1919, en Cergy (Val-d’Oise), localidad cercana a París donde sus padres poseían una imprenta. Tuvo una infancia normal y, a los 18, ingresó en la Sorbona para estudiar Derecho. A finales de 1940, abandona sus estudios e ingresa en la Resistencia, dedicando todos sus esfuerzos en la lucha contra los nazis. Según cuentan quienes le trataron en aquella época, Borriaud era un tipo alto y delgado, enérgico, tosco, desconfiado y dueño de un carisma que hacía estragos entre la gente. Por eso a nadie extrañó que, pese a su juventud, muy pronto se convirtiera en líder regional del movimiento. Él y sus hombres se ocupaban no sólo de actos de sabotaje cada vez más temerarios sino, también, de la ejecución de colaboracionistas, la falsificación de documentos para los judíos, la organización de vías para que pudieran escapar, o la búsqueda de escondites para eludir las redadas. Sin in más lejos, mi tío-abuelo Carlo, Carlo Finzi, quien en esos años vivía en París y pretendía ser pintor, pudo salvar su vida gracias a un falso pasaporte argentino, a nombre de Juan Carlos Olgiatti, que le había sido proporcionado la red que dirigía Borriaud.

Fue precisamente gracias a él, a mi pariente, que yo supe de la experiencia de este héroe francés. Según nos contaba (aprovechaba cualquier reunión familiar para retomar el tema), al acabar la II Guerra Mundial, le dedicaron una calle en el distrito XVII, muy cerca del Parc Monceau, y fue condecorado por el general De Gaulle con la Cruz de la Liberación. En los siguientes años, Bourriad llevó una vida tranquila, compaginando su actividad profesional de abogado, con el mantenimiento de la imprenta fundada por sus padres. Y así continuó hasta mediados los cincuenta, en que colaboró activamente en la organización de Henri Curiel de asistencia al FLN argelino, convirtiéndose en su mano derecha. Con motivo de ello, fue tachado de traidor, su nombre se retiró de la calle que le habían dedicado, y se exilió secretamente en Bélgica, desde donde continuó con la lucha. A pesar de que Argelia logró su independencia en 1962, Borriaud no regresó a Francia hasta 1964. Sabía que su vida estaba en peligro, que las amenazas de muerte de la OAS seguían vigente, y que las fuerzas de seguridad del Estado no iban a tomarse demasiadas molestias por protegerlo. De ahí que su vuelta se redujera a unas pocas semanas; lo suficiente para liquidar sus bienes y largarse a otra parte.

Durante un tiempo nadie volvió a saber de él, hasta que aterrizó en Buenos Aires. Transcurría el año 1967, y Bourriad se instaló como fabricante de pinturas bajo la identidad de Roland Clerc, natural de Lyon. Las cosas le fueron bien. El negocio prosperaba, se casó con una argentina de ascendencia armenia, y tuvieron dos hijos: Michel y Carina. En 1976, con la llegada de la Junta Militar presidida por Videla, Roland Clerc y su familia parten para Francia. La idea era permanecer en París durante un tiempo, a ver cómo evolucionaban los acontecimientos. Pero las noticias que llegaban eran malas, y Roland se impacientaba. Si en su juventud había luchado contra el nazismo, y después contra el colonialismo, no iba a quedarse ahora de manos cruzadas contra una dictadura de corte fascista en el país de su mujer e hijos. Por desgracia, en ésta ocasión no pudo hacer nada: dos días antes de retornar a la Argentina, fue asesinado al salir de una farmacia de la rue Copernic. De acuerdo a los testimonios de testigos presenciales, un par de tipos, con pasamontañas, bajaron corriendo de un Peugeot, y le dispararon un total de seis tiros antes de escapar en el mismo vehículo. La acción duró apenas unos segundos, y la víctima ingresó ya cadáver en el hospital. Nadie se atribuyó la autoría del atentado, y aunque nunca se detuvo a los culpables, las sospechas recayeron sobre la OAS o un grupo perteneciente a los servicios secretos franceses, y denominado “La Main Rouge”.
Menos de dos años más tarde, su amigo Henri Curiel corrió idéntica suerte.

Hoy, cuando ya pasó más de un cuarto de siglo de su muerte, todavía me sorprendo cada vez que paso en el auto por Juan B. Justo y Warnes, y veo el apellido Borriaud pintado en rojo sobre la pared blanca de la fábrica de pinturas. Pienso en todos los que transitan por allí a diario y ése nombre no les dice nada, en aquellos que salvaron la vida gracia a su valentía y, sobre todo, en sus clientes que a buen seguro se preguntan: ¿Por qué carajo se llamará Pinturas Borriaud, si el dueño es un pendejo que se llama Michel Clerc?.

---------------------------------------------------------------------

http://www.youtube.com/watch?v=vRzrwcVhhzw