viernes, 17 de diciembre de 2010

Berta

Apoyado contra la barra, con un Cinzano a mi diestra y disfrutando del analgésico ruido provocado por el chaparrón que caía afuera, me entretenía buscando apellidos fonéticamente interesantes en las esquelas de La Nación. Para no variar, había encontrado un par que me parecieron idóneos para fantasear algún personaje, movido por la creencia tan judía de que los nombres son importantes. Y es que yo soy de esos que jamás iría a un psicoanalista (esa cosa de rusos y de putos, como diría mi abuelo materno) que se llamase José García, ni escrituraría mi departamento ante un notario que firmara como Juan Pérez, por mucho Ilustrísimo que le colocaran delante.

Después de anotarlos en la pequeña agenda que siempre llevo conmigo, pasé a entretenerme con las noticias del diario. Como no andaba para nada interesado en profundizar en las habituales catástrofes, alterné la lectura distraída de los titulares con la contemplación de la tormenta, que oscurecía la ciudad y embellecía los edificios neoclásicos del barrio, a fuerza de resaltar una elegante combinación de tonos blancos, negros y grises más propia de París que del culo del mundo.

En eso andaba, en pasar ocioso un rato de tarde, cuando el sonido de la puerta al abrirse me hizo volver la cabeza, más por instinto que por curiosidad. Fue entonces que mis ojos se toparon con una morena de pelo largo y oscuro, que me hizo recordar a la actriz norteamericana Veronica Hammel, con la salvedad de que ser más joven y tener los ojos de un llamativo verde felino. Venía empapada, andaría por los treinta, y vestía ropa informal pero cara. Pasó por mi lado, y tomó asiento en un taburete a no más de tres metros de donde yo estaba. Como con toda seguridad sólo había entrado para refugiarse de la lluvia, cuando el mozo se le acercó se demoró unos instantes en decidir. Finalmente, tras pasear sus ojos por la barra, reparó en mi copa, y decidió imitarme.

Mientras le servían, no paró de arreglarse el pelo, pasándose los dedos por el cuero cabelludo y echándose el flequillo hacia atrás. Yo, por mi parte, no podía dejar de mirarla. Siempre me había gustado observar cómo las mujeres se peinan cuando salen de la ducha, y verlas pasear por la casa con el albornoz puesto, el cabello mojado y el cepillo en la mano, era de esas visiones que almacenaba en un lugar recurrente de mi memoria, asociadas con prólogos o epílogos de algo mejor.

Sin embargo, como no pretendía incomodarla, me reprimí y aparté los ojos de ellas, volviéndome a concentrar en las noticias. No lo logré del todo, y seguí observándola con cierta insistencia, ya fuera de reojo o a través del espejo que ambos teníamos enfrente, detrás de la barra. Curiosamente, ella no reparaba en mí, a pesar de nuestra cercanía y mis frecuentes miradas, lo que me hizo sospechar algo anómalo en aquel comportamiento. Me pareció una indiferencia poco natural, forzada, y de inmediato sonreí al evocar cierta historia de mi pasado que empezó de idéntica manera. En aquella oportunidad había tenido fortuna, lo que me alentó para estar alerta ante esta situación y sus posibles evoluciones. Por desgracia, en esta ocasión no contaba con la complicidad del mozo, como entonces, ni con la temeridad de mis días juveniles. Sea como fuera, apenas tuve tiempo de hacerme mala sangre ni rumiar el modo de abordarla, porque fue ella quien se acercó hasta mí.

- ¿Tenés fuego? – me preguntó, con un cigarrillo en la mano
- Sí – respondí, sacando un Zippo de mi bolsillo

Me dio las gracias y ofreció un cigarrillo que rechacé.
- No, yo no fumo
Se sorprendió porque no fumara pero llevara encendedor encima.
- Lo llevo por si me pierdo en un bosque – le aclaré, intentando ser gracioso – no, la verdad es que lo tengo porque me gusta el chasquido metálico que hace al abrir y cerrarlo - confesé
- A mí también me gusta mucho ese ruidito – dijo, expresando con su lenguaje corporal que no tenía prisa por regresar a su sitio
- Te queda muy bien el pelo mojado, le da un aspecto brillante, como si estuviera barnizado
Sonrió, ladeando la cabeza y mirándome con atención, calibrando si mis facciones eran de su agrado.
- ¿Siempre le decís cosas tan lindas a las minas que acabás de conocer? – interrogó en tono canchero
- A veces hasta incluso antes de conocerlas, como a vos. De todas formas, no es muy meritorio ser galante cuando se tiene a alguien tan inspiradora delante…
- Veo que valió la pena acercarme a pedirte fuego
- Debía estar escrito, lo mismo que pidieras lo mismo que yo estaba tomando, y que entraras justo en este bar
- ¿Sos determinista?
- Y de San Lorenzo – repliqué aseverando con la cabeza
- jajaja – me premió la ocurrencia, con una risa que embellecía aún más su ya de por sí agraciado rostro

Roto el hielo, seguimos charlando un buen rato, tomamos un par de Cinzanos más cada uno y nos despedimos con un beso en la mejilla. Entre muchas cosas, me dijo que se llamaba Berta y quedamos en volver a vernos el próximo día que lloviera, en el mismo lugar y a idéntica hora. Felizmente, llovió a la tarde siguiente, y después de repetir bebidas y conversación, terminamos cenando en un coqueto restaurante italiano a la vuelta de mi casa.

Berta y yo estuvimos juntos algo más de dos años, hasta que llegó la inevitable ruptura. Después, no volví a verla hasta años más tarde, justo cuando yo acababa de regresar España, y me la encontré paseando por Florida con dos nenes por la calle. El mayor tenía 9 años, y el más chico, 4. Les quise invitar a tomar algo pero tenían cita para el dentista y andaban con prisa, así que apenas pudimos intercambiar unas pocas frases corteses. Cuando se marcharon, me pareció que ella se daba la vuelta y dedicaba una extraña sonrisa, como de complicidad o picardía. Pero no podría asegurarlo, por el gentío que me impedía verla bien, y porque yo estaba absorto en otras cosas: en pensar cómo se parecía a mí el pibe más grande, y en hacer cuentas con los dedos.

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