lunes, 21 de febrero de 2011

H. (de histérica)

Como ya viene siendo un hábito en estos tiempos, nos conocimos por Internet. Ella tenía un blog, yo otro y, una tercera persona hizo de mensajero del azar. Desde entonces, desde aquella tarde en que Elena me dejó un primer comentario en no recuerdo qué post mío, no dejamos de comunicarnos casi ni un solo día. Al principio, comentábamos nuestros textos pero, casi de inmediato, y ante la insuficiencia que nos provocaba ese simple intercambio, nos pasamos también al chat y, poco después, al teléfono. Recuerdo que fue ella quien me pidió mi número, y yo no dudé ni un instante en dárselo. Llegados a este punto, los blogs y el chat perdieron automáticamente protagonismo, y el móvil se convirtió en una herramienta indispensable para ambos. Sobre todo, porque nos separaban 600 kilómetros, y cada día teníamos más cosas para contarnos; desde qué comíamos o leíamos, hasta temas de mayor intimidad, como describir las manías que arrastrábamos, nuestras filias y fobias, o confesar sin pudor nuestras realidades cotidianas y nuestros anhelos más personales. Así, en el transcurso de poco más de un año, supe de ella que tenía treinta y seis años, estaba separada pero no divorciada, su color favorito era el azul marino, le gustaba el vino blanco, el té verde y el cine negro, los perros mestizos, las azaleas, los Rolling y los bolígrafos Bic. Por el contrario, detestaba a los que comían los croissants con cubiertos, a los que escupían en la calle, a los maltratadores (de género y de animales), el café, y a los moralistas. Podría ofrecer muchos más detalles, pero correría el riesgo de minar su misterio y caer en la vulgaridad de exhibir sus singularidades sin su permiso.

A pesar de que Elena y yo nos contábamos prácticamente todo, y de que sentíamos una dependencia creciente de escucharnos a diario y saber el uno del otro, íbamos dilatando el momento de encontrarnos cara a cara, como si temiéramos las consecuencias de un hecho, del que sabíamos, no saldríamos impunes. Hizo falta un suceso, en apariencia inocuo, como un viaje que hice a Italia con mi amigo Marcelo, para que cayéramos en la cuenta de que nos necesitábamos más de lo que creíamos, y que la separación y el déficit de nuestras comunicaciones evidenciaba una inesperada vulnerabilidad. No hice más que regresar, y nuestras conversaciones se volvieron mucho más intimistas. La revelación mutua, de cuanto nos habíamos extrañado en esos días, nos provocó una incontenible efervescencia emocional y Elena, más decidida que yo, tuvo la feliz idea de invitarme a su casa para a pasar el fin de semana. Esperé ansioso el paso de los días y, el sábado a las 6 en punto de la madrugada, estaba subido en mi coche rumbo hacia el sur, con Calamaro sonando a todo volumen, y el ánimo estimulado por gozosas especulaciones.

Apenas pasaban de las once cuando estacioné frente a su edificio; una de esas construcciones de finales de los ochenta en las que se combinaba sabiamente el mármol con el ladrillo, los balcones tenían un tamaño decente y los portales eran tan amplios, que albergaban sillones y cuadros en las paredes revestidas de madera. Llamé al timbre, y subí por el ascensor hasta el 9º desde, como descubriría al rato, se divisaba el estadio de fútbol, la catedral, y casi toda la ciudad.

- Eres igualito que en la foto de tu blog – fue lo primero que me dijo, con la puerta entreabierta, y mirándome con una amplia sonrisa dentífrica
- Es que yo engaño poco…

Me hizo pasar, y me condujo al salón, donde había dos grandes sofás de cuero blanco haciendo una ele. Nos sentamos, y nos observamos unos instantes con atención y simpatía, confirmando que la imagen que teníamos delante se correspondía con la que guardábamos en la mente.

- Te has lavado el pelo hace un rato, ¿no? – pregunté fascinado por la esponjosidad con que se balanceaba su cabellera cada vez que se movía, y por decir algo que me permitiera distraer el cosquilleo que sentía en la boca del estómago
- ¿Se nota muchos?
- Nooo, sólo si uno mira

Intercambiamos unas cuantas frases más sobre cómo había sido el viaje, las previsiones meteorológicas para las próximas horas, y una película de Scorsese que pasarían esa tarde por tv antes de que me mostrara el resto la casa: aquí está la cocina, un baño, otro baño, mi habitación, ésta que tengo para guardar los libros y que uso de despacho, y ésta otra que es donde vas a dormir tú, sentenció antes de regresar al salón de nuevo

- Ajá – asentí - muy lindo todo, lo tenés decorado con mucho gusto – añadí, sin quitarme de la cabeza la posibilidad de dormir en el cuarto de invitados en vez de en su cama, pero sin alarmarme, ya que lo consideré un comentario fruto de la timidez y no del convencimiento

Antes de bajar a la calle, a comer a un cercano restaurante italiano, me di una ducha, cambié de ropa, y tomamos un Martini en el balcón, donde hablamos como si nos hubieran dado cuerda, evitando caer en silencios peligrosos y eludiendo mirarla a los ojos más de lo imprescindible, no fuera que no pudiera controlar mis impulsos y termináramos demorando el almuerzo. “Ya habrá tiempo después”, pensé convencido.

A la salida del restaurante ya estábamos mucho más relajados. No sólo habíamos hablado largo y tendidos sino que también el Chianti nos había dado un empujoncito para quitarnos la vergüenza de encima. Pero sin excesos, porque yo pensaba que a la hora de la siesta nos daríamos nuestro primer revolcón, y no quería que el alcohol me dejara en mal lugar. Sin embargo, las cosas no salieron como yo pretendía y, mientras yo me metía en el baño para cepillarme los dientes, ella se quedaba dormida sobre uno de los sofás. La tapé con una mantita de viaje que tenía al lado, y me fui a echar una cabezadita al cuarto de invitados, con la esperanza de que se despertaría antes que yo, y vendría a hacerme una visita. Desperté a la hora y media, y ella seguía durmiendo como un lirón, roncando ligeramente y completamente destapada. Volví a taparla, y salí al balcón. Me puse a mirar el paisaje urbano y me animé pensando que con lo descansada que quedaría, iba a rendirme luego por la noche.
Por suerte, no tardó mucho en abrir los ojos y al hacerlo, me invitó a sentarme junto a ella.
- Uy, casi se nos pasa la película – exclamó en cuanto estuve a su lado

Encendió el televisor, y pasamos las siguientes dos horas viendo las evoluciones mafiosas de R. De Niro, Joe Pesci y Sharon Stone. “Menos mal que no es una película española”, me consolé mientras la tarde languidecía y todavía no habíamos tenido sexo.
Sin darnos cuenta, llegó la hora de la cena, y preparamos una ensalada y una pizza de esas congeladas, que enriquecimos con mozzarella extra, orégano, guindilla rallada y unas anchoas. Cenamos en la cocina, y regresamos al salón para tomarnos un té verde. A esas alturas, yo miraba disimuladamente mi reloj a cada rato, preguntándome con aprensión si esto iba a continuar en esta dinámica de amigos. Fue justo cuando ella se recostó apoyando su cabeza sobre mis rodillas mientras el equipo de música reproducía un cd de Paul Mc Cartney. Comencé entonces a acariciarle el cabello, con suavidad, deslizando mis dedos por su cuero cabelludo desde la frente a la nuca, aguardando una reacción de ella que desatara la pasión. No se cuánto tiempo estuvimos así, pero yo ya estaba más que harto del inglés, y de esperar que Elena me diera pie a algo más.

- Cuando tengas sueño, me avisas, y te doy las sábanas para que te hagas tu cama – me dijo de pronto
Me quedé pasmado al oírla y una corriente de súbito pavor se apoderó de mí. Para remediarlo, mandé a mi cerebro una serie de frases que me tranquilizaron de inmediato: “¿Me lo estará diciendo en serio?” “No, boludo, no te preocupés, que ahora es cuando añade: pero si lo prefieres, puedes dormir conmigo…” “esperá un poco, que seguro que no es lo que parece” “escuchaste mal, flaco”…
- Debes estar cansado del viaje, así que avísame cuando te quieras ir a dormir – volvió a la carga jodiéndome mi fugaz terapia de autoengaño
- Sí, sí, yo te aviso – respondí como un autómata, sin saber exactamente qué es lo que estaba diciendo.

“¿Me estaría poniendo a prueba, o de verdad es que no íbamos a echar un polvo esa noche?”. Me asustaba la pregunta y, sobre todo, la falta de una respuesta certera, por lo que no sabía muy bien que hacer. Lo único que se me ocurrió, fue seguir con el masajeo de su cabeza con una mano y deslizar la otra por el resto de su cuerpo, a ver qué pasaba.
- Eh, eh, esa mano – me advirtió cuando llegué a uno de sus pechos

La retiré sin rechistar, y dejé de pasar unos pocos minutos antes de inventarme que estaba reventado y quería irme a dormir.
- Ay, chico, no encuentro las sábanas - me gritó desde el pasillo, donde se afanaba en buscar dentro de un armario - ¿Sábes lo que te digo?, que duermas conmigo, que es tarde y no tengo ganas de ponerme a sacar cosas
- Vale, vale - respondí a su propuesta, pensando en lo rebuscadas que son algunas minas, sobre todo las histéricas. “Parece porteña esta flaca”.

Me acosté en calzoncillos y con una camiseta de mangas cortas mientras ella entraba en el cuarto de baño. Imaginé que saldría con alguna sugerente lencería pero volví a equivocarme. Se metió en la cama con un pijama que la tapaba desde el cuello a los tobillos, apagó la luz, y se abrazo a mí, apoyando su cabeza sobre mi pecho.

“No me jodas que empezamos otra vez con las mariconadas del hombre sensible y todo eso” “No, esto no me puede estar pasando a mí” “Esto es mi mente que me está jugando una mala pasada”. Pero no, no era mi mente sino la jodida realidad. Y sí, justo eso es lo que quería porque enseguida me soltó:

- Necesito mimos…que me abracen, y me digan que soy guapa, y lista y…
- Está bien, flaca, ¿te lo digo y echamos un polvo?
- Yo no echo polvos, yo hago el amor
- Lo que vos digás
- Es que no puedo…ya se que te parecerá una tontería, porque llevo más de un año separada, pero me siento como si le estuviera poniendo los cuernos a mi marido ¿sábes? Yo necesito que me des tiempo, no puedo hacerlo con alguien a quien acabo de conocer
- Te recuerdo que nos conocemos desde hace un año, y en este tiempo hemos hablado más que la mayoría de los matrimonios que conozco…
- Ya, sí, pero no nos habíamos visto hasta hoy…
- Ajá – dije, por decir algo, porque yo no quería hablar ni fomentar su representación histérica
- Podemos besarnos y acariciarnos si quieres – planteó mientras se desprendía de la parte de arriba del pijama
- Ajá – repetí sin pensar, y en un afán de no analizar sus palabras

Por la mañana, me desperté tarde, tomé una ducha y desayuné rápido, esbozando forzadas sonrisas que no evidenciaran mi frustración. Aparte de eso, de disimular, tenía ganas de agarrar el coche y regresar Madrid así que no me demoré en discutir lo sucedido durante la noche. Ella insistía, pero yo no estaba para coloquios. Hice unas cuantas bromas al respecto de lo ridículo de la situación, y me despedí. Para mi sorpresa, se despidió de mí besándome en el ascensor en lo que parecía un arranque de pasión más propio de un preámbulo que de una despedida.

- Llámame cuando llegues, así me quedo tranquila
- Claro – contesté

Todavía está esperando.

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