Era uno de esos grises y abúlicos domingos por la tarde, donde no queda otra que escuchar los partidos, quedar con alguien, o sucumbir al tedio. Para colmo, caía una fuerte tormenta sobre la ciudad, originando destellos eléctricos en el cielo, y un fuerte viento que silbaba por las calles buscando a quien golpear en la cara, lo que convertía en temerario el socorrido acto de dar un paseo. Serían las cinco y diez o cinco y cuarto, cuando mi amigo Pablo Szwarc entró en el Café Lombardo acompañado de otro tipo.
- Perdoname, Guido, pero ya sabés cómo se pone el tráfico cuando llueve – se disculpó por el retraso – Mirá, te presento a Carlo
El acompañante era el actor de cine y televisión, Carlo Romanelli. Un flaco cincuentón que iba vestido de punta en blanco, repeinado como si llevara peluca y con unos pequeños anteojos con montura de oro. Nos estrechamos las manos, y me quedé mirándolo unos instantes. Era igual a como salía en las pantallas, con la única diferencia de que la cara le brillaba menos, seguramente por la ausencia de maquillaje. Hasta el traje azul que llevaba parecía el mismo que lucía en su papel de abogado en la serie “Abogacía letal”, donde interpretaba a un picapleitos que se ponía sus mejores pilchas para salir de noche a ajusticiar a delincuentes absueltos por negligencias judiciales.
Romanelli me dijo que tenía ganas de conocerme desde que se enteró que era amigo de Pablo, y le pidió a éste que nos presentara. Yo no sabía que decir, así que sonreí con fingida modestia y musité un “muy amable” que sonó poco convincente. A pesar de que a mí no me entusiasmaba sus dotes artísticas (esto no se lo dije), le comenté cuánto me había gustado su papel (esto sí era cierto) en una película de 1997 dirigida por Adrián Rovira titulada “Un hombre sutil para dos mujeres”; una especie de tragicomedia que apenas tuvo éxito de público, pero sí de una crítica que destacó, no sólo la calidad del guión sino, también, las interpretaciones de Romanelli y de una de las protagonistas femeninas, la lindísima y hoy casi olvidada Laura Terán.
Nos sentamos a una mesa más grande de la que yo ocupaba. Bebimos y charlamos de nuestras respectivas actividades, minas, fútbol, viajes, perros y vinos hasta que, pasado un buen, Carlo me preguntó, poniéndose serio, si quería saber de un extraño suceso que él había vivido quince años atrás, justo en el mismo local en el que nos encontrábamos. Le contesté que sí, y se quedó callado unos instantes. Supe, por cómo le cambió el semblante y por esa pausa dramática, que fuera lo que fuese lo que le había ocurrido aquél día, le había calado hondo, lo que quedó confirmado por el tono dolido con que me lo narró y que ahora paso a compartir con ustedes.
Fue una tarde, pero no domingo sino un día cualquiera de la semana, acaso un martes o miércoles. Él había quedado para cenar con su novia de entonces y, como llegaba con adelanto, entró a tomarse un café. Al no tener apuro, buscó sitio donde sentarse, y encontró libre una pequeña mesa pegada a la pared desde la que se veía la calle. Mientras le traían el café se puso a fumar, y a dibujar cubos en una servilleta de papel, algo que acostumbraba a hacer desde que era un pibe. Enseguida se cansó de geometrías y empezó a beberse el café a pequeños sorbos, haciendo tiempo y dejándolo reposar para que se enfriara. Justo cuando estaba dándole el último trago, sus ojos se encontraron con los de un hombre que le miraba desde el otro lado de la ventana. Un hombre idéntico a su padre, vestido con el mismo estilo, y que le dedicó una generosa sonrisa, igual a esa tan característica que él tenía y que le marcaba dos profundos hoyuelos en las mejillas. Carlo se quedó tan sobrecogido, que instintivamente cerró los ojos, como un acto reflejo de negación ante lo ilógico de aquella visión. Era imposible que fuera su padre, porque éste había partido cinco días antes hacia Roma y no tenía que volver hasta tres semanas más tarde. El viejo era romano de nacimiento pero no había regresado desde que Mussolini obligó a su familia a abandonar el país.
Aunque Carlo apenas mantuvo los ojos abiertos unos segundos, cuando los abrió aquél hombre ya no estaba, lo que le dejó más confundido. Pensativo, dejó un billete sobre la mesa, y salió a la calle a buscarlo. Miró a derecha y a izquierda, pero no lo volvió a ver. Encendió entonces un cigarrillo, exhaló una larga calada, más con intención de sosegarse que de disfrutar del tabaco, y echó a caminar hasta el restaurante donde estaba citado. Cenó con su novia, y después fueron a dormir a casa de ella. Durante toda la noche apenas se acordó de lo sucedido en el Lombardo. Sin embargo, sentía una inquietud latente que no le dejaba descansar del todo. Tanto es así que, en cuanto llegó a su domicilio, por la mañana, lo primero que hizo fue acercarse al teléfono. Descubrió con aprensión el parpadeo de la lucecita naranja le indicaba que tenía un mensaje nuevo y levantó el auricular con temor. Escuchó entonces la voz apesadumbrada y entrecortada de su hermano Daniel: “Hola, Carlo, soy Dani…papá murió en Roma…de un infarto…mientras paseaba cerca del Pórtico d’Ottavia, ayer, a eso de las ocho…por favor, llamame lo antes posible”.
Horas más tarde, mientras compartía vuelo de Alitalia con su hermano Daniel y su hermana Rita, Carlo no podía quitarse de la cabeza la reciente imagen de su padre sonriéndole a través del cristal. No sabía explicarlo, tampoco le importaba, pero una cosa le sigue pesando de aquel día: no haberle podido dar un último abrazo.
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