miércoles, 7 de octubre de 2009

Kultura

Había llegado a Madrid por la mañana, tras un largo pero cómodo viaje en Business Class y con la perspectiva del fin de semana en un buen hotel a cargo de la productora que quería contratarme. En breve, ésta iniciaría una serie sobre treintañeros y cuarentones alejados de la marginalidad, la estupidez y la ordinariez, adentrándose así en un terreno vírgen en la televisión española, y querían que yo participara activamente en el proyecto. La idea me sedujo desde el primer momento, y no únicamente por la oferta económica o porque pudiera trabajar desde Buenos Aires sino por cuanto suponía una apuesta original e interesante, una ruptura discernible con lo que hasta entonces venían emitiendo las distintas cadenas.

Por la tarde, con el estómago satisfecho (un cochinillo que se santiguó nada más verme) y una siesta reparadora del agrado de mis jugos gástricos, salí a pasear a la calle, sin otros horizontes que el ocio e ir a saludar a mi amigo Marcelo. Visité el Museo del Prado, me tomé unos caracoles con cerveza negra en un bar próximo a la Puerta de Toledo, subí andando hasta atravesar la Pza. Mayor, Gran Vía, continuado por San Bernardo y Eloy Gonzalo para llegar finalmente a Sta. Engracia, que es donde vivía mi paisano. Me abrió él mismo la puerta y me dió un sentido abrazo. Enseguida apareció su mujer y repitió el gesto, añadiendo el clásico saludo español de dos besos. A renglón seguido, descorcharon el vino mendocino que les había llevado y nos sentamos a tomarlo en el comedor, acondicionado para una pequeña celebración que daban esa misma noche con motivo del cumpleaños de ella. Intenté balbucear una excusa para evadirme del festejo, dada mi aversión a dichos eventos, pero no hubo disculpa que les valiera. Obligado por las circunstancias, y sin ánimo de ser descortés con unos amigos a los que apreciaba, me armé de paciencia y acepté estoicamente mi aciago destino inmediato.

Su concepto de que no iban a ser muchos chocaba con lo que mi cultivada misantropía era capaz de soportar sin padecer efectos secundarios y la gente empezó a llegar hasta conformar un grupo bastante homogéneo de alrededor de venticinco personas en el que yo no encaja. Tampoco lo pretendía, así que me arrimé a mi amigo y cuando lo perdía de vista, deambulaba a la deriva por las zonas donde se desarrollaba la fiesta: el salón, la terraza, donde había otra mesa repleta de empanadas argentinas, sandwiches de miga, jamón, tortillas y bebidas varias, y la cocina, oasis donde se retiraban algunos para escapar del ruido o mantener conversaciones más privadas. Precisamente aquí fue donde la encontré o, mejor dicho, ella me encontró a mí, porque yo estaba sentado tranquilamente mirando a contraluz el vino que acababa de servirme cuando se produjo su aparición.
- Me dijo Marcelo que eres escritor – soltó en cuanto entró por la puerta y antes de que pudiera reparar en su presencia, como si estuviera siguiéndome y hubiese esperado una ocasión propicia para abordarme.
Giré la cabeza y la observé unos instantes antes de contestar. Era una rubia de esas que lo son sólo en apariencia, como las novias de los gánsters de las películas, tenía unos rasgos suaves que me hicieron pensar en genes recesivos, vestía con modernidad y un criterio que pretendía ser elegante pero no pasaba de pretencioso. Llevaba maquillaje a discreción y unas gafas de sol colocadas sobre el pelo, acaso temerosa de que las bombillas de 60 watios aumentaran imprevistamente su potencia a lo largo de la noche y terminaran cegándola. Por lo demás, era poquita cosa aunque se desabotonara el escote y los pantalones le marcaran un culo que empezaba a desbordarse. Sin pretender dármelas de visionario, la imaginaba casándose con un infeliz, teniendo dos hijos y viviendo en un departamento chiquito y amueblado con mal gusto en algún lugar de la periferia.
- Ajá – contesté acompañando mis palabras con un movimiento de cabeza
- A mí me encaaanta leer – se embaló como si a mí me importara algo o mi expresión denotara el más mínimo interés – ahora estoy terminando la trilogía de Larsson…es alucinante….¿la has leído?
- No, me temo que no leí ni la sinopsis
- ¿Sinopsis? ¿es otro título suyo? ¿de antes de la trilogía, no?
- Sí, búscalo en Google
- ¿De verdad no has leído la trilogía? – repitió con asombro
- En Argentina tuvo tanto éxito, que está agotada – mentí
- Jo, pues tú te lo pierdes, es un libro guay….casi me gustó tanto como El Código Da Vinci….¿éste sí lo leíste, no?
- Por supuesto, dos veces – volví a mentir
- Es que es una historia taaaan buena y está taaan bien escrita…Oye ¿y tu cómo te llamas?
- Guido, Guido Finzi
- Ah, pues no, no he leído ningún libro tuyo….Oye, ¿y te gusta Paulo Coelho?
Me gustaba tanto la prosa del brasilero como cortarme las uñas de los pies con los dientes pero le seguí la corriente:
- Sí, me apasiona…es más, debería ser de lectura obligada en las escuelas
- A qué sí ¡ - exclamó entusiasmada – es mi escritor favorito….es tan profundo y taaaan sensible….pero también es un escritor que te hace pensar, no te creas…
- A mí, desde luego, no me deja indiferente – contesté pero pensando que sí, que te hacía pensar… en no volver a agarrar nunca más un libro
- Jo, cómo me gusta hablar de literatura con alguien que entiende…aquí no puedes hablar con casi nadie, porque la mayoría de la gente no lee……hay mucho alfabeto suelto ¿sábes?
- Es lo que tienen los alfabetos, que les gusta andar sueltos…
- Sí, hay gente muy atrasada que no entiende nada de cultura….Oye, del que no leí nada es de Borges ¿me lo recomiendas?
Yo creía que para todo tenía que haber cierto límite, incluso para ser boluda. Por desgracia, sus palabras me convencieron de que en esto también me había equivocado.
- Noooo, no perdás el tiempo con él ….de los argentinos, quedáte con Bucay….te va a encantar
- Espera, espera que voy a buscar al bolso una libreta que tengo y lo anoto, que después se me olvida……ahora mismo vuelvo.

Apenas salió ella por la puerta de la cocina, hice yo lo propio, sólo en dirección contraria; directamente hacia la calle y con una botella de vino empezada en una mano y una copa en la otra. Por el camino, saludé con prisas a mis amigos y les prometí llamarlos al día siguiente para quedar a comer o cenar. Cuando por fin alcancé la liberadora acera, me serví una generosa dosis de Ribera del Duero, sabiendo que en cuanto doblara la esquina dejaría de escuchar aquellas voces que en ese momento me llamaban inútilmente desde el balcón: “Guiido, Guiiido, Guiiido…”.