Aún siendo domingo, la cama no me retuvo más allá de las nueve y media, así que me levanté, duché y tras comprobar la climatología por la ventana, decidí desayunar en algún bar de la calle en vez de hacerlo dentro del hotel. Desde niño sentía adoración por esas mañanas grisáceas en que la amenaza de lluvia late sobre la ciudad en forma de nubarrones pendencieros, por lo que no me demoré demasiado antes de salir al encuentro de esa atmósfera tan británica. Lo único que restaba para redondear mi paseo era que lloviera ligeramente, no tanto como para que me calara pero sí lo suficiente para que la gente optara por permanecer en sus casas. Aunque le parezca extraño a quien conozca Madrid, en la zona donde se ubicaba mi hotel, no había bares (ni comercios) por lo cual tuve que desplazarme unas seis o siete cuadras hasta dar con uno que me satisfizo: sin aserrín ni papeles en el suelo, poco concurrido y con prensa en la barra. Pedí una barrita de pan tostado con tomate, aceite de oliva y una pizca de sal, junto con un café solo doble y un jugo de naranja natural, emulando de este modo mis antiguos desayunos cuando vivía en esta ciudad. Por el contrario, en mi natal Buenos Aires, me decantaba invariablemente por el café con leche acompañado de medialunas, unas veces de manteca y otras de grasa.
Devorado el desayuno y repasada la prensa, me perdí por pequeñas calles aledañas, haciendo tiempo antes de dirigirme a las mesas de saldo de la Cuesta de Moyano, movido por esperanza de encontrar libros interesantes cuyos títulos resultaban imposibles al otro lado del charco. En eso estaba, en una ansiosa labor de búsqueda, cuando sonó rabioso mi celular. Quien me llamaba se presentó como amigo de mi primo, socio de una agencia de publicidad y, tras excusarse por telefonearme en domingo, me comunicó que le urgía reunirse conmigo. Le dije que sí, que podíamos vernos cuando quisiera, sin inquirir el motivo, y de inmediato propuso vernos en un restaurante japonés a las dos. Yo adoro la comida nipona y como la propuesta sonó más exótica que tomarme una paella como cualquier boludo turista recién aterrizado en el país, a la hora en punto hice mi entrada en el local. Enseguida se acercó el maître y me condujo a una mesa del fondo, donde me esperaba mi anfitrión, un tipo menudo, de rostro afable y pelo blanco peinado a un lado que hacía juego con una barba blanca sedosa y redondeada. Me tendió la mano y apretó con fuerza, como a mí me gusta, transmitiéndome una primera impresión de tipo campechano, un tanto en divergencia con sus ropas que le daban apariencia de alto empleado de banca vestido de sport.
Luego de preguntarme por mi primo (un director de Planificación Estratégica que había pasado varios años en Madrid) e intercambiar algunas palabras de cortesía, entró en materia sin muchas dilaciones y escasas ambigüedades. El y sus socios querían contratarme, en calidad de free-lance, para colaborar con su agencia. Sabían que mi experiencia en la profesión era nula y que no iba más allá de mis contactos con mi citado pariente y otros amigos del gremio. Sin embargo, habían leído cosas mías y pensaban que la singularidad de mi pensamiento, mi innata rareza (sic) y la excentricidad de la que siempre me jactaba, podían dar un enfoque interesante (o dijo eficiente?) a sus nuevas campañas. Estimaban que era hora de buscar el talento creativo fuera del ámbito de la propia publicidad, donde había ciertos vicios que se repetían, debido quizás a un agotamiento de viejas fórmulas hoy obsoletas o a una coyuntural carencia de ideas que amenazaba con convertirse en patología crónica. Después de esta introducción y la obligada referencia al tema económico, me preguntó si había visto televisión española últimamente y qué opinión tenía de los comerciales y de ese programa que un conocido publicista presentaba en cierta cadena.
- Los comerciales, en general, me parecen idiotas, carentes de concepto y realizados por adolescentes para adolescentes más boludos que ellos y en cuanto al personaje que te refieres….¡pobre, con su nombre tener que llegar a eso…¡ todavía no sé si es un casting o un reality pero, en todo caso, es todo un montaje, un teatro de apariencias presentado por un individuo no carente de ingenio, lleno de éxito y colmado de aplausos pero que termina resultando ridículo para quien sepa ver. Nos fingen un mundo de lujo, de abundancia, y nos quieren impresionar, hacernos caer en su trampa de burdo ilusionismo, mostrándonos sólo la fachada y diciéndonos palabras vácuas de las que la gente no quiere oír más allá de lo que cuentan en su superficie.
Terminamos de comer, encargamos una segunda botella de Albariño y poco después de las tres y media nos despedimos con un contundente apretón de manos.
- ¿Te acerco a alguna parte? – se ofreció antes de subir a su BMW X5
- No, gracias, tengo ganas de caminar
- Llámame mañana o pasado con lo que sea
- Sí, quedáte tranquilo
Ni siquiera llevaba un par de cuadras andadas cuando el cielo empezó a descargar con moderación. Me levanté el cuello de mi chaqueta italiana, metí las manos en los bolsillos y continué mi paseo con calma, disfrutando del tiempo y pensando si volver a Buenos Aires el próximo martes o quedarme una temporada en Madrid. Nunca había tenido un particular feeling con esta última y no me resultaba sencillo conectar con los españoles. Sin embargo, una productora de tv y una agencia de publicidad me ofrecían trabajo, no había dejado a ninguna novia esperando y el cielo madrileño estaba teniendo el detalle de regalarme su agua “No sé, tal vez sea el inicio de una nueva amistad” pensé, mirando el cielo y sintiendo como la lluvia arreciaba y me empapaba la cara.