miércoles, 11 de noviembre de 2009

Inercias

Como otro día más, Alberto Mann arrastraba su debilidad psicológica y física hasta el cercano Café Toscana, apenas reconocible tras una barba desprolija, ojeras violáceas y otros efectos derivados de tantas borracheras nocturnas y lentas metabolizaciones. Ocupaba siempre la misma mesa, pegada a la ventana, y fijaba la vista en algún punto indeterminado de la calle, en un estado próximo a la catatonia apenas interrumpido por la mecánica ingesta de un café con leche acompañado de medialunas.

Quien fuera célebre cabeza de cartel de las letras argentinas post-borgianas era tolerado, en su poco atrayente aspecto de croto, por virtud de un extinto pasado luminoso y la naturaleza nostálgica, e impregnada de literatura, del dueño del local. Don Leonardo, un tano oriundo de Roma, miraba con sostenida atención a la vieja gloria literaria, esperanzado en vislumbrar algún gesto que anticipara una mejoría, cuando no una curación. Sin embargo, nada de eso sucedía, y ya iba para siete años que A.M. no publicaba. Quizás ni siquiera escribiera o tal vez, como pensaba gozosamente el transalpino, llenara pacientemente un baúl con textos y más textos, emulando a aquel portugués tan amante de los heterónimos y el aguardiente. Mientras tanto, los días pasaban y las rutinas se sucedían; uno mirando a través del cristal y otro, financiándole los desayunos.