Dotado de una naturaleza predispuesta a la metafísica y las supersticiones, solía pasear cuando no encontraba la inspiración, creyendo que el pensamiento aireado y el ejercicio de sus piernas le llevarían hacia ella. Sin embargo, últimamente, eso se había convertido en un pretexto para abandonar por un rato su lúgubre apartamento. Tenía la certeza de que, de alguna forma, una energía negativa se había metido en el interior del mismo, y se expandía, lenta pero inexorablemente, hasta colonizar todas las estancias de la vivienda. Ésta debía ser la causa por la que, de un tiempo a esta parte, se resintiera cada vez más su capacidad para escribir algo digno, para pensar y crear , además de encontrarse siempre cansado y de pésimo humor. ¿Sería acaso una demoníaca posesión de efectos desmoralizadores y paralizantes? ¿No habría alguien que, envidioso, le hubiera “enviado” esa negatividad en un deseo por destruirlo?. Sopesando el problema, llegó a la conclusión de que tenía dos claras y recurrentes posibilidades de acción: acudir al psquiatra, o buscar a un cura para que bendijera la casa.
Al final, indeciso, se decantó por una tercera: pintar las paredes de blanco.
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