domingo, 4 de julio de 2010

Italiana

Por aquél entonces, yo todavía vivía en Madrid, mi pareja se había largado (sin dar explicaciones, ni yo pedírselas) y los días se sucedían con una negritud uniforme, acorralándome en el desánimo y gangrenando mi visión de la realidad. Estaba totalmente abatido por el remordimiento, y me esforzaba para poder mantener la dignidad y el deterioro dentro de unos límites tolerantes: me duchaba cada tres días, afeitaba cada siete, evitaba el peine, comía básicamente alimentos enlatados, no leía, fumaba como un carretero, bebía más de lo habitual y sólo me permitía dar largos paseos, no por gusto, sino para poder soportar la angustia. Ante tal panorama, donde un cálido dolor se había aposentado en mi interior con intenciones de huésped sin prisas de desalojo, llegué a temer una escalada que me hiciera traspasar el umbral de la cordura y caer en la insania. Afortunadamente, no llegué a tanto. En parte, gracias al apoyo de mi siempre cercano primo Amadeo y de un par de amigos, cuyas doctas y vivaces conversaciones sirvieron de bálsamo para mi lastimado ánimo. Pero sobre todo, debido a la inesperada aparición de una muchacha italiana llamada Oriana Ronchi.

Una buena noche, regresando de uno de mis largas caminatas, me dio por entrar en una pizzería argentina. Había sucumbido al súbito deseo de mimarme un poco, por lo que tomé asiento a una mesa y pedí empanadas de carne, pizza margherita y una botella pequeña de vino. Mientras esperaba a que me sirvieran, reparé en una linda chica ubicada a unos cinco metros de donde yo estaba. Por alguna razón la identifiqué como italiana, y esto despertó mi interés por ella (quien me conozca sabe lo mucho que me gustan las transalpinas). Lógicamente, ella se dio cuenta enseguida, pero no se sintió turbada, sino más bien lo contrario: me devolvía las miradas, con una sonrisa y una casi inmediata bajada de ojos. Mantuvimos esa dinámica durante un buen rato, hasta que llegó la hora de los postres y me acerqué a un expositor refrigerado a ver qué pedir como dulce remate de la cena. Casi me había decidido por el tiramisú, pero también miraba goloso un suculento bizcocho de chocolate con relleno de dulce de leche, cuando noté una presencia detrás de mí. A través del reflejo del cristal pude comprobar que era ella, y me volví de inmediato, avergonzado como un nene sorprendido en alguna falta.

- Discúlpame, no quería asustarte – se excusó de inmediato, en un castellano correcto pero de inequívoco acento italiano
Sonreí como un idiota y apenas pude balbucear algo:
- Noo, no es nada
- ¿Qué me recomiendas? – me preguntó, sonriente y simpática, señalando los postres con la cabeza
- Bueno, dado que sos italiana, y el tiramisú seguro que lo tomás a menudo, te aconsejo la torta argentina de chocolate con dulce de leche
- ¿Tú eres argentino?
- Sí, soy de Buenos Aires – respondí, fijándome en su lacio pelo castaño, la suavidad de sus rasgos faciales y el verde gatuno de sus ojos
- Yo soy de Venezia
- Ah, mi familia es de cerca; mi madre de Padova y mi padre, de Modena – confesé en un pobre italiano

Se sintió verdaderamente sorprendida por mi origen familiar, acentuando aún más su asombro cuando le dije mi apellido. Hablamos, como no podía ser de otra forma, del “Jardín de los Finzi-Contini”, de otras obras de Giorgio Bassani, así como también de la versión cinematográfica que del célebre libro había realizado Vittorio de Sica, y que le valió el Oscar a la mejor película extranjera en 1971. Luego, considerando que aún teníamos que consumir nuestros respectivos postres y que resultaba incómodo continuar charlando de pie, la invité a sentarnos y compartir otra botella de vino. Aceptó de buen grado, y prolongamos la sobremesa en animada conversación. Me contó que era pintora y que sus cuadros se cotizaban a la alza. Yo apenas si conocía nada de moderna pintura italiana, pero salí dignamente del paso citando a Adriana Pincherle (hermana de Alberto Moravia), cuya obra había yo admirado durante un pasado viaje por Italia. Mientras dialogábamos, me di cuenta de que no sólo ella era de mi gusto (no hay más que verla para darse cuenta que es del gusto de cualquiera) sino que yo tampoco le resultaba indiferente. De ahí, que le propusiera continuar la velada en un coqueto y decimonónico café cercano. Por el camino, me fue revelando que había venido varias veces a España, y que estaba parando en casa de una colega de profesión; un señorial edificio del barrio de Chamberí a cuya puerta la dejé un par de horas más tarde.

A partir de esa noche, no dejamos de vernos durante los siguientes 18 días. La llevé a Toledo, Ávila, Lisboa y Sevilla. Le mostré museos de la capital que ella no conocía, como el Cerralbo o el Sorolla. Visitamos restaurantes, iglesias y también acudimos al cine y el teatro, hasta que finalmente llegó el día de su partida y acompañé hasta el aeropuerto, quedándome como un idiota contemplando cómo el avión agarraba altura y la llevaba lejos.

Durante los dos años posteriores que pasé en Madrid, fui a verla una vez, y ella vino otra, intercambiamos muchas llamadas de teléfono, mails e incluso cartas, tan ridículas éstas como sólo pueden serlo las de amor, o lo que fuera lo que nos unía. Después, yo retorné a Buenos Aires y nuestro contacto se enfrió, a causa de lo de siempre: el tiempo y la distancia. Sin embargo, todavía me acuerdo a menudo de Oriana, y no descarto un viaje a Italia en un futuro próximo, o invitarla a venir a visitarme a casa. ¡Quien sabe! tal vez volvamos a encontrarnos algún día porque, después de tantas vueltas, estar entre sus piernas se me antoja uno de los mejores lugares del mundo. Al menos de los conocidos, y acaso, el que yo me merezco.

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