Por esa época, yo apenas conocía nada de Suecia y los suecos. Lo poco que sabía, es que me gustaba Max Von Sydow, el salmón ahumado, los Volvo, y un par de escritores de apellido impronunciable. Aparte de eso, no soportaba a Bergman, no solía comprar en IKEA, y ni por asomo sospechaba el futuro boom que la literatura de tal procedencia tendría con los años. De ahí que, cuando conocí a Mónica en aquella fiesta y me dijo que era traductora de sueco y su madre oriunda de Goteborg, no supe más que exclamar: ¡ Ah, mirá vos ¡; una expresión tan inocua como recurrente para eludir el silencio y no evidenciar mi ignorancia. Sin embargo, parece que no me quedó del todo mal porque, a partir de ahí, una instintiva corriente de simpatía se estableció entre ambos.
- ¿Y cómo surgió el romance hispano-vikingo? ¿tu madre vino a Benidorm de veraneo y se lió con tu padre, que era un tipo achaparrado, de bañador ceñido y brotado de hirsutismo, tipo Alfredo Landa, que le descubrió la fogosa pasión amatoria de los machos ibéricos? ¿Qué pasó? ¿Qué ella se estaba poniendo colorada como un cangrejo bajo el inclemente sol playero y él apareció con un bote de bronceador, ofreciéndose voluntario para extendérselo?
Mónica no sólo no vió impertinencia en mis observaciones, sino que tuvo que esforzarse para contener una sonora carcajada.
- Nada que ver. Mi padre era ingeniero y se había ido Suecia para trabajar en Ericsson. Ella, por su parte, estudiaba en la facultad y pasaba las tardes organizando los archivos de la biblioteca municipal. Entonces, con la excusa de buscar un diccionario de sueco-español, él empezó a ir por allí todos los días hasta que, finalmente, ella lo invitó a tomar una cerveza en un bar próximo…
- ¿Y…? – la apremié
- Y lo normal; se casaron, se vinieron a vivir a Madrid y tuvieron tres hijos; dos varones y yo, que me llamo Mónica, Mónica Figueras Magnusson, para ser más precisos
- Encantado, yo soy Guido, Guido Finzi
Intercambiamos besos en las mejillas y permanecimos mirándonos unos instantes, calibrándonos, y constatando que la primera impresión siempre cuenta. Si de lejos ella lucía espléndida, con su abundancia de formas adivinada bajo aquel vestido blanco, sin mangas y escotado, de cerca me llamó la atención la sedosidad de sus lacios cabellos rubios, su cutis lácteo y, sobre todo, el singular hecho de que no oliera a perfume, sino a jabón.
- ¿De dónde proviene el apellido Finzi? - inquirió Mónica
- Hay varias teorías, pero yo prefiero la que apunta a que es originario de Faenza, una localidad del Norte de Italia cerca de Rávena. Mi familia seguramente pasó de allí a Ferrara y posteriormente se dispersó por toda la península antes de salir al extranjero porque, como ya habrás adivinado, soy argentino.
- ¿Ah, sí? ¿no me digas? Yo pensaba que eras de Lugo – dijo con sorna
El resto de la noche la pasamos conversando, olvidándonos de nuestras respectivas amistades y de cualquier que no fuéramos nosotros dos, hasta que llegó la hora de despedirnos. Al hacerlo, nos dimos los teléfonos, y yo me comprometí a llamarla a lo largo de la próxima semana. Lo hice, e iniciamos una relación que se prolongó por cinco meses, al término de los cuales ella se fue a cursar estudios a Suecia por un año. Durante un breve tiempo, nos carteamos y mandamos mails, hasta que dejamos de hacerlo y perdimos el contacto, dándose también la casualidad de que, al venir ella en Navidades de aquel año a Madrid para visitar a sus padres, yo acababa de irme a Buenos Aires. No volvimos a vernos, pero aún hay ocasiones en que me acuerdo de ella, como cuando voy a comer una frikadela al bar Estocolmo o mete un gol Ibrahimovic. Pero sobre todo, cada vez que adquiero algún libro de autor sueco y, al abrirlo, bajo el título, leo: “Traducción de Mónica F. Magnusson”.
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