viernes, 4 de junio de 2010

Fantasma (un texto del pasado)

Estábamos en la cama, descansando y recuperando fuerzas después de nuestro último asalto sexual cuando, a eso de las 4 y media, el molesto timbre del celular de Olga nos despertó de golpe. La perspectiva de una trágica noticia nos enmudeció al instante, y dejamos que sonara sin atenderlo, creyendo que así conjuraríamos la supuesta desgracia. Finalmente, al noveno o décimo toque, ella se decidió a atender, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la cómoda, en cuya superficie descansaba el aparato. Apenas comprobada la identidad de la llamada, su rostro se mudó de color, como si la sangre lo hubiera abandonado súbitamente. Rápidamente, me volvió la cara y se encaminó al pasillo, asegurándose que la puerta de la habitación quedara bien cerrada. Me alarmé ante su reacción, y comencé a sospechar algo, sin saber muy bien el qué. Así que, con sigilo, me levanté de la cama y acerqué a la puerta. La abrí apenas un par de centímetros y pegué la oreja al resquicio de la misma, intentando enterarme de qué trataba la misteriosa conversación. Lo que a alcancé a escuchar, fue más o menos lo siguiente:

- Te dije mil veces que me dejaras en paz
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- Creía que eso ya lo habíamos hablado
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- No, no, me parece que ya es tarde ¿no creés?
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- Eso no es asunto tuyo ¿o vas a decirme que ahora te importa?
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- Me da igual lo que vos pensés
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- No, no y no, dejá las cosas como están
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- No….no, ya te llamo yo ¿me entendiste bien? , ¡Te llamo yo¡.
¡Cabrón! escupió con rabia antes de cortar la llamada.

Viendo que ya se daba media vuelta para volver al cuarto, corrí de puntillas hacia la cama y me hice el dormido. Ella, absorta en sus pensamientos e intentando contener el llanto, se metió entre las sábanas y se acomodó a un lado, dándome la espalda y guardando silencio. Me sentí tan humillado y furioso ante su cobardía de no compartir conmigo la existencia de otro hombre, aún cuando éste no fuera más que un fantasma del pasado con ánimos de resurrección, que temí pasar el resto de la noche en vela, dándole vueltas al asunto y elaborando todo tipo de extrañas conjeturas.

Afortunadamente no fue así, y en cuanto comprendí que no podía confiar en ella, y que por ende debía redefinir nuestra relación, noté cómo mis párpados comenzaban a pesarme, anunciando el inevitable sueño. Antes de sucumbir al sopor, y a modo de despedida de la consciencia, una última cosa quedó clara en mi mente: si no iba a ser la madre de mis hijos, que fuera la madre de mi placer. Por eso, cuando desperté por la mañana, lo primero que hice, fue echarle un buen polvo.

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