jueves, 17 de junio de 2010

Tanguero

- Sí – dijo el viejo – yo tuve la suerte de conocer a Jorge Rosenthal, o Jorge Ros, como era conocido por el gran público, y también fui uno de los últimos privilegiados en oírle cantar.

Debió de ser más o menos principiando los setenta, no me acuerdo con exactitud del año. A mí edad los números bailan ¿sabe?, así pongámosle que fue en el 71 o el 72. Como mucho, en el 73. Fíjese si hace tiempo, que yo por entonces hasta era joven, o casi. Bueno, dejémonos de nostalgias, el caso es que en aquellas fechas, era asiduo del Café Siena ¿lo ubica?. Noo, ¡ qué va a ubicar si desapareció hace años ¡. Estaba en la esquina de Díaz Vélez y Acoyte, a poco más de cuatro cuadras de acá, y sin dejar este lado de la calle. Bah, tampoco se crea que se pierde gran cosa…era un boliche de tantos; con unas mesas de fierro, una larga barra de zinc y unos mozos gallegos que se movían rápido y no ahorraban en buenos modales. Tenían muy buena onda, todo lo contrario del dueño, un petisito calabrés mal encarado, que no te regalaba un buenas noches ni que corrieras detrás de él con un cuchillo para caparlo.

Bueno, cómo le venía diciendo…yo iba para allá casi todas las noches, en cuanto terminaba de cenar y lavaba los platos, me sentaba a una mesa, pedía un cafecito, una copa de grappa y sacaba mi libreta y una lapicera a ver si así se me acercaba alguna musa para susurrarme alguna historia. No venían ni en pedo, claro, pero yo todavía era un iluso. Había publicado un par de cuentitos en una revista literaria, y pensaba que iba a convertirme en uno de los nombres consagrados del género. Me mató la vanidad, ¿vió? Como a tantos…menos mal que tenía un laburo seguro en un banco, porque jamás publiqué libro alguno, y aparte de esa mínima aportación al arte de la escritura, me tuve que contentar con leer lo que escribían otros. Pero a lo que iba, que me estoy yendo por las ramas, como los monos ¿vió?. Una noche, recuerdo que era invierno, el local estaría ocupado por unas siete u ocho personas, sin contar a los mozos. Yo estaba aburrido como una ostra, poniendo más atención a la música de Leonardo Favio que sonaba de fondo, que al libro que tenía entre manos. Nada menos que “Los ídolos”, de Manuel Mujica Láinez. Desde ya que, si no lo leyó, se lo recomiendo; no se va a arrepentir, hágame caso. Retomando… yo estaba a punto de quedarme dormido en la mesa cuando veo que un tipo grandote entra por la puerta.

Tenía que haberlo visto ¡qué pituco el flaco¡ alto, desgarbado, de impecable traje negro con rayitas grises, corbata roja y un pelo a la gomina tan retintado como el fino bigote. Todos los clientes nos quedamos mirándolo como hipnotizados. Yo, porque veía en él a un personaje en potencia. Ellos, porque lo reconocieron de inmediato. A mí, de joven, el tango ni me iba ni venía. Lo consideraba de viejos, así que apenas me sonaba su nombre cuando me lo dijo uno de los gallegos. Pero tenías que ver cómo caminaba el tanguero..¡ parecía un mariscal pasando revista a las tropas después de ganar una batalla ¡. ¡ Qué lo parió, lo elegante era ¡. También es cierto que luego sospeché que, parte de su andar de aquel día, era para controlar la curda que traía jajaja. Venía medio mamado, y se terminó de mamar del todo en el Siena. Me acuerdo que pidió una botella de vino blanco y la fue bajando de a poco, sin apuro y sin pausa, pegándole parejito. Según supe más tarde, aquella noche lo había dejado la que fuera gran amor de su vida, una actriz de medio pelo y muchas pretensiones de la que hoy nadie se acordaría ni fuera por él. Rosita Marshall se llamaba la turra. En fin…el caso es que se le acercan los dos gallegos a pedirle un autógrafo y va el tipo y les dice, en voz alta, para que todos pudiéramos oírle: “¿y qué les parece si echan el cierre y les canto unos tangos? Si a estos señores no les molesta, claro”. Ahí me di cuenta de que estaba frente a uno de los grandes. Empezó a cantar, y le juro que se me erizó el vello de todo el cuerpo. A mí y a todos, claro… ¡Cómo cantaba el loco¡. Primero se largó con “Dejala pasar, varón” y luego siguió con “Palomita ¿adónde vas?”, “Nostalgia de Buenos Aires”, “Viejo bandoneón”, “Alma sin manija”, y terminó con “No seas otario”.

Fue una locura, la gente, bueno los cuatro gatos que éramos, puesta de pie, aplaudiendo como si estuviéramos en el teatro Colón y abrazándolo tal que a un amigo que no veíamos en mucho tiempo…El tipo lloraba, devolvía los abrazos y estaba tan agradecido como nosotros, pero yo creo que, en gran parte, era porque tenía el sistema emocional tocado, por la ruptura ¿vió?. No le miento si le digo que es una de las anécdotas más recordadas de mi vida, sino la que más. La mayoría de la gente no tiene una vivencia así en toda su existencia, y a lo sumo, cuenta la de los demás como propias. Para impresionar y hacerse los cancheros ¿vió?. Se ve que con las minas da resultado…¡Ay, Jorge Ros ¡ consiguió que me enamorara del tango, de golpe y sin anestesia…Quién iba a decirle que aquella noche sería la última de su vida, y que la iba a compartir con unos desconocidos…¡ Pobre ¡ Salió de acá tan contento y animado... No sabe cuánto me afectó enterarme al otro día, que un borracho lo atropelló, mortalmente, en Ángel Gallardo con Leopoldo Marechal. Se cree que estaba cruzando, cuando el conductor se lo llevó por delante. Murió en el acto.

¿Y... ¿le gustó el relato? Sí..¿no? bueno, entonces pidame un whisky, que yo voy al baño a darle tregua a mi próstata y le cuento otro ¿oyó hablar del Zurdo Villalta? ¿No? ¿pero de dónde salen los jóvenes de hoy, que no recuerdan ni lo que no vivieron? Ande, vaya pidiendo que enseguida vuelvo. Ya va a ver ¡qué historia...¡

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