Temprano en la tarde, llamaron al timbre y me desperté. Dado que aquél domingo yo no esperaba a nadie, no tenía apuro en abrir, así que esperé a que tocaran por segunda vez, no fuera que algún desubicado se hubiera confundido de departamento o un par de testigos de Jehová vinieran a ofrecerme la salvación. Sólo cuando volvieron a timbrar, me levanté y fui a abrir. Resultó ser mi amiga Almudena, una mina a la que conocí apenas llegado a Madrid a través de un amigo en común, Javier, y que tal vez fuera la única amiga que tenía en la ciudad. Le abrí, y aproveché su subida en el ascensor, para adecentarme un poco. Corrí al baño y me eché desodorante, colonia, acomodé el pelo con los dedos mojados, me cambié de camiseta, puse unos mocasines y volví para aguardar su llegada.
- Espero no molestarte, pasaba por aquí y decidí traerte unos de esos bollitos que tomáis los argentinos con el mate – se justificó al verme
- Facturas – especifiqué yo – se llaman facturas
- Eso, facturas. Es que siempre se me olvida
Le franqueé la puerta y mientras la invitaba a tomar asiento en uno de los sofás del comedor, fui a la cocina para calentar agua y poner la comida sobre un plato.
- ¿Te ayudo en algo? – me gritó, sin levantarse
- No, no, vos poné algo de música o la tele, si preferís – contesté, también a los gritos
Entre los dos siempre había existido una atracción sexual nunca resuelta, y yo no quería arriesgar una amistad de años por mantener un tiroteo y despejar esa duda que no era tal. Desde que nos conocíamos, habían sido varias las ocasiones en que estuvimos a punto de cruzar esa frontera que separa a los amigos de los amantes, pero, a la hora de la verdad, me echaba para atrás. Y no era porque no me gustara su menuda figura de curvas insinuantes, su rostro agradable de labios carnosos o sus ojos negros a juego con el pelo, sino porque ella no era mujer para un polvo y listo. Almudena pretendía una relación, y eso era algo que no podía ofrecerle. Nos separaban divergencias muy notorias, que iban desde los gustos literarios (era lectora constante pero nada crítica) hasta ciertas expresiones que ella utilizaba cada tanto, y que sobrepasaban el umbral de mi tolerancia fonética. Además, tampoco me seducían sus conversaciones porque, si bien eran correctas, nunca aportaban nada que nutriera mi imaginación o interés. Sabía, a ciencia cierta, que jamás mantendríamos una charla postcoital en la que ella me contara anécdotas de célebres escritores, historias fantásticas o datos biográficos de singulares personalidades como el capitán Richard Burton, Gardel, Moshé Dayan, o Erik Jan Hanussen. Ni siquiera sobre cine francés, enología o arte medieval. Por eso, para mí, Almudena era una buena mina, con la que tomarte copas en una reunión de amigos, un vermú el sábado por la mañana o acompañarla al Ikea a comprar unas estanterías. Pero nada más. Sin embargo, los instintos no entienden mucho de teorías, y yo no sólo era agudamente consciente lo que se ocultaba detrás de aquella visita suya sino, también, del tinte canallesco que barnizaba mi naturaleza de fogoso macho ariano. Así que debía andarme con cuidado y controlar mis arrebatos. Por mucho que me costara, y por muy evidente que fuese la posibilidad de un acoplamiento carnal inminente.
Con esas perturbadoras ideas en la cabeza, la pava de mate en una mano y el plato de facturas en la otra, regresé al salón. Deposité las cosas sobre la mesita de cristal y tomé asiento, no junto a ella, sino en el otro sofá (la disposición de los mismos conformaba una L). De inmediato comencé a notar que sus ojos se demoraban en los míos, y no vi mejor salida que encender el televisor. La programación me interesaba menos que nada, pero quería evitar la aparición de silencios incómodos y dar pie a una situación comprometida. Llegué a sentir vergüenza de mí mismo ante los irónicos comentarios que soltaba cobardemente ante cualquier imagen de la pantalla cada vez que precisaba
desviar mi mirada de la suya, o abstraerme de la disimulada contemplación de su canalillo asomando bajo la camiseta de tirantes cuando se reclinaba a servirse mate, o agarrar una factura. Pero una de dos: o aparentaba desinterés, o la tumbaba sobre el sofá y le sacaba la ropa. Obviamente, me apetecía lo segundo, pero sabía que de esto último terminaría arrepintiéndome más que de lo primero. Ella, por su parte, comprendía tan bien como yo lo que allí estaba ocurriendo, pero tenía el suficiente orgullo para no tomar la iniciativa y cierto miedo a ser rechazada.
Afortunadamente, el tiempo transcurrió de forma más o menos inócua, y Almudena por fin se despidió hora y pico más tarde. Eso sí, dejándome tan caliente, que volé hacia el teléfono en cuanto ella desapareció por la puerta.
- ¿Hola? – respondieron al otro lado de la línea
- Hola, soy Guido, ¿en qué andás, Natalia?
- Pues nada, estoy haciendo un poco de limpieza
- Me está dando alergia sólo de pensarlo ¿qué te parece si te paso a buscar y nos vamos a cenar? – pregunté, sabiendo que, como siempre, una cosa llevaría a la otra y terminaríamos acostándonos.
- Vale, te espero
Así fue, tal como presagiaba y, una vez más, preferí un polvo ocasional a iniciar una relación con una mujer “como la gente”, que diría mi madre. Y no es que yo sea un frívolo o nada parecido, sino lo contrario, pero busco a mujeres excepcionales y no a las que se me presentan con la única cualidad de ser buenas chicas o estar dispuestas. No sé, probablemente el error esté en mí y no en ellas, o acaso todo se deba a que soy un inmaduro que no se banca el amor. Aunque, para ser sincero, yo creo que todo es más sencillo y la culpa la tiene la vanidad; un vicio terrible que da malos consejos.