"Viajo en Metro, parapetado tras un libro de Vergílio Ferreira y observando furtivamente al resto de pasajeros del vagón, que parecen dividirse en dos grupos; los que están absortos en la nadería de sus pensamientos, y los que se hunden en la lectura de periódicos gratuitos, atrasados suplementos dominicales y libros de pseudoliteratura. Por mi derecha, proveniente de una vieja con michelines apretados en un horroroso vestido de raso azul, me llega un mareante cóctel de olores, mezcla de sudor, laca, perfume barato y orina estancada. Frente a mí, una gorda con medias hasta las rodillas, se hurga entre los dientes y rasca el sarro de los contornos con las esquinas de un bono de diez viajes. Un espectáculo tan grotesco que no puedo apartar la vista, seducido por la visión de semejante horror. Intento, en vano, concentrarme en la prosa del escritor portugués para escapar de las sensaciones que capto a través de mi vista y mi olfato. No hay nada que hacer, no consigo mirar para otra parte más que para adelante, y no logro dejar de respirar más allá de un minuto. Opto entonces por relajarme, y cierro los ojos, con el único propósito de poner mi mente en blanco y ansiar una pronta arribada a mi estación de destino. Por fortuna todo llega, incluso ésta, y por fin piso el andén, con el alivio de quien es liberado.
Cuando el tren está a punto de retomar la marcha, no puedo resistirme, y me vuelvo a mirarlas por última vez. Compruebo como los dos repulsivos seres continúan trayecto, indiferentes al rechazo y malestar que provocan. Que no se preocupen; para ellas, también está hecho el cielo."
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