miércoles, 26 de mayo de 2010

Ficciones

El Café Baccara, que en otro tiempo tuvo un aura de finura, con sus cristales emplomados, mesas de hierro fundido y mucho mármol, se había convertido en un rincón propicio para nostálgicos e insomnes. O sea, para tipos como yo. Por eso era fácil verme por allí, intentando encontrar inspiración para mis cuentos y empaparme de un semblante literario del que adolecía y que adivinaba impregnado en cada uno de sus rincones. No en vano, por sus mesas habían pasado los más célebres autores argentinos y extranjeros, amén de grandes nombres de la pintura, el teatro, el cine y la política. Así que, en mi superstición, yo creía que algo de ellos aún permanecía, de un modo impalpable, en el interior de aquél amplio salón. Y que algo se me contagiaría.

Normalmente, me acercaba al Baccara después de cenar, y tenía por costumbre elegir alguna mesa del fondo, lo más alejado posible de la puerta. Desde ahí podía observar cómodamente el trasiego de clientes, entregándome a la lúdica especulación sobre sus soledades y secretos, fantasías y oscuros interiores. También me detenía en la curiosa observación de sus singularidades físicas y emborronaba sin piedad hojas de mi libreta con bocetos para personajes de mis futuras ficciones. En las numerosas oportunidades que acudí al Baccara, nunca entablé conversación con nadie, salvo una vez, y ni siquiera de esto estoy seguro.
Recuerdo que fue una insalubre noche de marzo. Los mosquitos y los rigores de la humedad rioplatense se habían empeñado en quitarme el sueño, haciéndome sentir la imperiosa necesidad de bajar al Baccara para leer un rato, tomar algo y relajarme. El local estaba prácticamente vacío a esas horas, con la única excepción de un anciano ocupando una mesa pegada al ventanal. No bien entré, éste me saludó, como si me conociera de algo, e hizo señas para que me acercara hasta donde estaba. Yo le observé con atención unos instantes, confirmando mi impresión inicial de no conocerlo de nada. Sin embargo, no dudé en aproximarme, alentado por la sospecha de que pudiera ser algún amigo de mi viejo o mis abuelos.

- Disculpe ¿nos conocermos? – pregunté
- No se preocupe de eso, joven, y tome asiento…hágame el favor

El tipo debía tener al menos ochenta años y aún sentado, se le adivinaba alto. Tenía los hombros anchos, la piel sonrosada y sus cabellos blancos peinados hacia atrás eran esponjosos y suaves como si fueran de lana. Su traje de buen corte, las modulaciones de su voz y los ademanes que esgrimía evidenciaban a una persona de esmerada educación y sólida posición económica.

- ¿Me permitiría invitarle a un oporto?
- ¿Por qué no? – dije, dejándome llevar por la agradable sensación de conocer a alguien que adivinaba interesante y que tenía en estima al vino portugués

Hizo señas al mozo y éste se personó enseguida, con dos copas llenas a rebosar.

- Me llamo Iosef Dogany – se presentó tras dar un primer sorbo - y durante muchos años fui cliente más que habitual de este lugar…por entonces coincidíamos un nutrido grupo de húngaros, polacos, y rumanos exiliados de la segunda guerra mundial, a los que nos gustaba reunirnos para hablar en nuestras lenguas nacionales o en yiddish y jugar al ajedrez…Por eso, cuando lo vi entrar con ése libro de Elie Wiesel bajo el brazo, no pude evitar invitarlo a sentarse a mi mesa...discúlpeme el atrevimiento pero yo lo conocí personalmente y me hizo evocar aquellas entrañables veladas…
- ¿Conoció a Elie Wiesel? – inquirí entusiasmado, ya que se trataba de mi autor preferido
- Sí, y no sólo eso sino que, y esto va a gustarle; el señor Wiesel vino en repetidas ocasiones a este lugar. Con toda probabilidad incluso llegó a sentarse en esa silla que usted ocupa ahora mismo. Como bien sabe, la 1ª edición de “La Noche”, fue editada acá, en Buenos Aires, por la Unión Central Israelita Polaca, bajo la guía de Mark Turkow, un buen amigo con el que coincidía en estas mesas al menos un par de veces por semana y que nos presentó al genial escritor transilvano al resto de habituales.

Yo no salía de mi asombro ante sus revelaciones y durante algo más de hora y media escuché con febril admiración la historia de su vida y la de otros muchos individuos que, como él, arribaron a la Argentina huyendo de la barbarie nazi que asolaba Europa. Supe que el señor Dogany había sido un violinista de fama internacional, un niño prodigio que, desde su Budapest natal recorrió los más reputados teatros del mundo acompañado siempre por su familia, salvándose así del exterminio. Desde entonces, fijó su residencia en Buenos Aires y aunque viajaba frecuentemente, siempre retornaba a su hogar porteño, agradecido al país que les había salvado la vida.
Sentí una honda pena cuando nos despedimos y apenas dos noches más tarde, aún preso de cierto estado de efervescencia existencial, retorné ansioso al Baccara para proseguir la conversación (en realidad yo me limitaba a escuchar sus narraciones) con el anciano. Pregunté por el señor Dogany al mismo mozo que nos había atendido y para mi perplejidad me confesó que ése cliente llevaba fallecido aproximadamente una década.

- No puede ser. Antes de ayer estuve tomando oporto con él en aquella mesa del fondo ¿no se acuerda?
- Sí, señor, me acuerdo de usted pero estuvo bebiendo solo, y no oporto, que es una bebida que hace años que no servimos, sino grappa
Lo miré fijamente a los ojos en busca de algún atisbo de burla pero su mirada reflejaba la natural serenidad de siempre.
- Está bien, está bien - di por concluido el asunto, sabiendo que no llegaría a ninguna parte discutiendo con él.

Regresé a la noche siguiente, y a la otra y otras muchas pero jamás volví a encontrarme con el señor Dogany. Desde entonces, elaboré todo tipo de teorías para explicar el extraño suceso. Algunas tan demenciales, que me avergüenzo sólo de intentar recordarlas. Como suele suceder, con el tiempo fui olvidándome del asunto, hasta que éste pasado domingo, recorriendo la feria de libros del Parque Centenario hallé, entre un revoltijo de viejos volúmenes, ajados y descoloridos, una primera edición de “La Noche”. Me temblaron las manos en cuanto lo agarré y lo adquirí por una miseria. Apenas abierto, casi se me para el corazón de un infarto; en una dedicatoria con tinta azul y, en húngaro, puede distinguir los siguientes nombres: Dogany, E.Wiesel, Buenos Aires, y un año; 1956. Inmediatamente, corrí hasta la cochera donde guardaba mi auto y me dirigí presuroso a casa de Imre Tabori, quien fuera íntimo amigo de mi difunto abuelo paterno y médico de cabecera de toda la familia. No debió transcurrir más de un cuarto de hora cuando, sentado en un cómodo sofá de su elegante departamento de la calle Charcas, escuché la potente voz del Sr. Tabori traduciéndome aquellas ansiadas palabras que no comprendía:


Para mi querido amigo Dogany
Con sincero afecto
E. Wiesel

Buenos Aires, agosto de 1956