El lugar era deprimente. Apenas un bodegón por el que los años no habían pasado, sino que se le quedaron todos encima. El techo, otrora blanco, mostraba círculos marrones de humedad, las mesas rengueaban, las sillas estaban desparejadas y los azulejos definitivamente amarillentos. Por lo demás, contaba con una barra de estaño salpicada de abolladuras, un suelo de baldosas gastadas, y paredes recargadas de afiches variados, pósters de celebridades y banderines de equipos de fútbol. Un entorno decadente con cierto aire kitsch, que atraía a un elenco humano escaso y muy surtido; desde viejos que hablaban solos hasta algún pituco que buscaba el encanto de lo “auténtico”, pasando por los que nos importaba un carajo las apariencias y acudíamos porque sabíamos que allí preparaban las mejores empanadas de la ciudad. El dueño era un petiso gallego, entrado en años y canas, al que todos llamaban Manolo. Me caía bien el tipo. Servicial y rápido, poco hablador y serio, no gastaba mucho en sonrisas. La mayoría de las veces, saludaba con un movimiento de cabeza o el alzamiento de una mano. Yo no precisaba de más. Al contrario, lo agradecía. Nunca me gustaron esos mozos que te atienden con una familiaridad tal que pareciera te conociesen de toda la vida y hubieran sido amigos de tu viejo. Aparte de las referidas empanadas (las de choclo son espectaculares), le agarré el gusto a un vino tinto, común, fuertón, salteño y servido en unas pequeñas jarras de barro. Así que, un día sí y otro también, me dejaba caer por allí. Después de escribir desde la mañana temprano, necesitaba cenar algo y despejarme. Desconectar de mis personajes. Al menos durante un rato porque, más tarde, volvía a la carga, entregándome con fructífero ahínco al desarrollo de la novela que me traía entre manos.
Una noche como tantas, tomé asiento a una mesa con un platito de empanadas y mi vino. El local estaba semivacío, para no variar, y afuera llovía a mares. Yo pensaba en nada y mis ojos se fijaban distraídamente en las luces de los autos brillando en la oscuridad. Me sentía relajado, concentrando en disfrutar de una modesta cena y nada más. Y en eso andaba, cuando una mina, salida de no sé dónde se plantó a mi lado e interrumpió la tarea:
- ¿Cómo andás flaco? – me preguntó a bocajarro
La reconocí de inmediato, aunque la miré con atención unos instantes antes de contestar. Paola Lavalle era una de las mujeres más hermosas que había visto en mi vida y coincidimos en la facultad durante varios cursos. Nunca mantuvimos mucho trato. Apenas el obligado saludo y alguna conversación, casi compartida con amigos comunes. Aún así, como todos, yo no dejaba de admirar con deseo su generosa fisonomía. Su cuerpo era espléndido y su rostro evidenciaba una belleza difícil de igualar
- Seguís linda – respondí con admiración, comprobando como los años, no sólo le habían restado atractivo, sino que habían asentado sus rasgos conformando una espléndida madurez
Sonrió complacida a mi cumplido y tomó asiento. Vestía con elegancia y sacó un paquete de Benson & Hedges de su bolso de marca. Encendió un cigarrillo, me ofreció otro, y recorrió con la mirada el local.
- ¿Qué hacés en un sitio como éste? ¡apesta a frito y humedad!
- Vivo a la vuelta y cuando me canso de escribir, vengo a comerme unas empanadas y descansar un poco. ¿Y vos?
- Yo entré porque te vi al pasar sino, ni drogada me meto acá
Hice señas a Manolo y ordené vino blanco para ella y más tinto para mí. Antes de que nos lo trajera, Paola ya me estaba contando su vida. Los hombres siempre habían sido su especialidad y los utilizaba a su antojo, con un sentido práctico que me distanciaba sin remedio de ella. Su hermosura iba a la par que su ostensible falsedad, y la conjunción la convertía en una mujer muy peligrosa y por eso, por miedo, yo nunca me le había acercado. En los tiempos de estudiantes, supe de algunos de sus novios oficiales, como el hijo del gobernador de la provincia, o el nieto del rector, y de un sinfín de amantes circunstanciales. Ahora, me contó, estaba casada con el director, para toda Latinoamérica, de unos importantes laboratorios suizos pero el suyo era un matrimonio moderno, libre, y su marido no era celoso. Lo dijo como quien confiesa una travesura, sonriendo provocativa y reteniendo mis ojos con los suyos. Yo no sabía qué decir así que me limité a esbozar una tenue sonrisa.
- ¿Sabés que vos siempre me gustaste? – me reveló, acercando su cara a la mía, modulando la voz a modo de susurro y echándome encima su aliento a menta – tan tímido, correcto…tenés un lado delicado, casi femenino ¿no te dijeron nunca? Claro que mí, en aquél tiempo, me iban más otro tipo de hombres…más brutales
- ¡Mirá vos de qué cosas se va a enterar uno! – exclamé con fingido énfasis
Paola volvió a sonreírme, insinuante, y comenzó a acariciar mi pierna mientras me acercaba su boca al oído:
- ¿No te gustaría llevarme a un lugar más tranquilo? Vos y yo solos…por los viejos tiempos, para no quedarnos con las ganas - propuso
Me volví hacia ella y le sonreí, del mismo modo, antes de ponerme de pie y, agachando la cabeza, replicarle:
- ¿Sabés lo que pasa, flaca?, que las putas nunca me gustaron. Ni las que cobran al contado, ni las que son como vos. Pero no te preocupés, que tipos para cogerte, hay de sobra. Ah, y pagá esto, que seguro que tenés más guita que yo
Ella reaccionó tarde, con un marcado parpadeo que reflejaba su sorpresa y un “hijo de puta” cuando yo ya salía por la puerta. No me volví, me subí el cuello del saco y bajé hacia Corrientes sabiendo que, era el primer hombre que le había dicho que no a Paola Lavalle.
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