miércoles, 3 de febrero de 2010

Un encuentro cualquiera

La primera vez que lo ví no lo reconocí, aunque tuve la sensación de que no me resultaba del todo desconocido. Sentado en un banco del Parque Centenario, se servía vino en una copa de fino cristal veneciano de color verde, con la mirada extraviada y dando la impresión de estar un poco aburrido. Su semblante era la de un dandy, de un burgués bohemio que llevaba una existencia desocupada y solitaria, al margen de los apuros que impone la vida moderna y ajeno a las miradas curiosas o reprobatorias. Vestía traje negro y una camisa blanca sin corbata, calzaba unos zapatos de inconfundible diseño italiano y no aparentaba más de sesenta y pocos (más tarde me enteraría que pasaba con holgura los setenta), favorecido por un bronceado playero que contrastaba con sus cabellos canosos muy cortos y una barba desarreglada del mismo color. Con miedo a pasar por maleducado, desvié mi mirada de él y continué mi paseo, impresionado por una imagen que se me antojaba muy literaria o cinematográfica y reafirmado en la sospecha de conocerlo de algo. “En cuanto llegue a casa, me pongo a investigar”, me dije a mí mismo.
Al día siguiente, olvidado el propósito de búsqueda, volví a encontrarlo, en el mismo banco y en idéntica actitud, con la variante de que entonces lucía pantalón de lino beis con remera negra y la botella de vino era de otra marca. Nada más regresar a mi departamento me puse a buscar ansioso en las solapas de los libros, presintiendo que podría ser algún escritor. Mi pálpito resultó acertado y después de un breve registro reconocí, con moderado asombro, sus actuales facciones la vieja foto de un hombre joven de rostro aniñado y sonrisa tímida en una primera edición de “Amor voluble”. Junto a este ejemplar, se encontraban apilados otros títulos del mismo autor, como: “Historias de rufianes rioplatenses”, “Sudestada”, “Amores súbitos”, “Eras vos”, “Tiempo de prejuicios” y “El testigo escondido”. Los extendí sobre la mesa del living y observé con atención las distintas fotos del autor, que correspondían a los años 1954, 1959, 1962, 1967, 1974, 1980 y 1992. En ésta última no quedaba mucho de aquel muchacho aunque seguía persistiendo un aire reconocible en la mirada y los rasgos angulosos que comenzaban a adivinarse.
Al tercer día, acudí nuevamente al parque con el libro “Amor voluble” bajo el brazo. Decidido en mis dudas, tomé asiento en una esquina del banco donde él se encontraba, con su habitual botella y copa. Simulando leer, me esmeraba en inclinar el libro de tal modo que pudiera ver con claridad la portada y esperar así su posible reacción. Al principio parecía hacer caso omiso de mi presencia hasta que, por fin, pude apreciar su mirada de soslayo y una sonrisa dibujándosele en los labios. Consciente de mis intenciones, aún me hizo aguardar unos minutos, encendiendo un cigarrillo y fumándolo con parsimonia antes de dirigirme la palabra:

- Cuando le parezca bien se lo firmo joven – me dijo con voz un tanto áspera
- Discúlpeme, pero no sabía cómo abordarlo. No todos los días se encuentra uno a Rodolfo Sigal en un parque
- Está bien, no se preocupe, dígame como se llama y le garabateo una breve dedicatoria – Sentenció tomando el libro entre sus manos y sacando una lapicera del saco, con una naturalidad extraña dada su prolongada desaparición de la vida pública
Cuando le confesé mi nombre se me quedó mirando, con las cejas arqueadas y gesto interrogativo. Sin duda, tenía referencias mías y, en mi vanidad quise incluso imaginar que había leído alguna de mis obras. Resultó ser así porque lo siguiente que me dijo fue:
- Me gustó su libro de cuentos “Decíme mentiras”
- ¿En serio? - inquirí con falso asombro
- Sí, soy muy sensible a ésas historias donde se evidencia que en el amor no existe el libre albedrío y uno no puede decidir de quién va a enamorarse…
- Gracias – balbuceé - y dígame don Rodolfo, ¿para cuando una nueva novela?
- No, joven, mi época de escritor ya pasó. Me cansé de escribir y ya no tengo historias interesantes para compartir. Ahora disfruto como lector y únicamente me permito, de tanto en tanto, la travesura de escribir sesudos artículos de filosofía, política internacional o deportes, valiéndome de pseudónimos como Jaime Puig, Osvaldo Varela o Julio Shaffer. A fin de cuentas, como tengo la cuestión económica solucionada (él y su hermano heredaron las célebres Ferreterías Austral y varios miles de hectáreas en la Patagonia), puedo dedicar mi tiempo al ocio indiscriminado, la contemplación serena de la cotidianidad, el ejercicio aleatorio de excentricidades y mi gusto por el vino. En definitiva, soy un espíritu libre al servicio de mis impulsos…

Tras una parada teatral, añadió:
- O eso, o es que me quedé sin ingenio y sin nostalgias, y no se puede ser artista sin haber perdido algo. Soy viejo pero no un viejo choto, así que reivindico lo gerundial, no lo pretérito

Después, me ofreció un cigarrillo y continuamos hablando pero ya no de él sino de otros escritores, mujeres y fútbol, hasta que la conversación se agotó y nos quedamos en silencio mirando el entorno. Finalmente, nos despedimos con un apretón de manos y una sugerencia de su parte:
- Por cierto, joven, el próximo día traígase una copa porque la mía no la comparto. Manías de viejo ¿sabe usted?

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