Fue la noche del pasado jueves. Yo volvía de lo de mi hermano, bajando por Yatay y doblando por Díaz Veléz, cuando un auto me tocó la bocina y se detuvo a mi lado, subiéndose en dos ruedas sobre el cordón de la vereda. Era un viejo Ford Falcon que parecía nuevo; pintado en rojo brillante y con relucientes cromados plateados. A pesar de la siniestra imagen que arrastraban de la época de los milicos, a mí siempre me habían gustado esos autos. Éste en concreto, rojo y tan bien cuidado, tenía algo que lo asemejaba a los legendarios Mustang, a cuyo volante siempre iban tipos cancheros que fumaban Marlboro, llevaban anteojos de sol aunque fuera invierno e, invariablemente, la compañía de una rubia espectacular. Yo, para mi desgracia, de canchero tenía lo justo, el cigarrillo me parecía una forma de goce infantil (una añoranza del pezón materno) y las rubias espectaculares cada vez escaseaban más en mi vida. Claro que tampoco manejaba un Mustang. Ni siquiera un Falcon sino un pequeño Suzuki Swift. Menos mal que, por lo menos, era de color negro porque, de lo contrario, no hubieran faltado los malintencionados que me tacharan de puto o de trabajar en el teatro. Para muchos, casi lo mismo.
Del auto, enseguida descendió su único ocupante, viniendo hacia mí con los brazos abiertos y una amplia sonrisa en la boca.
- ¿Qué hacés, flaco?
Hacía años que no veía a “Conejo” Bertarelli y, aunque le reconocí inmediatamente, me sorprendió lo bien que le había tratado el tiempo. Mejor que el pasado. No sólo mantenía todo el pelo que de joven sino que estaba flaco como un pibe. Incluso sus dientes, que hacían honor a su apodo, parecían haberse achicado. O quizás era la cabeza que le había crecido de forma que su mandíbula resaltara menos. O yo qué sé. El caso es que estaba bárbaro a sus cuarenta y dos años.
Nos dimos un abrazo sincero y me propuso tomar algo.
- Claro, viejo - acepté.
Cruzamos la avenida y nos metimos en un Café esquinero que frecuentábamos de jóvenes. A pesar de la hora, el local estaba muy concurrido y tomamos asiento a la única mesa libre. “Después dicen que hay crisis. Crisis las pelotas” comentó Bertarelli mientras nos sentábamos.
Pedimos una cerveza negra y comenzamos a hablar de nuestras respectivas vidas. No nos veíamos desde hacía muchos años. Apenas licenciado como arquitecto, él se había marchado a los Estados Unidos, concretamente a Denver, para trabajar en una empresa de un amigo de un amigo de su tío. Poco después, yo partiría para España, para dedicarme, insospechadamente, a la Publicidad. Desde entonces, no habíamos vuelto a vernos, a pesar de nuestras seguidas visitas veraniegas a la ciudad.
Me contó que se había casado con una norteamericana y que tenía una hija grande, casi señorita. Se había divorciado hacía escasamente un año, y se vino para acá, donde abrió un pequeño estudio. Llevaba seis meses viviendo en el departamento que fuera de sus padres
- ¡Mirá lo que son las cosas¡ Estamos a no más de cinco cuadras el uno del otro y no nos vimos hasta esta noche…
- Y vos no sabés… - dijo con una incontenible sonrisa de nene travieso que se ríe solo
- Yo conozco esa expresión tuya. Dále, contá, que se ve que te morís de ganas – le tiré de la lengua
Hizo un breve parón dramático, esforzándose en ponerse serio y enseguida me soltó la noticia:
- Ando medio ennoviado con Berta. ¿Vos te acordás de Berta Santini?
- Y claro, negro, ¡Cómo no me voy a acordar si fue tu novia durante todo el secundario¡ - exclamé sorprendido – ¿pero no estaba casada con un médico de Bahía Blanca?
- Se separó casi hace un año, como yo, y ahora vive acá al lado, en Franklin
- ¡No te puedo creer¡ ¡qué increíble¡
- Sí – respondió, mostrando su incontenible entusiasmo asintiendo con la cabeza y sonriendo de oreja a oreja
- ¿Y? , ¡dale, contá¡ – le animé
- Me la encontré hará cosa de un mes en Porcio, comprando pescado ¿viste? y nos quedamos de piedra, parados como dos boludos el uno frente al otro sin saber qué decir. La gente nos miraba y al final, nos dimos la mano. Sí, la mano, como si nos acabáramos de conocer ¿qué te parece? Menos mal que enseguida se nos fue la vergüenza…Al final, no sólo nos tomamos un cafecito donde el tano Conti, sino que comimos juntos en la parrillita ésa que está en Ángel Gallardo, justo cruzando el parque ¿sabés la que te digo?
- Sí, claro, La Pava
- Ésa… Y bueno, el caso es que una cosa llevó a la otra. Empezamos a quedar para cenar, ir al cine y…
- Muy bien, hermano, los felicito – le interrumpí, palmeándole el hombro amistosamente
- Gracias, flaco - contestó antes de abrazarme conmovido
Brindamos y seguimos conversando un rato más, maravillados por los azares que se dan en la vida y que uno siempre piensa que les pasa a otros. Normalmente a personajes del cine y la literatura a los que uno envidia. Antes de irnos, intercambiamos nuestros teléfonos y nos peleamos para ver quién pagaba la cuenta.
- Dejá, pago yo, vos me invitás otro día a un sitio caro - sentencié, extendiéndole un billete al mozo
Nos volvimos a abrazar junto al auto y nos separamos con un hasta pronto, prometiendo quedar para cenar los tres cualquier noche. El revelado suceso, me había imbuido de cierto ánimo metafísico, quitándome las ganas de volver de inmediato a casa, por lo que decliné su invitación de acercarme. Lo vi meterse en el auto y alejarse en la oscuridad de la noche, no sin antes despedirse sacando la mano por la ventanilla y dar un par de bocinazos cortos.
Pensativo, me eché a caminar Díaz Vélez abajo, preguntándome qué habría sido de mis novias de juventud y lo lindo que sería, rencontrarme con alguna en el barrio.
----------------------------------------------------------------------------------