Lo que más me atrajo de Lucía, fue esa apariencia suya de haber pasado gran parte de la vida deprimida, como si tuviera una obligación o un deber en aceptar la infelicidad y el abatimiento. Me enternecían su fragilidad, su vulnerabilidad y esas constantes ganas de llorar que conjuraba con el recurrente y siempre apresurado gesto de encender un cigarrillo. Además, yo sabía leer sus silencios y adivinaba que, tras ese hermetismo de ojos tristes que miraban sin ver, despreocupados del entorno y fijos en la nada, se hallaba una enfermiza evocación por un pasado perdido, único e irrepetible. No es de extrañar que mis amigos insistieran en que la dejara, argumentando que su baja energía existencial terminaría contagiándome. Pero ellos no comprendían que yo ya estaba infectado, sin remisión, y que mi vida tenía el sentido pleno de entregarme a la tarea redentora de devolverle a Lucía la suya, aún sin saber cómo lograrlo. ¡Si supieran cuántas ganas tenía ella de vivir! Si supieran cómo se entregaba en el sexo, tan concentrada y agradecida, acompañando siempre sus orgasmos de un llanto silencioso y privado que la mantenía ausente durante unos minutos…unos instantes mágicos, casi místicos, de perfecta comunión con la vida...unos instantes en los que su naturaleza se apoderaba de ella y la henchía de unas ganas casi violentas de ser feliz. Después, de forma irremediable y como si la realidad se tomara celosa venganza, todo volvía a lo habitual; a una existencia marcada por ser lo que no podía, por una frustración derivada en resignación apenas interrumpida por esos escasos momentos de placer.
Son muchas las tardes en que, volviendo del trabajo, me dejo embargar por el pesimismo y los pensamientos negativos, y me desespero al ver que mis esfuerzos no provocan en ella la mejoría anhelada. Tampoco los psiquiatras, con toda su ciencia, saben cómo tratar la abulia vital que padece, ese refugiarse en una especie de autismo emocional, como si fuera una recia muralla que la protegiera contra cualquier asalto de un presente y un futuro que le son totalmente ajenos. Así que estamos los dos solos, asilados y encadenados a una rutina donde la felicidad es una variable que no aparece y donde la aflicción lo impregna todo. Pero yo no desfallezco y cada tarde, armado con un optimismo que saco de lo más hondo de mi ser, atravieso la puerta con el redundante deseo de ver algo que no he visto nunca y que constituye mi ansia más inmediata; la cara que tendría con una sonrisa.