Dicen que “no hay mal que por bien no venga” y debe ser verdad porque, coincidiendo con mi divorcio, me acaecieron un par de sucesos memorables. Por un lado, la culminación de una novela que venía atormentándome desde hacía más de tres años y, por otro, haber conocido a las gemelas Fonseca. El primero de ellos, me ayudó a canalizar el dolor de la ruptura, sumiéndome en un intenso y terapéutico proceso creativo que alejó de mi mente cualquier idea de suicidio. De no haberme volcado, con obsesiva neurosis, en culminar la historia empezado quizás ahora no me encontrara en el mundo de los vivos ni, obviamente, hubiera sido agraciado con un importante premio literario de dimensión continental. La publicación de “Ángeles de alquitrán”, fue acogida de manera entusiasta por lectores y crítica especializada, lo que, unido al galardón, me abocó hacia agotadoras jornadas de promoción. Sin embargo, lejos de considerar esto último como un inconveniente, lo asumí como una bendición. No pensar y estar activo, suponía el colofón al proceso catárquico que cabalgaba a lomos de la novela, y me proporcionaba el mejor modo de borrar cualquier resto de dolor por el abandono de mi mujer.
El segundo de los sucesos fue derivación de éste primero; en el marco de las citadas labores promocionales, mi editorial me llevó de gira por varios países de Sudamérica y fue en Cali, Colombia, donde el venturoso azar quiso que me topara con aquel singular par de bellezas. Yo llevaba pocas horas en la ciudad y, tras un breve descanso, había bajado a la pileta del Hotel Aristi a darme un chapuzón antes de comer. Normalmente no hago estas cosas, porque mi naturaleza de misántropo moderado y de alérgico al cloro, me alejan de las aguas estancadas pero, en esa ocasión, hice una excepción. Quizás me motivó que apenas hubiera nadie en las instalaciones o, más seguramente, una sumisión inconsciente a mi destino. No sé, el caso es que allí estaba, nadando y acostándome posteriormente en una tumbona a tomar una caipirinha, con mis Rayban puestas y la vista levantada hacia lo alto. De vez en cuando la bajaba y observaba el entorno, lanzando indiferentes miradas a los mortales allí congregados. No veía nada interesante hasta que, de pronto, las vi a ellas, salidas de no sé dónde, sin aviso previo ni anestesia. Eran un par de mujeres idénticas, y portadoras de cuerpos imponentes; duros y bronceados, cargados de curvas, y complementados por rostros de rasgos delicados, en los que resaltaban unos ojos verdes con cierto aire oriental. Parecían dos modelos, pero de no de pasarela, sino de las del Penthouse, de ésas que tienen lo que hay que tener en cada sitio. Lógicamente, ante aquellos reclamos de la belleza, y aún cuando mi libido estuviera en off, yo no podía dejar de observarlas, sobre todo porque me sentía amparado tras mis lentes oscuras y el disimulo. Pero, se ve que no debí de hacerlo muy bien porque, de tanto en tanto, me sonreían para acto seguido, cuchichear algo entre ellas y echarse a reír. Como es de suponer, yo no estaba para conquistas, con lo que evité decirles cualquier cosa, y me retiré a mi cuarto poco antes de la hora de comer; tenía que tomar una ducha, cambiarme y salir a buscar un restaurante. A pesar de todo, eso no evitó que, al marcharme, pasara a propósito junto a ellas y me despidiera con la mano. “Chau”, correspondieron las dos con simpatía.
Un buen rato después, cuando abandonaba mi cuarto, volví a encontrármelas. Resultó que ocupaban justo la habitación contigua a la mía y, mientras yo cerraba mi puerta, ellas se aprestaban a abrir la suya.
- Hola - saludaron con simpatía
- Hola – respondí, comprobando que eran tan idénticas que sólo se diferenciaban en el color del bikini; blanco el de una, verde pistacho el de la otra
- ¿Sabés dónde se puede comer dignamente en esta ciudad? – me preguntó una de ellas, con marcado acento rioplatense
- Pues no…es la primera vez que estoy en Cali – balbuceé, nervioso ante tanta exhuberancia
- Sí esperás a que nos cambiemos, te invitamos a comer ¿querés? – propuso una, y la otra añadió – dale, esperanos
Sin darme tiempo a contestar, o dando por positiva mi respuesta, abrieron la puerta y me invitaron a pasar
- Claro – respondí, final y tardíamente
Mientras se duchaban y cambiaban, paseándose en ropa interior sin pudor ni inhibiciones, yo las esperaba apoyado contra el marco de la ventana, mirando a la calle por no mirarlas a ellas. Entre idas y venidas se turnaban para hablar conmigo, y así fue como me enteré que se llamaban Paula y Nadia, que eran montevideanas, dentistas, y se encontraban en la ciudad para asistir a un congreso. Pero lo que más me sorprendió, es que, no sólo habían leído mis libros sino incluso habían acudido a la presentación de mi última novela en la capital uruguaya apenas cinco días antes. También me llamó la atención lo rápidas que eran en arreglarse, lo cual no suele ser habitual en el resto de sus congéneres. Se lo agradecí y, poco después, salíamos los tres del hotel. Como estábamos en pleno centro, no tuvimos que andar mucho para encontrar restaurantes, y finalmente nos decantamos por un elegante local mexicano. Comimos bien, y en abundancia, bebimos con moderación, y charlamos un rato antes de retornar al hotel. Aquella misma tarde ellas debían acudir a una ponencia, y yo tenía que decir unas palabras sobre mi novela antes de proceder a la habitual firma de autógrafos, por lo que acortamos la sobremesa. Camino del Aristi, nos topamos con un encantador restaurante italiano y convinimos en acudir a él por la noche, como así hicimos. Esta vez invertimos la rutina del mediodía, cenando menos y bebiendo más, con lo que ganamos en locuacidad y desenvoltura, en particular yo que luchaba contra la cohibición de estar con dos mujeres (¡y qué dos mujeres!). Cuando me quise dar cuenta, estábamos tomando unos whiskys en el cuarto de ellas, medio desnudos y sentados en el suelo. Lo siguiente fue acostarnos los tres en una de las camas. Menos mal que, previendo lo que acontecería, un rato antes me había metido en el baño y tomado una de las pastillas de Viagra que mi amigo Héctor, el urólogo, me había regalado meses atrás (“por si con esto del divorcio no se te levanta” comentó al dármelas).
Hasta que llegó el momento de despedirnos, tres días más tarde, pasábamos las noches juntos y volvíamos a acostarnos a la hora de la siesta. Siempre en su cuarto, uniendo las camas y siempre apoyándome en la química, no fuera que mis cuarenta y monedas no soportaran tanto vaivén amatorio. Por lo que parece, no debieron quedar descontentas porque, además de acompañarme al aeropuerto e intercambiarnos teléfonos me ofrecieron hospedarme en su casa la próxima vez que fuera a Montevideo. También nos dimos las direcciones del mail, con la salvedad de que dado que prometieron mandarme en breve unas fotos suyas “para que nos las olvidara” (o sea, eróticas), yo les anoté la dirección de mi ex mujer: leilasebbag@gmail.com.
A las dos semanas, de vuelta en Buenos Aires, encontré un mensaje de Leila al abrir mi correo (un reenvío). Precediendo a unas fotos de las gemelas Fonseca desnudas, me había escrito, en negrita, mayúsculas y entre signos de exclamación, una única palabra rebosante de significado: ¡INMADURO!. Me eché a reír al leerlo, con la malsana satisfacción del nene que hace una travesura. Seguidamente, imprimí las imágenes, las recorté, y las guardé en la billetera, donde tropecé con una muestra de viagra superviviente de mi estancia en Cali. El ver aquella pastillita azul, me puso pensativo e hizo añorar mis recientes gestas sexuales. Me preguntaba qué estarían haciendo las gemelas en esos mismos instantes y, dejándome llevar por la excitación de evocar recuerdos tan placenteros, me vi buscando los horarios de los ferrys que salían a diario para Montevideo. Descubrí que zarpaba uno en un par de horas; el tiempo justo para hacer la valija y pasarme donde Héctor porque, quizás el amor sea el mejor afrodisíaco que exista pero, a falta de éste, buenas son las pastillas azules y, si no es en estos casos, ya me dirán ustedes ¡para qué miércoles necesito yo un amigo urólogo!.
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