domingo, 18 de abril de 2010

F.K.

Era tarde, más de las once, y Franz regresaba a casa tras presenciar una obra de teatro yiddish en el legendario Savoy; lugar donde concurría una variopinta fauna que, entre divertida, banal y frívola, se entregaba a los comentarios cargados de mordacidad e intención mientras se deleitaban con recurrentes espectáculos de variedades. Como en otras ocasiones, las escenas presenciadas le habían sumido en una suerte de encantamiento, que se traducía en liviandad corpórea y temporaria infección de trascendentalismo. Apenas los actores aparecían en escena, él se veía arrastrado por una sensación de irrealidad fascinante a la que se entregaba con gozo. Sentía la ebullición de endorfinas y notaba como éstas se expandían por las fibras de su cuerpo y los intrincados laberintos de su cerebro. Por eso, todas las semanas acudía al Savoy, ávido de historias y sensaciones.
Aquella noche, para variar, abandonó solo el local y se dirigió a su casa apenas concluida la función. Las calles estaban despejadas, y sus pisadas resonaban sobre el aún húmedo empedrado de la vieja ciudad como si llevara unos amplificados acoplados a los zapatos. Además, la ausencia de luna ennegrecía la ciudad, y las calles angostas, junto con los severos edificios, adquirían un aire casi tétrico que llevaban de cabeza a la aprensión. De ahí que no resultara extraño que Franz temiera sucumbir a extraños influjos metafísicos. Conforme iba caminando y se aproximaba a su domicilio, el ambiente se le tornaba más inquietante y sus pasos, en lugar de acelerarse, se volvieron más lentos y graves, inconexos con las órdenes que emanaban de su mente. Si siempre había creído que algo mágico impregnaba la atmósfera nocturna de las calles del viejo ghetto (hoy demolido), la súbita niebla que se expandía a su alrededor, acrecentaba sus sospechas hasta transformarse en certezas. En ellas, el rabino Löw había dado vida al Golem y quizás en alguno de sus sótanos continuara dormitando hasta que alguien volviera a insuflarle la vida.

Desgraciadamente, Franz no tenía otro modo de llegar a su casa, así que no le quedaba más remedio que armarse de valor. Quería persuadirse que todo estaba en su mente pero, no lo lograba del todo; presentía que en el mundo existían fuerzas cuya comprensión se le escapaba y temía ser blanco de algún inexplicable castigo o turbadoras maquinaciones diabólicas. Y se convenció sin esfuerzo, al comprobar cómo los sustos se sucedían: primero creyó ver sombras deslizándose a lo largo de la pared de la vieja sinagoga, seguidamente escuchó el alarmante aullido de un gato y por último se detuvo, escuchando con atención, cuando creyó oír el ruido de pasos que se aproximaban. Afortunadamente, ya le restaba poco para llegar a destino y completó el camino corriendo como un loco, espoleado por el miedo, y con la idea fija de alejarse de allí. Cuando por fin llegó a su casa, todavía trastornado, encendió las luces y se sentó frente a su escritorio intentando serenarse, lo que le llevó un buen rato. Nadie imaginaría, mucho menos él, que aquella misma noche, escribiría algo que le haría inmortal: La Metamorfosis.

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