Tumbado en la cama, Sebastián Skulnik escucha canciones del viejo crápula Serge Gainsbourg, mientras mata el tiempo y el pensamiento, mirando el techo y esperando que le caiga alguna gentileza del azar. La fe en un milagro desaparece enseguida, dando paso a la nostalgia y la melancolía. Se pone entonces a pensar en la cantidad de cosas que perdió en el curso de su vida; el tiempo malgastado, las personas que murieron, las que le abandonaron, y lo que pudo ser, no es, y jamás será… De inmediato siente el malestar provocado por la angustia de sus recuerdos y la constatación de que su existencia era un gran fracaso, por lo que se levanta de golpe y abandona el lecho. Se acerca al espejo de la pared, y éste le devuelve un rostro pálido, ojeroso y cargado de saudades. Aparta la mirada, espantado, y se viste; un vaquero gastado y una camisa con el cuello sucio y raído. Se echa a la calle así como está; mal vestido, sin duchar ni afeitar. No importa, no tiene a quien impresionar y, además, siempre le han preocupado más las cuestiones de fondo que las frivolidades estéticas. Comienza a andar. Sin rumbo, repitiéndose mentalmente una certera y lúcida frase de su compatriota Graciela Borges que siempre le ha intrigado: "LOS QUE PASEAN, NO SE SUICIDAN". Continúa andando y comprueba, con horror, que todo lo que le rodea es gris y feo, incluyendo los seres humanos con los que se cruza. Desea fervorosamente que se largue a llover con furia; que las calles queden desiertas, limpias, e impregnadas del conocido y placentero olor a tierra mojada. No hay suerte, como no podía ser de otra forma, y el sol continúa reinando en lo alto. Se cansa de caminar, así que compra un diario y se mete en un bar a tomar algo. Pasa las páginas sin asimilar las noticias que va leyendo, por lo que se concentra en resolver un crucigrama. Lo consigue con insultante facilidad, incluso antes de terminar su café con leche, que aún tiene a la mitad. Justo a su izquierda, a poco más de un par de metros, advierte la presencia de otro hombre, o algo similar que le lleva a pensar que si venimos del mono, ése tipo sin duda lo hizo hecho por un atajo. No consigue apartar la vista de el individuo, hipnotizado por el grotesco espectáculo que ofrece: moja con ordinariez unas medialunas en la taza y deja su alrededor de la barra salpicado de goterones de café con leche. Por más que agacha la cabeza, gira el cuello y abre su boca de buzón, no logra evitar que el líquido se deslice a lo largo de su brazo hasta el codo y, de aquí, caiga sobre el cinc de del mostrador. Es algo asqueroso, y por eso no puede dejar de mirarlo. Luego, el mismo espécimen, pide un coñac barato y se lo bebe de un solo trago, limpiándose después la boca con el dorso de la mano y exclamando un Ah, casi animal, de satisfacción. Sebastián piensa que, a buen seguro es de los que está casado con una santa, y ve los partidos de fútbol por tv, vestido con pantalón de gimnasia y pantuflas mientras toma la cerveza directamente del gollete y se mancha la camiseta (blanca y de tirantes) con el escabeche de los mejillones en lata. Se aburre de mirarlo, asqueado de tener que compartir el mismo siglo con él. Sin embargo, da la casualidad que abandonan a la vez el establecimiento, casi chocándose al salir por la puerta. Sebastián le deja pasar primero, y decide optar por la dirección contraria a la sigue el sujeto. Mala elección; se adentra en un barrio más feo aún que en el que estaba y no consigue aislarse del olor a pescado podrido que sale de las viviendas de los coreanos, ni del impacto visual de cruzarse con bolivianas de cuerpos achaparradas enfundadas en ropas ajustadas con más colorido que la bandera de Camerún. Sólo faltaba un grupo de Hare Krishna y ya tenemos el arco iris en todo su espectro, piensa divertido. Varias cuadras más allá, siguiendo con su avance, va a dar con varios locales de alterne que se suceden en la vereda de los números pares. Fulanas descaradas mascando chicle le miran al pasar pero no le dicen nada. Sebastián duda: por un lado, se deja engañar por la vanidad y piensa que no se dirigen a él porque creen que no tiene necesidad de pagar para tener sexo. Por otro, se desmoraliza y cae en la cuenta de que, dado su aspecto desastrado, imaginan que no tiene un mango. Sonríe y cae en la cuenta de que está harto de tanto pasear. Le duelen las piernas y decide desertar de cualquier esperanza de que le ocurra algo significativo, algo que le confiera un protagonismo más allá de ser un simple espectador. Quizás otro día haya más suerte. Detiene un taxi y regresa a su casa, adormilándose por el camino con la cabeza apoyada junto a la ventanilla. Por fin está en su departamento, dolorido pero feliz de regresar y con una cosa clara en su mente; volver a tumbarse en la cama a escuchar al franchute y mirar el techo porque, pasear, es para los que no se suicidan.
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