lunes, 26 de abril de 2010

¿Dónde está escrito lo que debe suceder?

Ir de vacaciones a Miramar, era como quedarse en el barrio con el único añadido de la playa y el mar. Por todas partes nos topábamos con los paisanos, e instintivamente yo miraba los nombres de las calles para comprobar que de verdad habíamos salido de la capital. No había día en que no saludáramos a los Sinigaglia, los Orvieto, los Orefici, los De Benedetti, los Piperno, los Sonnino, los Di Segni o los Pincherle, por citar únicamente a los que compartían origen común al nuestro porque, de los rusos mejor ni hablar (de tantos que eran). Mi padre, con su natural tendencia a la misantropía, rezongaba siempre después de cada uno de estos encuentros pero, cada verano, retornábamos al mismo sitio y las mismas rutinas, como si fuera una cábala existencial que asegurara la buena marcha de nuestras vidas. Mi madre, por el contrario, los agradecía, y se justificaba ante mi viejo diciendo cosas del tipo: “¡ay, querido, qué antisocial eres!…tal como está el mundo, es de agradecer encontrarse con gente como uno”. Tampoco yo me libraba de sus comentarios, y a menudo tenía que escuchar cosas del tipo: “qué linda se puso la nena de los Orefici, ¿no te parece, Guidito?” “¿te diste cuenta de cómo te miraba Raquelita Di Segni, nene?”. A diferencia de mi viejo, que se quedaba callado, yo le contestaba con un monótono “Sí, mamá”, con el que se daba por satisfecha y cambiaba de tema. Por aquel entonces, yo todavía no pensaba en chicas, y mis únicas fijaciones veraniegas radicaban en jugar a la pelota en la playa y que el agua de mar secara los granos que me salían en la cara.
Recuerdo que fuimos a Miramar desde que yo tuve 5 años, hasta los 14. Después, empezamos a ir a la montaña (Córdoba) y finalmente, dejé de ir de vacaciones con ellos para hacerlo con mis amigos o la novia de turno. ¡Pero mirá lo que son las cosas!; a aquella Raquelita Di Segni, volvería a encontrármela un verano que había ido solo a pasar unos días en el departamento familiar. Era hacia finales de marzo, y casi todo el mundo ya estaba de regreso en Buenos Aires. Me faltaban unos días para cumplir los 25, subsistía escribiendo para un diario, y acababa de romper con mi novia, para mayor disgusto de mis progenitores que el mío propio. Así que, con el ánimo un tanto de capa caída, hice la valija y me fui hasta la costa a sentir los efectos terapéuticos del mar.

Fue justo al día siguiente de mi llegada. Yo salía de darme un chapuzón en el agua, y ella paseaba por la orilla. Iba sola, y seguía tan linda como siempre, con ese físico suyo que la emparentaba con las jugadoras de volley ball o alguna de las vigilantes de la playa; el pelo castaño largo, los músculos torneados por el deporte y dorados al sol, el bikini rojo resaltando sobre su piel suave y unos pechos turgentes que estimulaban mi olvidada condición de lactante. La reconocí de inmediato, a pesar de que hacía años que no la veía. Las únicas referencias sobre su vida me llegaban a través de mi madre o de algún amigo en común y no solían ser, ni muy recurrentes, ni muy exactas. Por ellos supe, eso sí, que se había ido a Israel para hacer un Master apenas egresada del ORT, y que se había quedado allá, trabajando para no sé qué multinacional. Pero poco más.

- ¡Raquel! – grité su nombre saliendo del agua
Se volvió de inmediato, y me observó atentamente unos instantes antes de acercarse.
- ¿Qué hacés, Guido? – me dijo, cuando llegó hasta a mí - ¿cómo andás? – añadió, plantándome un beso en la mejilla
- No tan bien como vos, que estás lindísima…como siempre – respondí sin faltar a la verdad

Enseguida nos pusimos a hablar de pavadas y de una y mil cosas. Desde el principio, advertí que ella eludía hablar del presente, e intuí algún drama oculto detrás de su simpatía y jovialidad, pero no quise pecar de indiscreto y seguí con la misma dinámica. Sin darnos cuenta, se nos vino el mediodía encima y yo, como un caballero gentil, la invité a comer. Fuimos a una pequeña parrilla, no muy lejos de la playa pero alejado de la primera línea, donde se congregaba la mayoría de la gente. Pedimos chorizo criollo, vacío, unas empanadas de choclo, ensalada mixta y una botella de Cabernet Sauvignon. Durante la comida, Raquel continuó pasando de puntillas sobre su historia reciente pero, al llegar al café, por fin entró en materia y se sinceró conmigo. Me contó que hacía poco más de un mes que estaba de vuelta en la Argentina, y se encontraba en la encrucijada de no saber qué hacer con su vida. Según avanzaba en su narración, su voz se iba poniendo más grave y más ronca, como si fuera entrando en trance. Los ojos se le iban entrecerrando y el ritmo narrativo se lentificó al comenzar a hablarme de su novio, Amos, un ex miembro de la Brigada Golani que había fallecido a principios de años como consecuencia de un cáncer linfático. Cuando volvió a abrirlos, los tenía anegados de lágrimas que empezaron a resbalar por su cara. Se las restregó con las palmas de las manos y cambió inmediatamente de tema, forzando una sonrisa, y sintiéndose un tanto avergonzada, como si hubiera hecho el papelón.

-Y decime, Guido ¿estás escribiendo algún libro ahora mismo?

Le contesté que sí, pero obviando que mi reciente ruptura había sido la causa de mi enésimo intento por escribir una novela. Me parecía casi obsceno hablar de mi dolor después de conocer el suyo, así que no entré en mayores detalles y edulcoré mi realidad de días taciturnos, áridos y largos como el desierto. Instintivamente, establecimos los límites donde encerrar la aflicción y nuestras conversaciones se desarrollaron por las afueras, en una cautivante complicidad que iba a más cuanto más tiempo pasábamos juntos. Tanto fue así, que no sólo no dejamos de vernos en esos días que coincidimos en Miramar, sino que allí mismo iniciamos una relación sentimental prorrogada al regresar a Buenos Aires.

Estuvimos juntos algo más de tres años, de los que los dos últimos los pasamos conviviendo en el mismo departamento (enfrente mismo del Parque Centenario). Al final, nos separamos de una manera muy triste, queriéndonos pero mostrándonos inflexibles en las posturas que nos llevaron a la ruptura: Raquel no quería tener un hijo, y yo, sí. “No estoy preparada para ser madre” me decía ella, y no podía comprenderla. No lograba sacar de mi mente la idea de que cualquier mujer quiere tener un hijo del hombre que ama y, si no era así, entonces…
En fin, el caso es que cada uno se fue por su lado y llovió mucho desde entonces. Sin embargo, yo aún no la olvidé del todo, y el corazón se me encoge cuando voy a comer a casa de mis viejos y mi madre me dice: “¿A qué no sabés quién tuvo un bebé”. Afortunadamente, siempre se refiere a otras y, aunque yo no volví a saber nada más de Raquel, no puedo dejar de imaginar lo bien que le habrían quedado a un pibe nuestros apellidos. Finzi Di Segni.

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