martes, 22 de diciembre de 2009

Casi igual

Caminé hacia la ducha, semidormido y resacoso, abandonando la insana y hostil penumbra de mi cuarto. La oscuridad y los densos vapores de alcohol y tabaco retrocedieron al abrir la ventana y levantar la persiana, dejando paso a una poderosa bocanada de aire fresco y un agradable olor a tierra mojada. Afuera llovía con insistencia y el cielo mantenía un tono plomizo como de algodón sucio, conformando un conjunto que, lejos de entregarme a la melancolía, me provocaba una moderada alegría y una creciente efervescencia existencial. Desde niño me gustaba la lluvia y a estas alturas de la vida pocas cosas son las que cambian. Tras bañarme, tomé un café bien cargado y un par de aspirinas, notando al instante cómo mi cabeza se aliviaba de un molesto martilleo en las sienes y el conjunto de mis músculos aceleraban su respuesta a mis órdenes.
Salí de casa y, apenas un cuarto de hora más tarde, ya me encontraba sentado a una mesa en un Café cercano a mi domicilio. El local, contrarrestaba su aspecto decimonónico, de aires añejos y pretensiones palaciegas, con modernos afiches de representaciones teatrales y retratos de estrellas del celuloide cargados de mucho colorido, sobre todo rojo y amarillo. Aparte del decorado, a mí me gustaba el lugar, porque me permitía deleitarme en especulativas elucubraciones sobre los eclécticos personajes que por él transitaban; desde viejos degenerados de pelo teñido con betún hasta jóvenes pichicateros, pasando por jovatas que te mandaban guiños o retirados oficiales de la Bonaerense que se reunían con otros indeseables para maquinar oscuros negocios. De todo había y, los viernes al anochecer, se congregan puntualmente no menos de una docena de adolescentes vestidos de negro, de esos que escuchan a los Bauhaus o The Cure, toman Bloody Mary y se saben al dedillo los cuentos de Poe, Lovecraft y la biografía de Bela Lugosi.
Sintiéndome algún sesudo personaje de Borges, pedí un café con leche y medialunas mientras me entretenía emborronando mi libreta con notas para la novela que estaba escribiendo. No lograba pasar del capítulo VI y cuanto más me empeñaba en encontrar una solución, más me empantanaba, poniendo en duda todo lo escrito hasta entonces y sopesando la posibilidad de comenzar de nuevo desde el principio. Aburrido y desmoralizado, me dejé distraer por las voces que me llegaban de la mesa contigua. No hablaban de nada especialmente atrayente sino de cuestiones pragmáticas sobre el pago del alquiler, domiciliación de gastos y otros similares, hiriendo mortalmente mis expectativas de escuchar teorías interesantes que después pudiera sacar a relucir como propias en medio de cualquier reunión. Así que, más aburrido de lo que ya estaba, me decanté por encender un cigarrillo y mirar por la ventana. Durante un rato, me entretuve mirando a la gente correr bajo la lluvia y contando cuantos coches negros cruzaban el semáforo de enfrente cada vez que se ponía en verde. Semejante ejercicio de entretenimiento, no daba para mucho pero menos me apetecía retornar a mi departamento y sumirme en las sombras. Fue justo entonces, cuando un ruido de sillas arrastradas me sacó del ensimismamiento; a escasos metros de donde yo estaba, una belleza morena y treintañera, se abría paso hacia la única mesa que quedaba libre. Enseguida se sentó, hizo su pedido al mozo y comenzó a leer el libro que llevaba bajo el brazo. Me gustó nada más verla, así que la observé con interés, seducido por la salud que emanaba su tez bronceada, la finura de sus rasgos faciales y las curvaturas de su cuerpo que, de inmediato me hicieron imaginar placeres concretos. Como soy un tipo educado, mi observación era disimulada y si me cazó en varias ocasiones mirándola fue por razones que nada tenía que ver con la casualidad sino con una innata atracción mutua. A la tercera coincidencia, ninguno apartó la vista, y nos sonreímos, dándonos a entender que ya éramos grandes para ser tan boludos. Visto que además había cerrado el libro, interpreté la escena como una invitación y, ni corto ni perezoso, me acerqué y pregunté si podía sentarme a su mesa.
- claro, sentáte – contestó sin perder la sonrisa
- no sé si viniste a leer o no pero, en cualquier caso, está claro que te impresioné
Por un instante pareció sorprendida pero no se ofendió lo más mínimo y me siguió el juego a la par:
- podría decirte que no y hacerme la interesante pero, prefiero ser sincera y decirte que sí; me impresionaste…..me gusta tu estilo
- como decía una vieja propaganda de cierto perfume: “la primera impresión es la que cuenta” y, en tu caso, también la segunda, porque es una grata sorpresa ver que estás leyendo a Clarice Lispector
- en realidad la estoy releyendo, porque hace tiempo que leí toda su obra….me gusta leer para aprender más sobre la vida y no simplemente por entretenimiento o adquirir más cultura….eso me parece demasiado simple….y con el cine me pasa tres cuartos de lo mismo
Continuamos cambiando pareceres sobre las diferentes formas de arte y la vida, la decadencia del género humano y la dificultad de toparte con gente afín cuyo trato te enriquezca en vez de vaciarte. Junto con la atracción inicial, física e intuitiva sobre el resto, iba creciendo la sensación de convergencia y la confirmación de cómo el significado de cada encuentro es algo que se nos escapa. Así que, sin ganas de separarnos, decidimos ir a cenar a cualquier parte, sin rumbo fijo y despreocupados por la lluvia que arreciaba.
- nunca llevo paraguas - dijo con naturalidad y no a modo de excusa
- entonces yo soy tu hombre
Con su mejor sonrisa, me agarró de la mano y echamos a andar calle abajo. No sé lo que pensaba ella pero yo, veía claro lo que pasaba por mi mente: “de ser mujer, sería ella”.