Marcelo Tauber tenía una sensibilidad demasiado cultivada y una capacidad de análisis y percepción del entorno que, hacía ya tiempo, le permitió traspasar el umbral de la tolerancia. Por si fuera poco, por esas fechas habían rechazado, por enésima vez, su novela, debía volver a sellar la tarjeta de desempleo y el contestador guardaba un mensaje de su ex que no se atrevía a escuchar. Se sentía mal. La opresión existencial y la irascibilidad crecían en él con riesgo de desembocar en una enajenación emocional de impredecibles consecuencias. Acuciado por el goce sórdido de recrearse en el infortunio, mataba el tiempo vulgar paseando por las calles o sentándose en los bancos de cualquier parque a leer el periódico y observar a los transeúntes. De tanto en tanto, haciendo escala en sus paseos, entraba en algún bar a tomar un café mientras se entretenía en resolver los crucigramas de los periódicos; un hobby sencillo que apenas le demoraba unos minutos. Ayer, para su disgusto, los diarios estaban ocupados así que dedicó su estancia a la observación del entorno humano. Desde su acostumbrada posición periférica, tenía una visión casi panorámica de la pintoresca fauna de espíritus obtusos allí congregados: una vieja diezmaba su jubilación jugando compulsivamente en una máquina tragaperras, un grupo de secretarias entradas en carnes fumaban afectadamente mientras devoraban bocadillos de panceta y parloteaban sobre la dieta mediterránea, un trío de jovencitos, a quiénes la profusión de granos delataba como socios de la Secta de Onán, bebían cervezas directamente de la botella y se limpiaban la boca con el dorso de la mano, dos acartonados bancarios se recreaban en la seriedad y una formalidad al pedo, queriendo aparentar una importancia que no tenían, unos achaparrados cincuentones de barrigas redondeadas y culo escurrido imitaban el baile del Chiki Chiki, una madura con pantalón de chándal y zapatos de tacón buscaba sitio para acomodar su carrito de la compra, un tipo anodino daba cuenta de un desayuno tardío de porras y café con leche, mojando con terquedad y goteando sobre la barra y su camisa, un currito asentía las supuestas gracias de su trajeado jefe que repetía, de cara a la galería que “ésta ministra de defensa va a poner firmes a todos los miembros del ejército” y otras lindezas machistas propias del calzonazos que se libera fuera de casa.
Ante semejante paisaje, numerosas preguntas acudieron raudas a su mente: desde si reunirlos ahí respondía a algún tipo de experimento sociológico, abaratando los costes de traer a otras especies animales, hasta intentar acertar de qué campo de exterminio mental se habían fugado, porqué tenían que compartir siglo con él o cómo sería D-os si éstos también estaban hechos a su imagen y semejanza. No encontró respuestas y tampoco importaba. Demasiado tenía con soportar sus propias desventuras. Apuró el café, pagó y salió, con la sonrisa de saber que si el hombre vino del mono, éstos lo hiceron por un atajo.