viernes, 25 de diciembre de 2009

La misma piedra

Se terminó enamorando. Por casualidad, como ocurre siempre en estos casos pero, una vez más, de la persona equivocada. Su natural tendencia a aproximarse sentimentalmente a las mujeres menos convenientes se había vuelto a manifestar, reiterándose en el error. En las ocasiones que, dejando de lado su vocación de picaflor no profesional, se involucró en historias pretendidas de largo alcance y profundo calado, retornó a la amargura del fracaso personal, a la irascibilidad del optimista decepcionado y a su existencia errática de solitario maldito.
Sin embargo, ahora las cosas eran muy diferentes. Hacía tiempo que había dejado de ser un adolescente de frágil corazón y espíritu excesivamente sensible. Atrás quedaron los goces sórdidos y el apego enfermizo, los cuestionamientos sin pausa y la muerte a cuotas que sucedían temporalmente a cada uno de sus reveses amorosos. Ya no tenía tiempo para lamentaciones, aún cuando la herida hubiese sido inesperada. Debía borrar inmediatamente cualquier vestigio de la presencia del otro, de ella, y sostenerse con entereza y dignidad, evitando la más mínima idealización que envenenara su conciencia.
Mientras pensaba en esto, una iniciativa ingenua le vinó a la mente provocándole una mínima sonrisa. ¿Por qué no te duchas, te vistes con tus mejores pilchas y sales a la calle a dar una vuelta?. Lo meditó un instante, sin siquiera cambiar el gesto, fumando plácidamente junto a la ventana de su cuarto y mirando el espeso tráfico de la calle. Con la última calada la decisión ya estaba enteramente tomada.
Apenas media hora después, empapado en perfume y reafirmado en la lúcida superación del dolor, se encaminó a la av. Corrientes, tentado por un desmesurado optimismo y algún encuentro predestinado en forma de mujer.