Le gustaba ése hotel. Construido inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, presentaba una apariencia sólida y duradera, con mucha piedra caliza por fuera y rojizo mármol italiano en el interior. A cada paso, una palpable materialidad de añeja distinción se veía reafirmada por detalles como el brillo de embellecedores de bronce o los tonos oscuros de las maderas nobles del mobiliario. Incluso el personal parecía tener un aspecto vetusto, desde lo físico hasta en el vestir, como si ahí adentro el tiempo transcurriera a distinta velocidad que en el mundo exterior. Por eso, cada vez que Daniel entraba en el Majestic, se sentía invadido por gratas ensoñaciones de otras épocas y a su mente acudían maharajás y cabareteras, espías de potencias extranjeras, millonarios con amantes y decadentes actrices que se entregaban a vicios inconfesables en la penumbra de sus habitaciones. Recién cuando pasaba al elegante bar de la planta baja y echaba un primer trago a su whisky conseguía desprenderse de sus alucinaciones y centrarse en la realidad. Estaba allí, como cada semana, para encontrarse con una mujer y si bien no temía la cancelación de la cita, miraba el reloj con cierto nerviosismo, más propio de su natural impaciencia que de temores fundamentados. Por fin, cuando apenas pasaban cinco minutos de la hora fijada, Natalia irrumpió en la refinada estancia, vestida con un elegante abrigo de visón, un traje sastre negro con medias a juego y el pelo, aún húmedo, recogido en una coleta. La precisión de sus gestos y la energía de su andar, potenciaban su imagen de cuarentona burguesa y desenvuelta, dinámica y tan segura de su atractivo que consentía con desprecio las deseosas miradas de los hombres con que se cruzaba.
- ¿Querés tomar algo? – le preguntó él
- No, mejor subamos – contestó ella con media sonrisa
En el cuarto, el 310, mientras Daniel abría la ventana y bajaba la persiana, Natalia se desprendía de sus prendas hasta quedarse únicamente engalanada con una sedosa combinación negra. Sabía que el negro contrastaba con su blanquecina piel y evidenciaba aún más sus aparentes encantos, inflamando la líbido de un amante deseoso de tomar posesión de su cuerpo.
- ¿Estás tomando algo para estar tan buena?
- Sí…….a ti
Tras la ducha, mientras se vestían, no podían evitar ver su satisfacción por el buen sexo compartido empañada por la frustración de tener que marcharse. Pero pronto se consolaban; la promesa de futuros encuentros les dibujaba una sonrisa sólo borrada cuando, al llegar a la calle, consultaban con aprensión sus respectivos relojes:
- Uy, se me ha hecho tardísimo querido, me voy corriendo a recoger a los chicos al colegio
- Sí, yo también me voy volando que tengo una reunión con un cliente
- ¿Podrías traer uno de esos panes de centeno tan buenos de al lado de tu oficina para la cena?
- Claro
- Te quiero, mi vida
- Y yo a vos, corazón.
PD: Él es argentino; ella, no.