martes, 19 de enero de 2010

Cuando más lo necesitas

Por aquél entonces, dejaba pasar el tiempo, los días, sin preocuparme por existir. Me sentía ligero, impermeable a todo aquello en que no quería pensar (prefería olvidar tristezas y no ofender a la vida), flotando en enormes nubes oníricas alimentadas por el alcohol y sucumbiendo a ensoñaciones diurnas de más que dudosa materialización. Era un hombre totalmente libre, en el sentido que me sentía totalmente desposeído. En mis poco más de cuarenta años de vida, lo había ido perdiendo todo y por fin había aceptado, de modo estoico y resignado, la fatalidad de un destino impuesto. Divorciado, con un hermano viviendo a miles kilómetros y sin otros parientes, ni amigos ni siquiera un animal de compañía, mi única responsabilidad radicaba en entregar puntualmente los artículos en el periódico que me pagaba. No tenía más necesidades que las puramente fisiológicas y mis ambiciones de antaño reposaban en cadáveres de novelas apilados en algún oscuro cajón de mi escritorio (me acometía una terrible fatiga intentar resucitarlas y mis juveniles recuerdos de lograr la fama literaria eran algo tan lejano como la última vez que me dijeron “te quiero”).
Inmerso en semejante plenitud de la nada y con los sentidos cada vez más aturdidos, un suceso, en apariencia inocuo, vino a sacudir mi existencia de un modo insospechado: a la redacción de “El heraldo porteño”, llegó un sobre a mi nombre. No era muy habitual que me remitieran correo a la dirección del diario pero, ocasionalmente, algún lector me escribía unas letras, generalmente para insultarme. Por eso, no tuve prisa en abrirlo y lo dejé con cierta aprensión sobre un montón de papeles que se apilaban temerarios sobre mi mesa. No fue hasta casi el mediodía que volví a acordarme de él. “Dale, abrílo, lo peor que te puede pasar es que lleve polvos de ántrax y con un poco de suerte, no pasa de ser otro loco que te llama comunista o judío maricón”. Sin embargo, no lo abrí inmediatamente sino que demoré unos instantes en observarlo con mayor atención: marrón claro, con mi nombre, la dirección del periódico y un reducido remitente de tres letras R.A.L. escritos a máquina. Hasta ahí, nada llamó mi atención, hasta que caí en la cuenta de un detalle que hasta entonces había pasado por alto; del sobre emanaba un ligero aroma de vainilla. “¿Qué clase de perturbado envía un sobre perfumado”?. Para concretar más, aspiré ostentosamente un par de veces y determiné que era un perfume de mujer, probablemente de la marca Calvin Klein. “Al menos es una loca con buen gusto”. Por alguna razón, me tranquilizó que el remitente fuera una mina y sin más dilaciones procedí a abrirlo. Corté uno de los laterales con las tijeras y del interior extraje tres finas hojas cuidadosamente dobladas, numeradas en el margen superior derecho y escritas con una elegante letra que de inmediato me hizo pensar en una persona equilibrada e inteligente. Leí con interés el texto y volví a releerlo antes de volver a mirar en el interior del sobre. En la PD, junto a una dirección de correo electrónico, se me advertía de la existencia de una foto suya que rescaté del fondo, donde se había quedado pegada. En ella, vi a una mujer entrada en la treintena, más atractiva que linda, con el pelo claro recogido en una coleta, anteojos de fino cerco dorado e inmaculada camisa blanca leyendo El heraldo. Había sido tomada de cerca y mostraba a la cámara uno de mis artículos, con mi y nombre impreso en el papel. Pero más que eso, lo que de verdad me gustó, fue poder analizar en detalle los rasgos de esa mujer que momentos antes era una completa desconocida y que, a partir de entonces, me pareció conocer desde siempre. No voy a revelar lo que ponía la carta pero sí diré que desde ese mismo instante, mi vida cambió por completo. Me casé con ella (Romina), tuvimos un par de hijos, retomé mis novelas yacentes y terminé publicándolas, junto con otras nuevas, en el mismo sello editorial.
Con esto, no pretendo dar envidia a nadie, sino alentar a todos aquellos cuya vida se quedó corta en comparación con su ideal porque, las desventajas cambian merced al destino y porque, como escribió alguien más listo que yo: “La vida es tantas cosas y la mitad nadie las sabe”.

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