Pasar las tardes encerrado en mi pequeño apartamento me resultaba algo insufrible. Por eso, apenas el sol daba una tregua, salía afuera y perdía el tiempo vagabundeando por las muchas callecitas laterales que brotaban de la ancha avenida que partía el barrio en dos. Fuera del circuito de lerdas caravanas de vehículos, riadas de viandantes apurados y vistosas fachadas de edificios del XIX, me reencontraba con el encanto del Madrid de antaño, con sus pequeños comercios, viejitos con boina y amas de casa que paseaban a sus pequeños perros. Cada tanto, hacía parada en alguno de esos bares de toda la vida, donde servían vermú de grifo rebajado con seltz, café helado en frascas de vidrio y el camarero se llamaba invariablemente Manolo, antes de continuar con mis caminatas. Cuando por fin regresaba a casa, lo hacía con una agradable fatiga que no sólo me ayudaba a dormir mejor por las noches sino que, también, mitigaba mi desasosiego existencial perpetuo (en realidad yo salía a caminar esperando encontrar estímulos imprevisibles para mi vida).
Una de ésas tardes, encontré en mi camino un restaurante argentino que acababa de abrir hacía pocas semanas. Había pasado por la puerta en varias oportunidades pero nunca me había decidido a entrar. Ése día por fin lo hice, movido por el estímulo inmediato de comerme una empanada de carne. El local en sí, no tenía nada de extraordinario: paredes brillantes en pintura plástica blanca, mobiliario moderno de líneas redondeadas en colorida trilogía amarilla, roja y azul, un aparato de aire acondicionado que se anunciaba en forma de viento polar y un par de afiches con fotos de Cataratas y Calafate. Era todavía temprano y casi no había clientes. Tomé asiento a una mesa que daba a la calle y encargué dos empanadas de carne y una cerveza Quilmes. Mientras comía, descubrí sobre una de las mesas un diario argentino, concretamente El Clarín. Pedí permiso para agarrarlo y me puse a leerlo, comenzando por las tiras cómicas de la última página, siguiendo por las Necrológicas, Cultura, Internacional y Deportes. Pasé por alto Economía y justo iba a empezar con Nacional cuando noté que una chica me observaba. Esta primera impresión me desconcentró y, a pesar de que disimulaba, se me hicieron evidente sus reiteradas miradas. Estaba seguro de no conocerla de nada, por eso no pude evitar inquietarme un poco cuando la ví, con una copa de vino en la mano, acercarse hasta donde yo estaba.
- Disculpá que te moleste ¿vos no sos Marcelo Treves? – preguntó con acento porteño para, a continuación añadir – ¿el autor de “Vanidades vetustas y otros cuentos”?
Años atrás, en mi país, yo había ganado un importante premio literario con ese libro, recibiendo todo tipo de lisonjas por parte de la crítica especializada: “una imaginación fértil, cargada de matices que producen un resultado fascinante” (Sergio Petrocci, de Página 12), “Treves interpreta la realidad de un modo singular y personalísimo dotando a sus cuentos de una musicalidad que entronca con la mejor tradición argentina” (Esteban Kaminsky, en Clarín), “una brillante incursión por la ironía” (Carlos Casanova, Letras con Mayúsculas).
Por desgracia, los buenos augurios y las expectativas unánimes no encontraron confirmación futura y mis siguientes títulos pasaron sin pena ni gloria, relegando mi nombre a un merecido olvido y provocando la atrofia definitiva de mis impulsos creativos.
- ¿No me digás que vos lo compraste? – respondí, un tanto engreído y fingiendo más sorpresa de la que en realidad sentía.
- Sí, me lo regaló mi mamá. Después yo me compré “Ordinaria Ordinariez; cuentos para el colectivo” y tu única novela: “Alma”
- Mirá vos ¡ yo pensé que sólo mis tías compraban mis libros!, y decíme ¿qué cuento te gustó más de “Vanidades vetustas”?
- “Pena Grande”, sin duda. Me encanta cómo diseccionás psicológicamente al protagonista, cómo, ante la desintegración de su mundo, éste va aceptando estoicamente todo lo que le pasa…y te tengo que confesar que según iba leyéndolo, miraba una y otra vez tu foto en la solapa del libro, especulando sobre cuánto podría tener de autobiográfico o si se trataba de mera empatía hacia la problemática de un personaje
- ¿Y a qué conclusión llegaste?
- Bueno, mi mamá decía que, aún cuando utilizabas la tercera persona, en realidad estabas hablando de vos mismo pero yo me decantaba por la segunda opción. Eso sí, con la sospecha de que algunas de esas sensaciones no te eran del todo ajenas.
¿Tengo razón?
- O no. En todo caso comprenderás que, como autor, no puedo resolverte el dilema. Sería como una traición hacia mi mismo y sobre todo hacia mi personaje, una especie de violación de la confidencialidad que le debo.
Continuamos hablando un rato más de libros antes de pasar a otras cuestiones. Me miró con gran desconcierto cuando le dije que había cambiado la literatura por la seguridad de un trabajo fijo y, bastante menos, al enterarse que estaba soltero porque, según ella, un individuo con un universo interior como el mío debía verse asfixiado conviviendo con alguien, salvo que ésta persona fuera alguien muy especial, lo cual sucedía en contadas ocasiones. Además, hacía rato que se había dado cuenta de que no llevaba alianza y apenas prestaba atención a las mujeres que pasaban por la calle, al otro lado del cristal.
- ¿Siempre sos tan observadora?
- Si tengo interés, sí.
Ella, más allá del atractivo que saltaba a la vista (morena, no muy alta pero bien proporcionada, ojos verdes, pelo oscuro y un sugerente lunar junto a la boca) era pediatra, llevaba apenas un par de semanas en Madrid y a principios del siguiente mes se incorporaba a una conocida clínica privada del barrio de Salamanca. En Buenos Aires, acababa de sufrir el asalto a su departamento y el robo de su coche a punta de pistola, lo que la decidió a un cambio aires para recuperarse del trauma sufrido.
- Bueno, fue un inmenso placer conocerte pero, me tengo que ir – dijo al cabo de un rato
- ¿Te voy a volver a ver?
- Si tenés interés, sí aunque, tengo que advertirte de una cosa; si eso sucede, yo voy a hacer que volvás a escribir.
- Me estás asustando
- Todo tiene un porqué – contestó enigmática para después anotarme el número de su móvil en una servilleta de papel y darme un beso en la mejilla.
Antes de salir por la puerta se volvió para mirarme, sonriente y dejándome con una duda hoy felizmente despejada: Saber cómo le quedaría un bebé nuestro en los brazos.
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