martes, 13 de octubre de 2009

Trashumante

Aún siendo domingo, la cama no me retuvo más allá de las nueve y media, así que me levanté, duché y tras comprobar la climatología por la ventana, decidí desayunar en algún bar de la calle en vez de hacerlo dentro del hotel. Desde niño sentía adoración por esas mañanas grisáceas en que la amenaza de lluvia late sobre la ciudad en forma de nubarrones pendencieros, por lo que no me demoré demasiado antes de salir al encuentro de esa atmósfera tan británica. Lo único que restaba para redondear mi paseo era que lloviera ligeramente, no tanto como para que me calara pero sí lo suficiente para que la gente optara por permanecer en sus casas. Aunque le parezca extraño a quien conozca Madrid, en la zona donde se ubicaba mi hotel, no había bares (ni comercios) por lo cual tuve que desplazarme unas seis o siete cuadras hasta dar con uno que me satisfizo: sin aserrín ni papeles en el suelo, poco concurrido y con prensa en la barra. Pedí una barrita de pan tostado con tomate, aceite de oliva y una pizca de sal, junto con un café solo doble y un jugo de naranja natural, emulando de este modo mis antiguos desayunos cuando vivía en esta ciudad. Por el contrario, en mi natal Buenos Aires, me decantaba invariablemente por el café con leche acompañado de medialunas, unas veces de manteca y otras de grasa.
Devorado el desayuno y repasada la prensa, me perdí por pequeñas calles aledañas, haciendo tiempo antes de dirigirme a las mesas de saldo de la Cuesta de Moyano, movido por esperanza de encontrar libros interesantes cuyos títulos resultaban imposibles al otro lado del charco. En eso estaba, en una ansiosa labor de búsqueda, cuando sonó rabioso mi celular. Quien me llamaba se presentó como amigo de mi primo, socio de una agencia de publicidad y, tras excusarse por telefonearme en domingo, me comunicó que le urgía reunirse conmigo. Le dije que sí, que podíamos vernos cuando quisiera, sin inquirir el motivo, y de inmediato propuso vernos en un restaurante japonés a las dos. Yo adoro la comida nipona y como la propuesta sonó más exótica que tomarme una paella como cualquier boludo turista recién aterrizado en el país, a la hora en punto hice mi entrada en el local. Enseguida se acercó el maître y me condujo a una mesa del fondo, donde me esperaba mi anfitrión, un tipo menudo, de rostro afable y pelo blanco peinado a un lado que hacía juego con una barba blanca sedosa y redondeada. Me tendió la mano y apretó con fuerza, como a mí me gusta, transmitiéndome una primera impresión de tipo campechano, un tanto en divergencia con sus ropas que le daban apariencia de alto empleado de banca vestido de sport.
Luego de preguntarme por mi primo (un director de Planificación Estratégica que había pasado varios años en Madrid) e intercambiar algunas palabras de cortesía, entró en materia sin muchas dilaciones y escasas ambigüedades. El y sus socios querían contratarme, en calidad de free-lance, para colaborar con su agencia. Sabían que mi experiencia en la profesión era nula y que no iba más allá de mis contactos con mi citado pariente y otros amigos del gremio. Sin embargo, habían leído cosas mías y pensaban que la singularidad de mi pensamiento, mi innata rareza (sic) y la excentricidad de la que siempre me jactaba, podían dar un enfoque interesante (o dijo eficiente?) a sus nuevas campañas. Estimaban que era hora de buscar el talento creativo fuera del ámbito de la propia publicidad, donde había ciertos vicios que se repetían, debido quizás a un agotamiento de viejas fórmulas hoy obsoletas o a una coyuntural carencia de ideas que amenazaba con convertirse en patología crónica. Después de esta introducción y la obligada referencia al tema económico, me preguntó si había visto televisión española últimamente y qué opinión tenía de los comerciales y de ese programa que un conocido publicista presentaba en cierta cadena.
- Los comerciales, en general, me parecen idiotas, carentes de concepto y realizados por adolescentes para adolescentes más boludos que ellos y en cuanto al personaje que te refieres….¡pobre, con su nombre tener que llegar a eso…¡ todavía no sé si es un casting o un reality pero, en todo caso, es todo un montaje, un teatro de apariencias presentado por un individuo no carente de ingenio, lleno de éxito y colmado de aplausos pero que termina resultando ridículo para quien sepa ver. Nos fingen un mundo de lujo, de abundancia, y nos quieren impresionar, hacernos caer en su trampa de burdo ilusionismo, mostrándonos sólo la fachada y diciéndonos palabras vácuas de las que la gente no quiere oír más allá de lo que cuentan en su superficie.

Terminamos de comer, encargamos una segunda botella de Albariño y poco después de las tres y media nos despedimos con un contundente apretón de manos.
- ¿Te acerco a alguna parte? – se ofreció antes de subir a su BMW X5
- No, gracias, tengo ganas de caminar
- Llámame mañana o pasado con lo que sea
- Sí, quedáte tranquilo

Ni siquiera llevaba un par de cuadras andadas cuando el cielo empezó a descargar con moderación. Me levanté el cuello de mi chaqueta italiana, metí las manos en los bolsillos y continué mi paseo con calma, disfrutando del tiempo y pensando si volver a Buenos Aires el próximo martes o quedarme una temporada en Madrid. Nunca había tenido un particular feeling con esta última y no me resultaba sencillo conectar con los españoles. Sin embargo, una productora de tv y una agencia de publicidad me ofrecían trabajo, no había dejado a ninguna novia esperando y el cielo madrileño estaba teniendo el detalle de regalarme su agua “No sé, tal vez sea el inicio de una nueva amistad” pensé, mirando el cielo y sintiendo como la lluvia arreciaba y me empapaba la cara.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Kultura

Había llegado a Madrid por la mañana, tras un largo pero cómodo viaje en Business Class y con la perspectiva del fin de semana en un buen hotel a cargo de la productora que quería contratarme. En breve, ésta iniciaría una serie sobre treintañeros y cuarentones alejados de la marginalidad, la estupidez y la ordinariez, adentrándose así en un terreno vírgen en la televisión española, y querían que yo participara activamente en el proyecto. La idea me sedujo desde el primer momento, y no únicamente por la oferta económica o porque pudiera trabajar desde Buenos Aires sino por cuanto suponía una apuesta original e interesante, una ruptura discernible con lo que hasta entonces venían emitiendo las distintas cadenas.

Por la tarde, con el estómago satisfecho (un cochinillo que se santiguó nada más verme) y una siesta reparadora del agrado de mis jugos gástricos, salí a pasear a la calle, sin otros horizontes que el ocio e ir a saludar a mi amigo Marcelo. Visité el Museo del Prado, me tomé unos caracoles con cerveza negra en un bar próximo a la Puerta de Toledo, subí andando hasta atravesar la Pza. Mayor, Gran Vía, continuado por San Bernardo y Eloy Gonzalo para llegar finalmente a Sta. Engracia, que es donde vivía mi paisano. Me abrió él mismo la puerta y me dió un sentido abrazo. Enseguida apareció su mujer y repitió el gesto, añadiendo el clásico saludo español de dos besos. A renglón seguido, descorcharon el vino mendocino que les había llevado y nos sentamos a tomarlo en el comedor, acondicionado para una pequeña celebración que daban esa misma noche con motivo del cumpleaños de ella. Intenté balbucear una excusa para evadirme del festejo, dada mi aversión a dichos eventos, pero no hubo disculpa que les valiera. Obligado por las circunstancias, y sin ánimo de ser descortés con unos amigos a los que apreciaba, me armé de paciencia y acepté estoicamente mi aciago destino inmediato.

Su concepto de que no iban a ser muchos chocaba con lo que mi cultivada misantropía era capaz de soportar sin padecer efectos secundarios y la gente empezó a llegar hasta conformar un grupo bastante homogéneo de alrededor de venticinco personas en el que yo no encaja. Tampoco lo pretendía, así que me arrimé a mi amigo y cuando lo perdía de vista, deambulaba a la deriva por las zonas donde se desarrollaba la fiesta: el salón, la terraza, donde había otra mesa repleta de empanadas argentinas, sandwiches de miga, jamón, tortillas y bebidas varias, y la cocina, oasis donde se retiraban algunos para escapar del ruido o mantener conversaciones más privadas. Precisamente aquí fue donde la encontré o, mejor dicho, ella me encontró a mí, porque yo estaba sentado tranquilamente mirando a contraluz el vino que acababa de servirme cuando se produjo su aparición.
- Me dijo Marcelo que eres escritor – soltó en cuanto entró por la puerta y antes de que pudiera reparar en su presencia, como si estuviera siguiéndome y hubiese esperado una ocasión propicia para abordarme.
Giré la cabeza y la observé unos instantes antes de contestar. Era una rubia de esas que lo son sólo en apariencia, como las novias de los gánsters de las películas, tenía unos rasgos suaves que me hicieron pensar en genes recesivos, vestía con modernidad y un criterio que pretendía ser elegante pero no pasaba de pretencioso. Llevaba maquillaje a discreción y unas gafas de sol colocadas sobre el pelo, acaso temerosa de que las bombillas de 60 watios aumentaran imprevistamente su potencia a lo largo de la noche y terminaran cegándola. Por lo demás, era poquita cosa aunque se desabotonara el escote y los pantalones le marcaran un culo que empezaba a desbordarse. Sin pretender dármelas de visionario, la imaginaba casándose con un infeliz, teniendo dos hijos y viviendo en un departamento chiquito y amueblado con mal gusto en algún lugar de la periferia.
- Ajá – contesté acompañando mis palabras con un movimiento de cabeza
- A mí me encaaanta leer – se embaló como si a mí me importara algo o mi expresión denotara el más mínimo interés – ahora estoy terminando la trilogía de Larsson…es alucinante….¿la has leído?
- No, me temo que no leí ni la sinopsis
- ¿Sinopsis? ¿es otro título suyo? ¿de antes de la trilogía, no?
- Sí, búscalo en Google
- ¿De verdad no has leído la trilogía? – repitió con asombro
- En Argentina tuvo tanto éxito, que está agotada – mentí
- Jo, pues tú te lo pierdes, es un libro guay….casi me gustó tanto como El Código Da Vinci….¿éste sí lo leíste, no?
- Por supuesto, dos veces – volví a mentir
- Es que es una historia taaaan buena y está taaan bien escrita…Oye ¿y tu cómo te llamas?
- Guido, Guido Finzi
- Ah, pues no, no he leído ningún libro tuyo….Oye, ¿y te gusta Paulo Coelho?
Me gustaba tanto la prosa del brasilero como cortarme las uñas de los pies con los dientes pero le seguí la corriente:
- Sí, me apasiona…es más, debería ser de lectura obligada en las escuelas
- A qué sí ¡ - exclamó entusiasmada – es mi escritor favorito….es tan profundo y taaaan sensible….pero también es un escritor que te hace pensar, no te creas…
- A mí, desde luego, no me deja indiferente – contesté pero pensando que sí, que te hacía pensar… en no volver a agarrar nunca más un libro
- Jo, cómo me gusta hablar de literatura con alguien que entiende…aquí no puedes hablar con casi nadie, porque la mayoría de la gente no lee……hay mucho alfabeto suelto ¿sábes?
- Es lo que tienen los alfabetos, que les gusta andar sueltos…
- Sí, hay gente muy atrasada que no entiende nada de cultura….Oye, del que no leí nada es de Borges ¿me lo recomiendas?
Yo creía que para todo tenía que haber cierto límite, incluso para ser boluda. Por desgracia, sus palabras me convencieron de que en esto también me había equivocado.
- Noooo, no perdás el tiempo con él ….de los argentinos, quedáte con Bucay….te va a encantar
- Espera, espera que voy a buscar al bolso una libreta que tengo y lo anoto, que después se me olvida……ahora mismo vuelvo.

Apenas salió ella por la puerta de la cocina, hice yo lo propio, sólo en dirección contraria; directamente hacia la calle y con una botella de vino empezada en una mano y una copa en la otra. Por el camino, saludé con prisas a mis amigos y les prometí llamarlos al día siguiente para quedar a comer o cenar. Cuando por fin alcancé la liberadora acera, me serví una generosa dosis de Ribera del Duero, sabiendo que en cuanto doblara la esquina dejaría de escuchar aquellas voces que en ese momento me llamaban inútilmente desde el balcón: “Guiido, Guiiido, Guiiido…”.