Apoyado contra la barra, con un Cinzano a mi diestra y disfrutando del analgésico ruido provocado por el chaparrón que caía afuera, me entretenía buscando apellidos fonéticamente interesantes en las esquelas de La Nación. Para no variar, había encontrado un par que me parecieron idóneos para fantasear algún personaje, movido por la creencia tan judía de que los nombres son importantes. Y es que yo soy de esos que jamás iría a un psicoanalista (esa cosa de rusos y de putos, como diría mi abuelo materno) que se llamase José García, ni escrituraría mi departamento ante un notario que firmara como Juan Pérez, por mucho Ilustrísimo que le colocaran delante.
Después de anotarlos en la pequeña agenda que siempre llevo conmigo, pasé a entretenerme con las noticias del diario. Como no andaba para nada interesado en profundizar en las habituales catástrofes, alterné la lectura distraída de los titulares con la contemplación de la tormenta, que oscurecía la ciudad y embellecía los edificios neoclásicos del barrio, a fuerza de resaltar una elegante combinación de tonos blancos, negros y grises más propia de París que del culo del mundo.
En eso andaba, en pasar ocioso un rato de tarde, cuando el sonido de la puerta al abrirse me hizo volver la cabeza, más por instinto que por curiosidad. Fue entonces que mis ojos se toparon con una morena de pelo largo y oscuro, que me hizo recordar a la actriz norteamericana Veronica Hammel, con la salvedad de que ser más joven y tener los ojos de un llamativo verde felino. Venía empapada, andaría por los treinta, y vestía ropa informal pero cara. Pasó por mi lado, y tomó asiento en un taburete a no más de tres metros de donde yo estaba. Como con toda seguridad sólo había entrado para refugiarse de la lluvia, cuando el mozo se le acercó se demoró unos instantes en decidir. Finalmente, tras pasear sus ojos por la barra, reparó en mi copa, y decidió imitarme.
Mientras le servían, no paró de arreglarse el pelo, pasándose los dedos por el cuero cabelludo y echándose el flequillo hacia atrás. Yo, por mi parte, no podía dejar de mirarla. Siempre me había gustado observar cómo las mujeres se peinan cuando salen de la ducha, y verlas pasear por la casa con el albornoz puesto, el cabello mojado y el cepillo en la mano, era de esas visiones que almacenaba en un lugar recurrente de mi memoria, asociadas con prólogos o epílogos de algo mejor.
Sin embargo, como no pretendía incomodarla, me reprimí y aparté los ojos de ellas, volviéndome a concentrar en las noticias. No lo logré del todo, y seguí observándola con cierta insistencia, ya fuera de reojo o a través del espejo que ambos teníamos enfrente, detrás de la barra. Curiosamente, ella no reparaba en mí, a pesar de nuestra cercanía y mis frecuentes miradas, lo que me hizo sospechar algo anómalo en aquel comportamiento. Me pareció una indiferencia poco natural, forzada, y de inmediato sonreí al evocar cierta historia de mi pasado que empezó de idéntica manera. En aquella oportunidad había tenido fortuna, lo que me alentó para estar alerta ante esta situación y sus posibles evoluciones. Por desgracia, en esta ocasión no contaba con la complicidad del mozo, como entonces, ni con la temeridad de mis días juveniles. Sea como fuera, apenas tuve tiempo de hacerme mala sangre ni rumiar el modo de abordarla, porque fue ella quien se acercó hasta mí.
- ¿Tenés fuego? – me preguntó, con un cigarrillo en la mano
- Sí – respondí, sacando un Zippo de mi bolsillo
Me dio las gracias y ofreció un cigarrillo que rechacé.
- No, yo no fumo
Se sorprendió porque no fumara pero llevara encendedor encima.
- Lo llevo por si me pierdo en un bosque – le aclaré, intentando ser gracioso – no, la verdad es que lo tengo porque me gusta el chasquido metálico que hace al abrir y cerrarlo - confesé
- A mí también me gusta mucho ese ruidito – dijo, expresando con su lenguaje corporal que no tenía prisa por regresar a su sitio
- Te queda muy bien el pelo mojado, le da un aspecto brillante, como si estuviera barnizado
Sonrió, ladeando la cabeza y mirándome con atención, calibrando si mis facciones eran de su agrado.
- ¿Siempre le decís cosas tan lindas a las minas que acabás de conocer? – interrogó en tono canchero
- A veces hasta incluso antes de conocerlas, como a vos. De todas formas, no es muy meritorio ser galante cuando se tiene a alguien tan inspiradora delante…
- Veo que valió la pena acercarme a pedirte fuego
- Debía estar escrito, lo mismo que pidieras lo mismo que yo estaba tomando, y que entraras justo en este bar
- ¿Sos determinista?
- Y de San Lorenzo – repliqué aseverando con la cabeza
- jajaja – me premió la ocurrencia, con una risa que embellecía aún más su ya de por sí agraciado rostro
Roto el hielo, seguimos charlando un buen rato, tomamos un par de Cinzanos más cada uno y nos despedimos con un beso en la mejilla. Entre muchas cosas, me dijo que se llamaba Berta y quedamos en volver a vernos el próximo día que lloviera, en el mismo lugar y a idéntica hora. Felizmente, llovió a la tarde siguiente, y después de repetir bebidas y conversación, terminamos cenando en un coqueto restaurante italiano a la vuelta de mi casa.
Berta y yo estuvimos juntos algo más de dos años, hasta que llegó la inevitable ruptura. Después, no volví a verla hasta años más tarde, justo cuando yo acababa de regresar España, y me la encontré paseando por Florida con dos nenes por la calle. El mayor tenía 9 años, y el más chico, 4. Les quise invitar a tomar algo pero tenían cita para el dentista y andaban con prisa, así que apenas pudimos intercambiar unas pocas frases corteses. Cuando se marcharon, me pareció que ella se daba la vuelta y dedicaba una extraña sonrisa, como de complicidad o picardía. Pero no podría asegurarlo, por el gentío que me impedía verla bien, y porque yo estaba absorto en otras cosas: en pensar cómo se parecía a mí el pibe más grande, y en hacer cuentas con los dedos.
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"Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se trasmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido". Edgardo Cozarinsky
viernes, 17 de diciembre de 2010
sábado, 11 de diciembre de 2010
Verónica
Verónica me gustaba, pero yo no estaba enamorado de ella. Si bien llevábamos casi un año manteniendo una relación cómoda, de encuentros espaciados y ausencia de responsabilidades que, de a poco, se fue transformando en algo más, trascendiendo del mero sexo y llevándonos a compartir experiencias propias de parejas al uso: íbamos al teatro, al cine, salíamos a cenar fuera, paseábamos por las ferias de libros, corríamos por el parque, y nos intercambiábamos regalos, yo no la amaba. Por eso, porque no la amaba, y porque los acontecimientos se venían sucediendo en una progresión que nos hacía parecer novios, fue que empezó a entrarme la culpa. A fin de cuentas, y por mucho que lo negara, yo no era más que un tipo cuyo plan existencial pasaba por casarme, tener hijos, un perro, un jardín con flores, y hacer asados los domingos. O sea, el típico fruto de una educación tradicional y, como tal, padecía de cierto sentimentalismo boludo de soltero que se me iba acusando con el transcurrir de los años. Sin embargo, y para hacer honor a la verdad, yo no sólo pensaba en mí, sino también en ella. Temía que se desilusionara, que le diera por imaginar un futuro en común que para mí estaba fuera de cualquier consideración. Así que una tarde decidí llamarla y quedar para poner fin a nuestra historia. No quería que sufriera, ni yo perder más el tiempo. Tenía que decirle que no podía corresponder a su amor, y que se merecía a alguien que la quisiera de verdad e hiciera feliz.
La cité a las siete y media en un bar cercano a mi casa, un bolichito en Talcahuano al 1.000 llamado La Perla, donde a veces acostumbrábamos a tomar algo antes de subir a mi departamento. No mostró curiosidad alguna por el motivo de la convocatoria y se presentó con su acostumbrada puntualidad suiza. Yo, fiel a mis hábitos, llegué al bar con unos minutos de adelanto, y la esperé sentado en una de las mesas más alejadas, aunque ninguna lo estaba suficientemente de un televisor encendido.
Como suele suceder en estos casos, ese día Verónica estaba particularmente linda, con una remera ajustada que alguna vez fue negra y que ahora, a fuerza de lavados, había adquirido un color gris oscuro, y unos jeans gastados que le sentaban como un guante. Me saludó con un beso en la mejilla y tomó asiento, pidió una cerveza al mozo, y sacando un paquete de cigarrillos de su bolso, empezó a fumar con desgana. Después de hablar de pavadas de tipo ¿qué tal en el laburo?, parece que va a llover y otras naderías parecidas, por fin me armé de valor para encarar el asunto:
- Mirá, Vero, vos sabés que yo te aprecio y que me caés muy bien ¿no? pero…uff, no sé cómo decirte esto…
- Me estás asustando, Guido ¿no me digás que tenés sida?
- ¡Qué voy a tener sida, dejate de joder¡. Lo que quiero decirte – y acá me lancé – es que no podemos seguir con lo nuestro
- ¿Lo nuestro? – preguntó sorprendida arqueando las cejas - ¿qué es lo nuestro?
Ahí el sorprendido fui yo, pero Verónica me sacó inmediatamente cualquier duda de encima
- Que yo sepa, quedamos para coger ¿no? lo que no quita para que vayamos a cenar o ver alguna obra, película o comprar libros
- Claro, claro – asentí
- Un momento… ¿no me digás que vos te pensabas que…? – inquirió tras mirarme unos instantes, como para adivinar si yo era tonto o me hacía
- No, no, por favor, ¡qué voy a pensar¡ – la interrumpí, por no escuchar lo que iba a decirme, y que me haría sentir mal conmigo mismo por haber sido tan pelotudo – de todas formas, creo que va siendo hora que pongamos fin a esto ¿no te parece?
- ¿Es que tenés alguna mina a la vista? – quiso saber, con un interés que me pareció nada fingido
- Sí – mentí – hay una mina con la que a lo mejor empiezo algo
- Te felicito – dijo, apretándome la mano – che, ¿qué te parece si subimos a tu departamento y echamos unos últimos polvos de despedida? Es lo mínimo, ¿no?
Cuando Verónica se marchó de casa era noche cerrada, pero no quiso que la llevara en mi auto a la suya, ni que tan siquiera la acompañara al portal, así que nos despedimos arriba, en la puerta de mi departamento, dándonos un abrazo, un fugaz beso y deseándonos lo mejor.
Apenas me quedé solo, me comencé a sentir mal, a notar un regusto amargo que me hizo recordar esos días, post veraniegos, en que oscurece muy temprano y uno nota un bajón existencial que lo arrastra a la melancolía. Aún cuando no había habido ningún dramatismo en el desenlace, tampoco me gustó comprobar cómo, mis suposiciones sobre sus sentimientos hacia mí eran del todo erróneas. Pero la verdad, es que no podía quejarme; un comedido golpe a la línea de flotación de mi ego era un precio llevadero que, además, me exoneraba de cualquier sentimiento de culpa. Lástima que dos días más tarde, en el transcurso de una charla informal con el portero del mi edificio, éste mencionó algo que yo no podía imaginar y que echó por tierra mi sensación de alivio.
Me contó cómo, esa noche había visto a Verónica salir del ascensor y pasar a su lado sin saludarlo, cosa que le sorprendió, ya que era una chica muy simpática. Se la quedó entonces mirando y, a través de los cristales de la puerta, vio cómo se apoyaba en un árbol, seguramente en espera de un taxi, y se largaba a llorar. En aquél momento dudó si salir a consolarla pero, lo pensó mejor y no quería pecar de indiscreto, demasiados porteros chismosos hay hoy en día, como para andar él aumentando la lista. Le agradecí la información, y le tiré unos mangos para que se tomara algo o llevara a su mujer al cine. Después, subí a casa y me tumbé en la cama con el deseo de dormir, de no pensar, pero no pudiendo evitar que un pensamiento único me martillara la cabeza hasta que me venció el sueño: “¿Y ahora, decime, con quién vas a coger, infeliz?”
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La cité a las siete y media en un bar cercano a mi casa, un bolichito en Talcahuano al 1.000 llamado La Perla, donde a veces acostumbrábamos a tomar algo antes de subir a mi departamento. No mostró curiosidad alguna por el motivo de la convocatoria y se presentó con su acostumbrada puntualidad suiza. Yo, fiel a mis hábitos, llegué al bar con unos minutos de adelanto, y la esperé sentado en una de las mesas más alejadas, aunque ninguna lo estaba suficientemente de un televisor encendido.
Como suele suceder en estos casos, ese día Verónica estaba particularmente linda, con una remera ajustada que alguna vez fue negra y que ahora, a fuerza de lavados, había adquirido un color gris oscuro, y unos jeans gastados que le sentaban como un guante. Me saludó con un beso en la mejilla y tomó asiento, pidió una cerveza al mozo, y sacando un paquete de cigarrillos de su bolso, empezó a fumar con desgana. Después de hablar de pavadas de tipo ¿qué tal en el laburo?, parece que va a llover y otras naderías parecidas, por fin me armé de valor para encarar el asunto:
- Mirá, Vero, vos sabés que yo te aprecio y que me caés muy bien ¿no? pero…uff, no sé cómo decirte esto…
- Me estás asustando, Guido ¿no me digás que tenés sida?
- ¡Qué voy a tener sida, dejate de joder¡. Lo que quiero decirte – y acá me lancé – es que no podemos seguir con lo nuestro
- ¿Lo nuestro? – preguntó sorprendida arqueando las cejas - ¿qué es lo nuestro?
Ahí el sorprendido fui yo, pero Verónica me sacó inmediatamente cualquier duda de encima
- Que yo sepa, quedamos para coger ¿no? lo que no quita para que vayamos a cenar o ver alguna obra, película o comprar libros
- Claro, claro – asentí
- Un momento… ¿no me digás que vos te pensabas que…? – inquirió tras mirarme unos instantes, como para adivinar si yo era tonto o me hacía
- No, no, por favor, ¡qué voy a pensar¡ – la interrumpí, por no escuchar lo que iba a decirme, y que me haría sentir mal conmigo mismo por haber sido tan pelotudo – de todas formas, creo que va siendo hora que pongamos fin a esto ¿no te parece?
- ¿Es que tenés alguna mina a la vista? – quiso saber, con un interés que me pareció nada fingido
- Sí – mentí – hay una mina con la que a lo mejor empiezo algo
- Te felicito – dijo, apretándome la mano – che, ¿qué te parece si subimos a tu departamento y echamos unos últimos polvos de despedida? Es lo mínimo, ¿no?
Cuando Verónica se marchó de casa era noche cerrada, pero no quiso que la llevara en mi auto a la suya, ni que tan siquiera la acompañara al portal, así que nos despedimos arriba, en la puerta de mi departamento, dándonos un abrazo, un fugaz beso y deseándonos lo mejor.
Apenas me quedé solo, me comencé a sentir mal, a notar un regusto amargo que me hizo recordar esos días, post veraniegos, en que oscurece muy temprano y uno nota un bajón existencial que lo arrastra a la melancolía. Aún cuando no había habido ningún dramatismo en el desenlace, tampoco me gustó comprobar cómo, mis suposiciones sobre sus sentimientos hacia mí eran del todo erróneas. Pero la verdad, es que no podía quejarme; un comedido golpe a la línea de flotación de mi ego era un precio llevadero que, además, me exoneraba de cualquier sentimiento de culpa. Lástima que dos días más tarde, en el transcurso de una charla informal con el portero del mi edificio, éste mencionó algo que yo no podía imaginar y que echó por tierra mi sensación de alivio.
Me contó cómo, esa noche había visto a Verónica salir del ascensor y pasar a su lado sin saludarlo, cosa que le sorprendió, ya que era una chica muy simpática. Se la quedó entonces mirando y, a través de los cristales de la puerta, vio cómo se apoyaba en un árbol, seguramente en espera de un taxi, y se largaba a llorar. En aquél momento dudó si salir a consolarla pero, lo pensó mejor y no quería pecar de indiscreto, demasiados porteros chismosos hay hoy en día, como para andar él aumentando la lista. Le agradecí la información, y le tiré unos mangos para que se tomara algo o llevara a su mujer al cine. Después, subí a casa y me tumbé en la cama con el deseo de dormir, de no pensar, pero no pudiendo evitar que un pensamiento único me martillara la cabeza hasta que me venció el sueño: “¿Y ahora, decime, con quién vas a coger, infeliz?”
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