lunes, 12 de diciembre de 2011

Rumbo sur

En la mañana del 15 de junio de 1923, el médico Edward Murphy, hijo de Nevil Murphy, quien fuera miembro distinguido del Ejército Republicano Irlandés en la guerra anglo-irlandesa (1919-1921), y nieto por vía materna, del Dr. Liam Kilkenny, celebrado autor de “Principles of Anesthesia for Toraxic Surgery” llegaba a Buenos Aires a bordo del buque mercante “King George”, tras una travesía iniciada en Plymouth, y ralentizada por las inclemencias del tiempo, y el inesperado óbito del capitán de la nave. Los motivos de su arribo a orillas del Plata siempre quedaron empañados por la bruma y la especulación, barajándose hipótesis de lo más variado. De éstas, quizás la de mayor arraigo sea aquella que le atribuye un amor imposible con una prima hermana suya quien, según se cuenta, terminaría casándose con el hijo de un parlamentario británico y trasladándose a vivir a Londres.

Edward, como buen irlandés, era un tipo alto y cargado de hombros, tenía una cara chata salpicada de pecas en la que destacaba una nariz puntiaguda, y peinaba un rebelde cabello pelirrojo mate. Sin embargo, y por razones que originariamente se escapan, de aquí en los sucesivo sería coloquialmente conocido como “el polaco” aún cuando, a modo de mimetizarse con el nuevo paisaje, mutara su nombre por el de Evaristo Mondragón, y tiñera el pelo de negro. De poco le valió adornarse con un espeso y oscuro bigote, aunque esto lo hiciera siguiendo los criterios de la moda imperante, y no para aparentar lo que no era.

Se supone que “El polaco” debió de llegar de Irlanda con algún buen dinero porque, a las pocas semanas de su desembarco, compró una casa en el barrio de Balvanera en la que habilitaría un consultorio. La propiedad era relativamente grande, de estilo francés, y constaba de dos puertas de acceso: una primera que daba a la calle, y otra a la que se accedía a través de un zaguán. De este modo, uno podía ingresar en la casa sin pasar por la consulta, y viceversa.
La modesta barriada, a dos pasos de la calle Corrientes, estaba por aquel entonces conformada por gente sencilla, por inmigrantes de todas las procedencias, desde armenios hasta judíos, pasando por eslavos, alemanes, italianos o españoles, que continuaban llegando a la Argentina escapando de persecuciones o atraídos por las oníricas perspectivas de un rápido enriquecimiento. En semejante contexto, de vida dura y ganancias exiguas, costaba mucho progresar. Por eso, o tal vez por razones más oscuras y que tienen que ver con la compensación de sus sufrimientos pasados, el Polaco se comenzó a relacionar con gentes de pésima reputación; con polacos de veras, que se habían asociado en torno a una organización llamada Varsovia, y que más tarde sería conocida con el nombre de Zwi Migdal.

Si bien no queda del todo claro el papel del Dr. Mondragón en los inicios de su colaboración con esta banda de proxenetas, resulta aceptable razonar que debió ocuparse de la interrupción de embarazos no deseados y demás aspectos relacionados con la profilaxis sexual de las pupilas. De lo que caben pocas dudas, es de que debió ser muy eficiente en su tarea porque, ya a mediados de 1924, la policía maneja un importante dossier sobre el personaje, resaltando dos hechos singulares: que en tan breve espacio de tiempo se granjeara la estima del mismísimo Noé Trauman, con quien se le veía frecuentemente por los Cafés de Talcahuano, Junín y Libertad, y que, le llamaran el Polaco, cuando su documentación lo identificaba como Evaristo Mondragón, médico de profesión y nacido en Buenos Aires de padres vascos.

El Dr. Mondragón, o el Polaco si se prefiere, se enriqueció muy deprisa. En el transcurso de pocos años, adquirió varios inmuebles en la ciudad, una quinta a las afueras, y le gustaba pasearse a bordo de un Ford último modelo manejado por un chófer filipino (las malas lenguas les llegaron a vincular sentimentalmente). Se tiene también constancia de que realizó numerosos viajes al interior del país, a Rosario y otras localidades de la provincia de Santa Fé, donde el grupo regentaba una red de burdeles, e incluso hubo quiénes lo vieron asistiendo al “remate” de mujeres en algún hotel de mala muerte.

Así siguieron las cosas hasta que, en 1929, una prostituta, Ruchla Laja Liberman “la polaquita”, denunció a la Zwi Migdal ante la justicia. A pesar del enorme poder de la organización, y los pagos que realizaba desde mucho tiempo atrás a policía y miembros de la judicatura, el juez Manuel Rodríguez Ocampo investigó la denuncia ordenando el allanamiento de la sede de la banda, el 30 de mayo de 1930, y decretando el ingreso en prisión preventiva de numerosos miembros del clan mafioso. Para entonces, el Polaco llevaba varias semanas huido en Uruguay, de donde ya no regresaría, y donde su cadáver sería descubierto, cuatro meses más tarde, sobre la arena de la playa de Carrasco, cosido a puñaladas, y con documentos falsos a nombre de Norberto Varela, natural de la provincia argentina de Córdoba

Notificadas sin premura las autoridades argentinas, éstas identificaron al finado como el Dr. Evaristo Mondragón, dirigiendo las investigaciones hacia un seguro ajuste de cuentas a cargo de sus antiguos socios. De su parte, la policía uruguaya se decantó por la teoría de una acción de la mafia marsellesa, que veía como una amenaza el desembarco, en aquella orilla del Plata, de sus competidores porteños. Sea como sea, el crimen nunca fue esclarecido, y el cadáver fue enterrado en una fosa anónima, sin honores, flores ni asistentes, en un cementerio del que hoy ha nadie se acuerda.

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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Una historia romana

Hará unos cuatro años, mi amigo Sebastián Liuzzi, descendiente de los generales Guido y Giorgio Liuzzi, me escribió de París, anunciándome el envío de una primera edición de “Sociologia delle Religioni”, de Umberto Cassuto (Turín, 1929). Por aquél entonces, yo apenas sabía nada del autor, y mis únicas referencias se reducían a su origen florentino y a que, durante un tiempo, había coincidido con Scholem en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Por encima de estas consideraciones y el interés que me suscitaba el título, lo que me fascinó de inmediato, fue la presencia física del libro: cosido a mano, y encuadernado en cuero negro y oro, con una delicadeza de artesano hoy fatalmente desaparecida. Esta atracción visual me empujaba irremisiblemente a acariciarlo, a palpar la suavidad de su piel y notar en la punta de los dedos la depresión de las letras de la cubierta y el lomo. Según me contó Sebastián, lo había adquirido en una librería del distrito XVI, regentada por un viejito de nombre Moïsse Gabbay, y que le fuera recomendada por su primo Michel. Más tarde supo, conversando con el anciano, que el local era frecuentado por gente como Pierre Vidal-Naquet o Maurice Molho, y observó, sobre la gran mesa que utiliza de escritorio, una foto enmarcada en la que el viejo posa sonriente junto a Erwin Panofsky.

Después de manosearlo un rato por fuera, finalmente abrí el libro y empecé a hojearlo, al azar, yendo y viniendo de atrás para adelante y de adelante hacia atrás. Algunas hojas estaban pegadas, supuse que a efectos de la humedad contenida durante décadas, y me entretuve en separarlas, cuidadosamente, con miedo a rasgarlas. Cuando casi estaba acabando, me topé con un grupo de unas ocho o diez que me dieron un mayor trabajo y que encerraban una sorpresa del todo inesperada. En el interior de las dos últimas (las del centro), apareció un papel, pequeño, contenido en medio de ellas como dentro de un sobre. Lo tomé en mis manos y lo examiné. De inmediato comprobé que era una breve carta, doblada en dos sobre una cuartilla, y escrita, en italiano y a lápiz rojo (ahora presentaba un aspecto amarronado) por ambas caras. Estaba fechada en Fossoli el 28 de mayo de 1944, y al dorso presentaba la rúbrica de un tal Vittorio Pacifici. La caligrafía era esmerada, y presagiaba un alto grado de instrucción en quién la había escrito, pronóstico que quedaría confirmado en cuanto comencé a leerla. Con pulcra sintaxis, Vittorio Pacifici reiteraba su amor hacia su amada, Adela, y se despedía ante la eminencia de su involuntario traslado hacia algún lugar del Este de Europa, y ante la más que probable imposibilidad de poder hacerlo en el futuro.

Releí la carta varias veces, sin conseguir despegarme del cierto ánimo metafísico que me había provocado la primera lectura. Quedé pensativo y callado, quieto, con la mente retrocediendo a un tiempo pasado que no viví, y empatizando con desgracias ajenas que pudieron ser mías. A fin de cuentas, mi familia escapó por lo pelos de similares destinos. Al irse diluyendo estas sensaciones, me entregué a la pragmática tarea de averiguar todo lo que pudiera sobre Vittorio y Adela. Llamé a mi amigo Sebastián (albergaba la paranoica hipótesis de que la inclusión de la carta en el libro hubiera sido idea suya), visité numerosas páginas de Internet, y pregunté en mi entorno familiar, tanto en Argentina como en Italia. De todas estas indagaciones no saqué nada en claro. Apenas algún recuerdo vago sobre alguien de apellido Pacifici pero que no coincidía con Vittorio. Finalmente, me puse en contacto con la Comunidad Judía de Roma donde, tras diversas comprobaciones respecto a mi identidad y los motivos de mi consulta, accedieron a compartir la información de la que disponían. Así conseguí saber que Vittorio Pacifici había nacido en Roma el 5 de enero de 1910, ejerció como abogado hasta la instauración de las Leyes Raciales, y murió en Auschwitz en una fecha sin determinar (es viable suponer que allí conociera a Primo Levi). Referente a Adela, no figuraba nadie con ese nombre en sus registros de la época. “Seguramente fuera católica”, me dijeron.

Sólo cuando al año siguiente viajé a Roma, y mostré la carta a uno de los principales dirigentes de la colectividad, tuvieron a bien a darme un dato adicional de suma importancia: en la ciudad, aún vivía una prima hermana de Vittorio. A petición mía, el propio Dr. Sereni la telefoneó al momento, concertándome un encuentro para aquella misma tarde. La nonagenaria señora, hija de un hermano del padre de Vittorio, residía en el Prati, en una distinguida vivienda de principios de siglo, que compartía con su hijo, notario como el difunto padre, y su nuera.

Fiel a mis costumbres, llegué puntual a la cita, toqué el timbre, y una persona del servicio me escoltó hasta el salón, donde la familia me estaba esperando. Me saludaron con cordialidad, invitaron a tomar un té, y sin mucho más preámbulos, leyeron por turnos la carta que les ofrecí. Se emocionaron, y la nonagenaria comenzó a narrarme la historia de los suyos, siguiendo su propia jerarquía de recuerdos. Mientras lo hacía, me iba mostrando antiguas fotos en blanco y negro, y por primera vez pude ver cómo había sido Vittorio, su primo favorito, siete años mayor que ella y a quien siempre consideró como un hermano.

Con renovadas lágrimas en los ojos, doña Natalia no dejaba de apretarme repetidamente las manos y de darme las gracias por lo que estaba haciendo. Los demás se sumaron al agradecimiento, y yo tuve que esforzarme en no sucumbir a lo emotivo del momento. Consciente mi incomodidad y con el propósito de desdramatizar el instante, el hijo, Arnaldo, propuso que fuéramos a cenar al viejo ghetto, a un restaurante casi pegado al Portico D’Ottavia. No tenemos que ponernos tristes, dijo, añadiendo que yo era su invitado de honor, y no podía negarme a las excelencias de la cocina judía romana. Lejos de oponerme, acepté encantado, disfruté de una velada entrañable, y terminé ganando tres nuevos amigos en la ciudad.

El año pasado, mediante un llamado telefónico, Arnaldo me comunicó el fallecimiento de su madre. Cumpliendo con una de sus últimas voluntades, la carta del primo pasó a formar parte de los fondos del Museo Ebraico de Roma, donde aparece expuesta junto a una tarjeta informativa en la que se lee: “Donazione di Guido Finzi”.

De Adela, nunca nada se supo.

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viernes, 25 de noviembre de 2011

Green tea

Bernardo levantó suavemente la sábana y la miró con detenimiento. El pelo rubio desteñido, la pintura de los labios saliéndose de sus bordes y unos muslos que exhibían celulitis bastaban para no acordarse de lo que más le llamó la atención cuando la conoció, hacía escasamente ocho horas: la protuberancia de los pezones y su cara de viciosa.

Se preguntaba, asombrado, cómo podía seguir durmiendo; con la incómoda luz matutina entrando sin vergüenza por la ventana, los pajaritos trinando endemoniados y los jardineros de la urbanización recortando setos y podando ramas ,sierra mecánica en mano, con más entusiasmo que el protagonista de La Matanza de Texas. Apenas eran las nueve y diez de la mañana de un sábado, y sólo faltaba que llamaran al timbre los Testigos de Jehová para hablarle de Dios y la salvación del mundo. Como no era una posibilidad del todo descartable, y tampoco que su ocasional pareja se despertara con la idea de ducharse juntos, Bernardo buscó sus calzoncillos y se encaminó a la cocina a preparar café y meterse bajo el agua antes de que sus temores se cumplieran.

Activado por la ducha caliente y la cafeína, volvió a su cuarto para ver las evoluciones oníricas de la marmota. Ésta continuaba roncando, emitiendo extraños sonidos y moviéndose con una leve agitación, igual que hacen los cachorros de perro. “Esto va para largo” pensó, y decidió bajar a comprar el periódico.
Repasadas las necrológicas, la programación de las distintas cadenas televisivas, y resuelto los dos crucigramas; el fácil y el difícil, Bernardo permaneció un buen rato mirando a la hembra, que más que dormir parecía haberse muerto sobre su cama. Anoche la había imaginado más delgada y sonrió al pensar que tal vez se estaba convirtiendo en un hombre de gustos “más amplios”. Pero llevaba tantos meses sin sexo que se decidió darle de comer a la nutria como fuera. Además, siempre podía justificarse diciendo que había poca luz o que el Jack Daniel’s era de garrafón.

Finalmente, pasadas las diez y media, la bella durmiente abrió los ojos.

- Me encanta que me miren mientras duermo, es tan romántico…- fueron sus primeras palabras

Eso era más de que él podía resistir, así que le dedicó una falsa sonrisa y fue a buscarle un café, a ver si tenía el buen gusto de tomárselo rápido y largarse. Regresó enseguida, con una taza humeante y la esperanza de que entendiera que el romanticismo estaba sólo en su mente, y que no iban a compartir un desayuno con jugo de naranja y tostadas mientras se acariciaban las manos y miraban a los ojos.

- ¿Café? Ahgggg, yo tomo té verde; es que es bueno para perder grasas y mantener la línea – dijo mientras pasaba sus manos por las caderas con supuesta sensualidad
- Aahhh, pues yo sólo tengo café
- Entonces podríamos desayunar fuera ¿no? ¿O vos querés que juguemos otro poquito?- propuso con picardía la musa de Botero

La verdad es que él no quería jugar, pero llevaba tanto tiempo sin desahogarse, que no tuvo espíritu para negarse. Un rato después, ya satisfechos y aseados, bajaron a la calle a desayunar en una de esas cafeterías modernas, con mucha formica e iluminada como un laboratorio, donde se suelen citarse las minas con sus amigos gays para charlar de trapos, bolsos y de lo cabrones que son sus novios.

Apenas ocho meses más tarde, Bernardo y Claudia se casaron, y al año y medio tuvieron su primer hijo: Adriáncito. Tal vez hoy en día los dos se quieran, e incluso coman perdices pero Bernardo, de tarde en tarde, todavía se pregunta en cómo habría cambiado la historia si, aquella mañana de sábado, hubiera tenido té verde en casa.

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lunes, 21 de noviembre de 2011

Chau, flaco

Era uno de esos días calurosos de febrero, en los que el sol pegaba como si le debieran dinero, la camisa se adhería a la espalda y los calzoncillos se arrugaban con terquedad en torno a la parte alta de los muslos. Por las calles apenas transitaban vehículos, el asfalto exhalaba un ligero humo con tufo de alquitrán, y el género humano se protegía tras las persianas de sus casas o al amparo del aire acondicionado de cualquier bar. Así pintaba la tarde cuando mi amigo Enrique Sabán abandonó su domicilio, indiferente a los inhóspitos rigores veraniegos, y con su típico andar de mano derecha en el bolsillo y sus pies marcando las dos menos diez.

Yo a esas horas estaba sentado en el Café Saigón, que a pesar del nombre pertenecía a un vasco, tomando cerveza, escribiendo cualquier cosa en una libreta y, sobre todo, mirando por la ventana. Cuando Enrique pasó por delante por el ventanal al que daba mi mesa, choqué mis nudillos contra el vidrio y le hice señas de que entrara. No es que fuéramos amigos del alma pero, nos conocíamos desde chicos. Vivíamos en el mismo barrio, fuimos compañeros en el colegio judío, aunque el iba un grado adelantado, y coincidíamos a menudo en la sinagoga con nuestras familias. Éramos un par de buenos muchachos de la Cole a los que la vida y la vida habían tocada de manera desigual. Enrique, no sólo había heredado la fábrica textil de sus padres sino que también ganó, seis años atrás, una importante suma en la lotería. Para compensar, como si alguien allá arriba o muy abajo se sintiera celoso, perdió a su mujer en un accidente automovilístico, con el agravante de que se encontraba embarazada de siete meses. Desde entonces, y ya iba para casi medio lustro, Enrique parecía regodearse en la autocompasión y en una resignada soledad no exenta de resentimiento, pero no hacia la gente, sino hacia D-os y la vida.


- ¿qué hacés con este calor en la calle? – le pregunté cuando lo tuve delante
- Nada, salí a pasear….- contestó desganado, levantando los hombros
- Andá, sentate y tomá algo

Obedeció y pidió lo mismo que yo, una cerveza
- Hace mucho que no te veía. Bueno, en realidad, hace mucho que no veo a nadie……..¿seguís escribiendo? – me preguntó
- Sí, qué remedio……estoy ultimando un artículo para el diario, dándole duro a mi próxima novela y colaborando con un guión de cine…..también me salió una cosita para televisión….
- Eepa, vas a morir de éxito, flaco
- De éxito no, de agotamiento
- ¿Y a vos? ¿cómo te va con la fábrica?
- Pse, los coreanos nos están jodiendo……a la gente sólo parece importarle el precio y no la calidad….todo lo que ellos fabrican es schmate pero les da lo mismo…..fijate cómo va la gente vestida y decime si no da pena….ahora hasta los que tienen plata van como crotos…..es un desastre
- Y, sí………- respondí por empatía y comprobando aliviado que, casualmente, ése día me había vestido con cierta elegancia
- De todas formas…..poco me importa…….

Siguió un silencio breve y difícil hasta que de repente me preguntó:
- ¿seguís con Sandra?…………se llamaba Sandra ¿no?
- Sí
- ¿Les va bien?
- Sí – respondí casi avergonzado
- No tienen hijos ¿no?
- Estamos esperando el primero
- Te felicito
- Gracias - le dije, sintiendo una punzada de culpa

Temí que me dijera algo del tipo: “el mío ahora tendría casi cinco”, así que decidí cambiar de tema, por temor a sus palabras o a la falta de ellas. Fue justo entonces que sonó su celular. Se levantó de la mesa y caminó hacia el fondo del local para hablar. Cuando regresó, apenas un minuto después, se despidió de mí con un enérgico apretón de manos.
- Me tengo que ir…….me alegro de haberte visto – me dijo
- Yo también

A través del cristal lo vi parar un taxi y saludarme con la mano y una sonrisa franca antes de montarse al vehículo. No sé quién le llamó ni hacia dónde se dirigía pero nunca llegó a destino; su taxi fue embestido lateralmente por un camión en un cruce a cuatro cuadras, y Enrique murió en el acto.

Cuando pienso en ese día, no puedo abstraerme de un halo místico presente en todos mis pensamientos, preguntándome cómo pude yo influir en la pauta seguida por los acontecimientos hasta el fatal desenlace, y el significado de habernos encontrado precisamente aquella tarde, tras años sin vernos. No tengo respuestas. Sólo preguntas, y la imagen de su sonrisa y su mano, despidiéndose de este mundo.

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Courage

Se llamaba Jean Bourriaud. Algunos lo conocieron como Pierre Roche y otros, como Michel Dusautoir, Roland Clerc o “André” o “Henri”, o por cualquiera de los alias que utilizó. Había nacido en 1919, en Cergy (Val-d’Oise), localidad cercana a París donde sus padres poseían una imprenta. Tuvo una infancia normal y, a los 18, ingresó en la Sorbona para estudiar Derecho. A finales de 1940, abandona sus estudios e ingresa en la Resistencia, dedicando todos sus esfuerzos en la lucha contra los nazis. Según cuentan quienes le trataron en aquella época, Borriaud era un tipo alto y delgado, enérgico, tosco, desconfiado y dueño de un carisma que hacía estragos entre la gente. Por eso a nadie extrañó que, pese a su juventud, muy pronto se convirtiera en líder regional del movimiento. Él y sus hombres se ocupaban no sólo de actos de sabotaje cada vez más temerarios sino, también, de la ejecución de colaboracionistas, la falsificación de documentos para los judíos, la organización de vías para que pudieran escapar, o la búsqueda de escondites para eludir las redadas. Sin in más lejos, mi tío-abuelo Carlo, Carlo Finzi, quien en esos años vivía en París y pretendía ser pintor, pudo salvar su vida gracias a un falso pasaporte argentino, a nombre de Juan Carlos Olgiatti, que le había sido proporcionado la red que dirigía Borriaud.

Fue precisamente gracias a él, a mi pariente, que yo supe de la experiencia de este héroe francés. Según nos contaba (aprovechaba cualquier reunión familiar para retomar el tema), al acabar la II Guerra Mundial, le dedicaron una calle en el distrito XVII, muy cerca del Parc Monceau, y fue condecorado por el general De Gaulle con la Cruz de la Liberación. En los siguientes años, Bourriad llevó una vida tranquila, compaginando su actividad profesional de abogado, con el mantenimiento de la imprenta fundada por sus padres. Y así continuó hasta mediados los cincuenta, en que colaboró activamente en la organización de Henri Curiel de asistencia al FLN argelino, convirtiéndose en su mano derecha. Con motivo de ello, fue tachado de traidor, su nombre se retiró de la calle que le habían dedicado, y se exilió secretamente en Bélgica, desde donde continuó con la lucha. A pesar de que Argelia logró su independencia en 1962, Borriaud no regresó a Francia hasta 1964. Sabía que su vida estaba en peligro, que las amenazas de muerte de la OAS seguían vigente, y que las fuerzas de seguridad del Estado no iban a tomarse demasiadas molestias por protegerlo. De ahí que su vuelta se redujera a unas pocas semanas; lo suficiente para liquidar sus bienes y largarse a otra parte.

Durante un tiempo nadie volvió a saber de él, hasta que aterrizó en Buenos Aires. Transcurría el año 1967, y Bourriad se instaló como fabricante de pinturas bajo la identidad de Roland Clerc, natural de Lyon. Las cosas le fueron bien. El negocio prosperaba, se casó con una argentina de ascendencia armenia, y tuvieron dos hijos: Michel y Carina. En 1976, con la llegada de la Junta Militar presidida por Videla, Roland Clerc y su familia parten para Francia. La idea era permanecer en París durante un tiempo, a ver cómo evolucionaban los acontecimientos. Pero las noticias que llegaban eran malas, y Roland se impacientaba. Si en su juventud había luchado contra el nazismo, y después contra el colonialismo, no iba a quedarse ahora de manos cruzadas contra una dictadura de corte fascista en el país de su mujer e hijos. Por desgracia, en ésta ocasión no pudo hacer nada: dos días antes de retornar a la Argentina, fue asesinado al salir de una farmacia de la rue Copernic. De acuerdo a los testimonios de testigos presenciales, un par de tipos, con pasamontañas, bajaron corriendo de un Peugeot, y le dispararon un total de seis tiros antes de escapar en el mismo vehículo. La acción duró apenas unos segundos, y la víctima ingresó ya cadáver en el hospital. Nadie se atribuyó la autoría del atentado, y aunque nunca se detuvo a los culpables, las sospechas recayeron sobre la OAS o un grupo perteneciente a los servicios secretos franceses, y denominado “La Main Rouge”.
Menos de dos años más tarde, su amigo Henri Curiel corrió idéntica suerte.

Hoy, cuando ya pasó más de un cuarto de siglo de su muerte, todavía me sorprendo cada vez que paso en el auto por Juan B. Justo y Warnes, y veo el apellido Borriaud pintado en rojo sobre la pared blanca de la fábrica de pinturas. Pienso en todos los que transitan por allí a diario y ése nombre no les dice nada, en aquellos que salvaron la vida gracia a su valentía y, sobre todo, en sus clientes que a buen seguro se preguntan: ¿Por qué carajo se llamará Pinturas Borriaud, si el dueño es un pendejo que se llama Michel Clerc?.

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http://www.youtube.com/watch?v=vRzrwcVhhzw

martes, 25 de octubre de 2011

Solo

Como cualquier boludo, pensé que la mejor forma de olvidar la reciente ruptura con mi novia, era encamarme con todas las minas que pudiera. Para ello, recuperé el contacto con antiguos compañeros crápulas que hacían de la noche su forma de vida, visité sombríos tugurios donde las conversaciones eran cortas y las preguntas mínimas, y abusé del alcohol sin conciencia. Y no es que estuviera enamorado de Natalia, pero era la única mujer que tenía, y no me gustó nada perderla. “Vos no querés compromisos, Guido. Ni siquiera tenemos un perro en común…”, me reprochaba a menudo. Pero yo no atendía a esos avisos, y me dejaba llevar por la placidez de una relación que no me apasionaba pero tampoco daba quebraderos de cabeza. Pensaba que era yo quién tenía la sartén por el mango, y que todo terminaría cuando yo lo decidiera. Me equivoqué. Así que un día me dejó, y ni siquiera podía reprochárselo. Sólo le repliqué con un poco convincente “¿lo pensaste bien?”, al que ella ni siquiera se tomó la molestia de contestar.

No sé, exactamente, qué fue lo que me sacó de aquél pozo de excesos en el que me iba hundiendo. Quizás el remordimiento, o el miedo a traicionar los valores que me habían inculcado en mi familia, o acaso la mala conciencia por haber dejado escapar a una muchacha buena, alegre y sencilla, que no pedía demasiado a la vida. Que la quisieran, y poco más. No sé. El caso es que un buen día, sin nada aparente que lo diferenciara de los anteriores, me duché, afeité, y plantado ante el espejo decidí serenarme, volver a mis rutinas de sueño y comidas, abandonar los malos hábitos, las pocas recomendables compañías y, en definitiva, reencontrar mi equilibrio. Afortunadamente no me resultó difícil. El tiempo de desbarajustes no había sido excesivo como para crear una dinámica y, en consecuencia, mis vicios seguían siendo controlables.

Debía llevar apenas una semana de vuelta a la normalidad cuando, una noche, recibí una inesperada llamada. Nadie me llama a esas horas (pasaban de las doce) así que, lo primero que pensé, fue en alguna desgracia familiar.

- ¿Holá? – atendí temoroso
- Habla Susana, Susana Vélez ¿Cómo andás, che? ¿te acordás de mí?

Claro que me acordaba, aunque no entendía porqué carajo me llamaba un día de entresemana, a medianoche, y después de más de tres años de habernos visto por última vez. También me preguntaba quién le habría dado mi número de teléfono.

- ¿Guido? ¿estás ahí? - preguntó, impaciente

“No, boluda, estoy en Sebastopol”, me dieron ganas de decirle. En vez de eso, contesté que claro, que cómo iba a olvidarme de alguien como ella. Y era verdad. Cómo no acordarme de una mina que, aparte de estar muy buena, pasó conmigo la noche previa a su casamiento. Hasta me acordaba del novio: un rico estanciero de Santa Fe que se había enriquecido con el cultivo de la soja. No era gran cosa: petisito, medio pelado, adicto a las camisas hawaianas, al oro (cargaba no menos de medio kilo de oro entre su Rolex, una gruesa pulsera con el nombre grabado y un collar del ancho de un dedo meñique), y a los autos y mujeres grandes (como buen petiso). Un tipo tan poco atractivo, que su anacrónico bigote apenas hacía mella en su lucha a muerte contra el ideal de Apolo.

- Imagino que te sorprenderá mi llamada ¿no?…
- ¡ No sabés cuánto ¡ – exclamé en tono cínico
- Te explico: es que hace un año me separé de mi marido, y entonces, como no sabía qué hacer, me vine a vivir a Buenos Aires con mi hermana Blanca..
- ¡ Qué interesante ¡ - la interrumpí con simulado interés
- ¿Víste? bueno el caso es que justo ayer me dieron el divorcio…y como esto es algo que a una no le pasa todos los días…decidí celebrarlo haciendo una flor de fiesta en una quinta
- Aahh, ¿así que esas cosas se celebran? Mirá vos…¡ qué cosas ¡
- Y claaaro, ¿no sabés que es de lo más “in”? Ay, Guidito, que me parece que vos estás totalmente “off”
- Debe ser eso – consentí
- La fiesta va a ser el próximo sábado…¿Tenés para apuntar la dirección?
- Sí – mentí – decime

Me dictó una dirección de Ramos Mejía, que olvidé incluso antes de despedirnos. Lógicamente no iba a ir, pero me daba menos trabajo decirle que sí y no aparecer, que explicarle porqué tenía por costumbre acudir a fiestas, y mucho menos si la organizaba una tarada con motivo de su divorcio.
Tras colgar, me quedé pensando en lo perdido. Comparé lo estúpido y banal de la reciente conversación con las que mantenía habitualmente con Natalia. La frivolidad de una, y el sentido común de la otra. El olvido de aquella noche de hace tres años, víspera a un casamiento, y las compartidas hasta hace escasas semanas. “Con razón se dice que las comparaciones son odiosas” pensé, y agarré el teléfono para llamar a Natalia.

Sí, ya lo sé, tal vez no fuera amor, pero... se le parecía bastante.

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miércoles, 19 de octubre de 2011

Aparecido

Era uno de esos grises y abúlicos domingos por la tarde, donde no queda otra que escuchar los partidos, quedar con alguien, o sucumbir al tedio. Para colmo, caía una fuerte tormenta sobre la ciudad, originando destellos eléctricos en el cielo, y un fuerte viento que silbaba por las calles buscando a quien golpear en la cara, lo que convertía en temerario el socorrido acto de dar un paseo. Serían las cinco y diez o cinco y cuarto, cuando mi amigo Pablo Szwarc entró en el Café Lombardo acompañado de otro tipo.

- Perdoname, Guido, pero ya sabés cómo se pone el tráfico cuando llueve – se disculpó por el retraso – Mirá, te presento a Carlo

El acompañante era el actor de cine y televisión, Carlo Romanelli. Un flaco cincuentón que iba vestido de punta en blanco, repeinado como si llevara peluca y con unos pequeños anteojos con montura de oro. Nos estrechamos las manos, y me quedé mirándolo unos instantes. Era igual a como salía en las pantallas, con la única diferencia de que la cara le brillaba menos, seguramente por la ausencia de maquillaje. Hasta el traje azul que llevaba parecía el mismo que lucía en su papel de abogado en la serie “Abogacía letal”, donde interpretaba a un picapleitos que se ponía sus mejores pilchas para salir de noche a ajusticiar a delincuentes absueltos por negligencias judiciales.

Romanelli me dijo que tenía ganas de conocerme desde que se enteró que era amigo de Pablo, y le pidió a éste que nos presentara. Yo no sabía que decir, así que sonreí con fingida modestia y musité un “muy amable” que sonó poco convincente. A pesar de que a mí no me entusiasmaba sus dotes artísticas (esto no se lo dije), le comenté cuánto me había gustado su papel (esto sí era cierto) en una película de 1997 dirigida por Adrián Rovira titulada “Un hombre sutil para dos mujeres”; una especie de tragicomedia que apenas tuvo éxito de público, pero sí de una crítica que destacó, no sólo la calidad del guión sino, también, las interpretaciones de Romanelli y de una de las protagonistas femeninas, la lindísima y hoy casi olvidada Laura Terán.

Nos sentamos a una mesa más grande de la que yo ocupaba. Bebimos y charlamos de nuestras respectivas actividades, minas, fútbol, viajes, perros y vinos hasta que, pasado un buen, Carlo me preguntó, poniéndose serio, si quería saber de un extraño suceso que él había vivido quince años atrás, justo en el mismo local en el que nos encontrábamos. Le contesté que sí, y se quedó callado unos instantes. Supe, por cómo le cambió el semblante y por esa pausa dramática, que fuera lo que fuese lo que le había ocurrido aquél día, le había calado hondo, lo que quedó confirmado por el tono dolido con que me lo narró y que ahora paso a compartir con ustedes.

Fue una tarde, pero no domingo sino un día cualquiera de la semana, acaso un martes o miércoles. Él había quedado para cenar con su novia de entonces y, como llegaba con adelanto, entró a tomarse un café. Al no tener apuro, buscó sitio donde sentarse, y encontró libre una pequeña mesa pegada a la pared desde la que se veía la calle. Mientras le traían el café se puso a fumar, y a dibujar cubos en una servilleta de papel, algo que acostumbraba a hacer desde que era un pibe. Enseguida se cansó de geometrías y empezó a beberse el café a pequeños sorbos, haciendo tiempo y dejándolo reposar para que se enfriara. Justo cuando estaba dándole el último trago, sus ojos se encontraron con los de un hombre que le miraba desde el otro lado de la ventana. Un hombre idéntico a su padre, vestido con el mismo estilo, y que le dedicó una generosa sonrisa, igual a esa tan característica que él tenía y que le marcaba dos profundos hoyuelos en las mejillas. Carlo se quedó tan sobrecogido, que instintivamente cerró los ojos, como un acto reflejo de negación ante lo ilógico de aquella visión. Era imposible que fuera su padre, porque éste había partido cinco días antes hacia Roma y no tenía que volver hasta tres semanas más tarde. El viejo era romano de nacimiento pero no había regresado desde que Mussolini obligó a su familia a abandonar el país.

Aunque Carlo apenas mantuvo los ojos abiertos unos segundos, cuando los abrió aquél hombre ya no estaba, lo que le dejó más confundido. Pensativo, dejó un billete sobre la mesa, y salió a la calle a buscarlo. Miró a derecha y a izquierda, pero no lo volvió a ver. Encendió entonces un cigarrillo, exhaló una larga calada, más con intención de sosegarse que de disfrutar del tabaco, y echó a caminar hasta el restaurante donde estaba citado. Cenó con su novia, y después fueron a dormir a casa de ella. Durante toda la noche apenas se acordó de lo sucedido en el Lombardo. Sin embargo, sentía una inquietud latente que no le dejaba descansar del todo. Tanto es así que, en cuanto llegó a su domicilio, por la mañana, lo primero que hizo fue acercarse al teléfono. Descubrió con aprensión el parpadeo de la lucecita naranja le indicaba que tenía un mensaje nuevo y levantó el auricular con temor. Escuchó entonces la voz apesadumbrada y entrecortada de su hermano Daniel: “Hola, Carlo, soy Dani…papá murió en Roma…de un infarto…mientras paseaba cerca del Pórtico d’Ottavia, ayer, a eso de las ocho…por favor, llamame lo antes posible”.
Horas más tarde, mientras compartía vuelo de Alitalia con su hermano Daniel y su hermana Rita, Carlo no podía quitarse de la cabeza la reciente imagen de su padre sonriéndole a través del cristal. No sabía explicarlo, tampoco le importaba, pero una cosa le sigue pesando de aquel día: no haberle podido dar un último abrazo.

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jueves, 13 de octubre de 2011

Al destino le gusta insistir

Si la memoria no me trampea, diré que lo vi por primera vez allá por 1990 ó 1991, en un restaurante italiano del centro, entre Corrientes y Pasteur, a mano derecha según se va desde el Obelisco. Lo que no consigo recordar es el nombre, aunque sí acierto a ver sus manteles a cuadros blancos y rojos, sus pintorescas botellas de chianti expuestas sobre estanterías de madera sobre las paredes blancas, y los globos colgados del techo que expandían una luz limpia por toda la sala, y que acentuaban el contraste lumínico con la insuficiencia de watios que reinaba en la calle.
Recuerdo que cenaba con mi amigo Leo, y no nos percatamos, hasta el segundo plato, de que en una de las mesas del fondo, en un rincón de la estancia casi pegado a los baños, Martín Smilansky comía acompañado de un adolescente de poco más de quince años, picado de acné, y con una pelusilla tipo piel de durazno que le sombreaba el labio superior. Ver a semejante personaje de la literatura argentina, sentado a una mesa a poco más de seis o siete metros de donde estábamos, me provocó un inmediato estado de excitación y nerviosismo. No en vano, Smilansky era uno de mis tres escritores favoritos por aquel entonces y, en consecuencia, uno de los motivos por los que yo pretendía adentrarme en el mundo de las letras. Me había leído y releído todos y cada uno sus libros, desde su primera novela; “Un hombre aparente” y publicada cuando contaba apenas 20 años, hasta la última; “Monsergas y estilismos”, y siempre que leía algún suplemento literario, o las páginas culturales de cualquier diario, ansiaba toparme con la noticia de alguna nueva entrega suya.

- Mirá quién está allá atrás, al fondo– le dije a Leo
- ¿Adónde? – me inquirió volviéndose
- No mirés, no mirés
- ¿En qué quedamos, che?
- Bueno, mirá, pero con disimulo

Para ambos, la sorpresa era tan grande, que sólo hubiera sido mayor en caso de haberse tratado del mismísimo Borges. Durante lo que nos restaba de cena, lanzamos furtivas miradas a la otra mesa, sabiendo que nuestra timidez, educación y apocado carácter juvenil nos iba a impedir acercarnos allí para charlar con él. A lo más que llegamos, fue a demorarnos con el postre para así verlo atravesar el salón y observarlo más de cerca, aunque no fuera más que de un modo fugaz.

Nuestro segundo encuentro tuvo lugar unos cinco años más tarde, y en un escenario insospechado, ya que era la primera vez en mi vida que yo acudía al Café Virginia (bautizado así en honor de su primera propietaria; la célebre cantante de tangos de origen gallego Virginia Lou, allá por los años 30). Era un caluroso mediodía de marzo, y yo estaba tomándome un Cinzano y hojeando un libro de cara al gran ventanal que daba a la calle Varela. No terminaba de concentrarme en la lectura, y el sol que atravesaba el cristal y me daba en la cara, amenazaba con potenciar los efectos del vermouth, y adormilarme del todo. En eso estaba cuando una voz, ronca y cercana, me sacó del sopor.

- ¿Me daría usted fuego, joven?

Tardé unos segundos en reaccionar y cuando me volví, no lo reconocí a primera vista. Su cara me sonaba, pero no lograba identificarlo. Estaba más demacrado y ojeroso que la otra vez que lo había visto, iba vestido de forma descuidada, y su aspecto en general denotaba cansancio o alguna enfermedad, lo que acentuaba aún más sus ya de por sí duras facciones. Mientras le prendía su cigarrillo con mi encendedor, sus ojos se detuvieron en la portada del libro: “Parajes inhóspitos”, de Gustavo Sermoneta.

- ¿Le está gustando? – me preguntó tras dar la primera calada

Recién en ese momento caí en la cuenta de su identidad. Tragué saliva, y apenas atiné a balbucear un torpe:

- Lo escribió un amigo mío

Smilansky asintió con la cabeza y me ofreció un amago de sonrisa, dejándome la duda si me tomaba por un idiota, o comprendía que le había reconocido y me sentía intimidado. A fin de cuentas, su talante mordaz era legendario y su nombre representaba un mundo que me fascinaba y del que yo quería formar parte.

- Una ópera prima interesante, sumamente interesante…¿vos también escribís, pibe? – se interesó pasándose al tuteo
- Lo intento, pero mi talento no da más que para cuentos, relatos de pocas páginas
- Bueno, Borges nunca escribió novela, y mirá vos a lo que llegó

Se ve que el tipo tenía ganas de charlar, porque me pidió permiso para sentarse a mi mesa, y me invitó a tomar lo que quisiera. Pedí otro vermouth, y nos pasamos la siguiente hora haciendo un repaso de la literatura en general, y la argentina en particular. Cuando se despidió, me estrechó la mano con fuerza y accedió a firmarme un autógrafo en un pañuelo de hilo, de esos que mi madre me acostumbró a llevar en el bolsillo desde chico y que todavía conservo.

A lo largo de 1995 y 1996, coincidimos unas cuantas veces en lugares tan dispares como el Parque Lezama, en la pizzería Banchero de la calle Corrientes, a la salida de la cancha de Ferro en un partido contra San Lorenzo, y a la entrada de un concierto de Yehudi Menuhin en el Teatro Colón. Siempre me trataba con afecto, e invariablemente iniciaba la conversación con un: “¿Cómo va la novela, Finzi?”, para enseguida pasar a tratarme de vos y recordarme su promesa de escribirme el prólogo a cualquiera de mis libros cuando yo se lo pidiera. Nunca lo hice. Supongo que por un desmesurado respeto, por miedo a defraudarlo y porque, desgraciadamente, murió aquél mismo año a consecuencia de un cáncer. Desde entonces, todo lo que publico sale sin prólogo. “¿Por qué?”, me pregunta el editor de turno. “Es una larga historia”, contesto, pero no me queda más remedio que volver a contarla.

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sábado, 26 de marzo de 2011

Tres escenas con Graciela

- Graciela, así no podemos seguir.... - declaré
- no te entiendo - dijo ella con una asomo de miedo en los ojos
- así....es que siempre pasa lo mismo....estoy en la cocina preparando algo y aparecés vos sin ropa a rondarme y claro, yo no soy de piedra, y terminamos siempre acá, en esta cama.....
- ah, era eso - respiró aliviada - andá vení, que como te gusta decir: "no sólo de pan vive el hombre".

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Como de costumbre, me había despertado antes que Graciela, asi que aproveché para salir a la calle. Compré el diario, una docena de facturas y esas palmeritas de chocolate que a ella tanto le gustaban. Regresé a casa y ella me oyó nada más entrar:
- ¿Sos vos, Guido? - voceó desde el cuarto
- sí, soy yo.....ahora voy
Cerré la puerta de la calle con dos vueltas de llave, dejé las compras sobre la mesada de la cocina y acudí al dormitorio. Descolgué el teléfono de la mesita de luz y comencé a desnudarme. Ante la mirada curiosa de Graciela, me anticipé a su previsible pregunta y contesté:
- compré factura y el diario, cerré la puerta de la calle y acabo de descolgar el teléfono.....te quiero en exclusiva para mí durante las próximas horas
Graciela sonrió y apartó la sabana para que contemplara su cuerpo desnudo
- Soy toda tuya

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Cuando Graciela se subió al stepper, yo me fui a la cocina. Sabía que tenía para media hora allí arriba, subiendo y bajando, así que me puse a leer el Clarín. Digo a la cocina porque desde allí, sentado en la mesa, tendría una visión directa de ella ejercitándose en mitad del comedor.
Cada tanto, la observaba, y ella me devolvía la mirada.
Luego de veinte minutos Graciela empezó a transpirar. Como siempre le ocurre, al cabo de ese tiempo de ejercicio, comenzó a quitarse la ropa: la parte de arriba del equipo de gimnasia, luego la remera, hasta quedarse en corpiño (son las ventajas de hacer gimnasia en casa). Yo miraba su streap tease casual, y seguía leyendo.
A la media hora, ya estaba exhausta. Se bajó, estiró los músculos de las piernas, y se dirigió al baño a darse una ducha. No pudo alcanzar su objetivo, porque yo la intercepté en el camino
- Ni loco te dejo escapar así, en corpiño y toda transpirada - y le pasé la lengua por el cuello- estás salada

Luego, la probé toda.

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jueves, 17 de marzo de 2011

Débil

Si en aquella ocasión engañé a Ester con su mejor amiga, no fue porque no estuviera enamorado de ésta sino, simplemente, porque pude hacerlo. Amaba a mi esposa y el sexo con ella, cálido y amparado en una comodidad carente de presiones, me excitaba más que con ninguna otra. Sin embargo, mi cordura y fidelidad sucumbían ante la visión de Graciela; una imponente cuerentona de formas curvilíneas y mórbidamente femeninas ante la que ningún macho sexualmente activo podía permanecer impasible. Mis veteranos amigos sentían debilidad por las lolitas pero yo, siempre poniendo la discordancia en todo, me sentía atraído por las mujeres maduras. Quería el cuerpo de una mujer con historia, esculpido por el pasado y los conflictos, encajarme entre unas caderas que hubieran parido, sentir el tacto y el sabor de unos senos amamantados por hijos deseados, quería que me comparara triunfante con su ex marido y quería escuchar mi nombre susurrado entre gemidos por una mujer que no fuera la mía. Y sobre todo, quería que ésta, fuera Graciela.
Comencé entonces a boludear por su barrio para hacerme el encontradizo, y darle a la historia un toque casual y azarístico, pero no hubo manera. El azar no se deja tentar y, al final, tuve que mirar su número de teléfono en la agenda de mi esposa y llamarla, con la inventada y poco creíble coartada de una cita con un agente literario en un Café a cuatro cuadras de su casa. Aún así, me invitó a visitarla, aprovechando que su ex marido había llevado al hijo común al cumpleaños de un amiguito, y terminamos revolcándonos en el sofá cama y la alfombra como dos adolescentes.

Después de este primer encuentro, nos vimos otras cinco o seis veces, hasta que Ester tuvo que ser operada de un tumor en el pecho y yo asumí que era un castigo divino por culpa mía. Encendí velas en casa, rapé mis cabellos y acudí a la sinagoga a prometer a D-os que si se salvaba, no sólo iba a dejar de verme con Graciela sino que abandonaría cualquiera afán donjuanesco en lo que me restara de vida. Incluso dejaría de mirar con lascivia mamífera a cualquier mujer con talla de sostén superior a 100 y jamás de los jamases volvería a navegar por las páginas porno de Internet. Por suerte, mis súplicas fueron atendidas, y el tumor resultó ser benigno. De esto hace poco más de año y medio y en todo el tiempo transcurrido fui fiel a la palabra empeñada. Al menos hasta hoy, que mi mujer se fue con nuestra hija a visitar a sus padres en Entre Ríos y yo me encuentro paseando por Tucumán al 2000, a escasas cuadras de la casa de Graciela, con un calentón que no se me va y el celular pesándome en el bolsillo.

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sábado, 12 de marzo de 2011

Lo tuyo es teatro

Me había acostado a ver la tele y terminé durmiendo toda la tarde. Al despertar, me asomé al balcón y advertí, con asombro mesurado, cómo la exigua luz del ocaso apenas sobrevivía entre nubes oscuras que presagiaban tormenta y que se extendían hasta el horizonte en una infinita gama de grises. La inminencia de lluvia me animó de inmediato, como me ocurría desde aquel día lluvioso y otoñal en que nací. Así que, ansiando que se desatara el previsible fenómeno atmosférico, salí de casa para tomarme una copa en un Café cercano e intentar escribir algo. La serena contemplación de la lluvia siempre suponía un momento propicio para la inspiración y si a esto sumamos el variopinto elenco que constituía la clientela del Ombú, no es raro imaginar que en mi interior creciera la idea de perfilar un buen cuento.
Debía llevar apenas media hora garabateando frases en mi cuaderno rojo cuando Mirta entró por la puerta, casi a la carrera y mesándose sus empapados cabellos. Al principio, no reparó en mí y tomó asiento a una mesa bastante alejada de donde yo estaba. Fue recién mientras revolvía su café con leche cuando, por fin levantó la vista y me reconoció. Sonrió con amplitud y se acercó, haciendo equilibrios con la taza y el platito.
- ¿qué hacés acá? – preguntó antes de darme un beso en la mejilla
- vivo en el barrio, ¿y vos?
- andaba por el barrio
- Ah - exclamé por decir algo…
Se produjo un breve y embarazoso silencio entre ambos. Hacía una década que no nos veíamos y la última vez que lo hicimos fue en un café parecido a éste, dónde ella me dijo que necesitaba tiempo para ella misma y que nuestra relación la estaba asfixiando. En realidad lo que quería decirme y no pudo, fue que se estaba encamando con un pedante director de teatro y que me dejaba por él. Mirta fue la primera mujer que me hizo sufrir y quien me demostró, con empírico dolor, que mis dotes de enamorador no eran infalibles.
- ¿te casaste? – preguntó rescatándome del pasado
- no…..¿y vos?
- Dos veces
- ¿con…..? – inquirí sin atreverme a nombrar el nombre de él
- nooo, con ése no – contestó decidida, sabiendo que me refería al tipo por el que me había dejado y de cuya existencia yo supe apenas diez días después de que me abandonara, cuando mi amigo el turco Ohayon los vió pasear de la mano por Parque Rivadavia – primero lo hice con un actor y después con un médico del Hospital Italiano….eso fue antes de irme a vivir a Nueva York y divorciarme de él, claro…
- claro….¿y ahora a qué te dedicás?
- soy actriz – exclamó con indisimulado orgullo – justo en estoy días estamos representando una obra en el Paseo La Plaza…..¿no me viste en los carteles publicitarios?
- no, no sigo mucho la cartelera…
- tenés que venir…..es una obra bárbara, un poco existencialista ….de pensar ¿viste?
- claro….de pensar (“de pensar en no volver nunca más al teatro” fue lo que pensé en ese instante)
- che, ¿por qué no venís esta noche a vernos y después cenás con mi novio y conmigo? Ya verás lo bien que te va a caer….es un tipo divino….¡tan inteligente, tan culto…¡ además, es el director de la obra….dále, vení ¡ vení ¡

Yo no sabía que responder, no porque no estuviera seguro de no querer ir, sino porque ninguna excusa viable acudía a mi mente. Sin embargo, esta falta de entusiasmo por mi parte, lejos de detenerla, la alentó más en su empeño, a todas luces excesivo, porque la viese en escena y conociera a su novio.
- ¿tenés celular?
- no, me lo dejé en casa – mentí, imaginando nada bueno
- es que el mío se quedó sin batería….¿acá tienen teléfono?
- sí, al fondo…junto a los baños
- bueno, esperáme que llamo a Darío y digo que no haga planes para después de la función, y que reserve mesa en un restaurante…hay cerca del teatro uno armenio, que te va a encantar
- dale, andá tranquila…

No bien Mirta desapareció de mi campo visual, me levanté a toda prisa y aboné las consumiciones al mozo antes de encarar la calle. Llovía copiosamente y un aire fresco soplaba con escasa piedad, levantando hojas del suelo y obligándome a caminar pegado a pared. Pero nada de esto importaba. Sólo quería llegar a mis dos ambientes y tirarme en el sofá a ver la tele, olvidar la conversación reciente y no dejar que el tiempo lluvioso me trajera nostalgias. Porque si hacía tiempo que dejé de ser boludo, de ser sentimental, nunca terminé de curarme

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lunes, 21 de febrero de 2011

H. (de histérica)

Como ya viene siendo un hábito en estos tiempos, nos conocimos por Internet. Ella tenía un blog, yo otro y, una tercera persona hizo de mensajero del azar. Desde entonces, desde aquella tarde en que Elena me dejó un primer comentario en no recuerdo qué post mío, no dejamos de comunicarnos casi ni un solo día. Al principio, comentábamos nuestros textos pero, casi de inmediato, y ante la insuficiencia que nos provocaba ese simple intercambio, nos pasamos también al chat y, poco después, al teléfono. Recuerdo que fue ella quien me pidió mi número, y yo no dudé ni un instante en dárselo. Llegados a este punto, los blogs y el chat perdieron automáticamente protagonismo, y el móvil se convirtió en una herramienta indispensable para ambos. Sobre todo, porque nos separaban 600 kilómetros, y cada día teníamos más cosas para contarnos; desde qué comíamos o leíamos, hasta temas de mayor intimidad, como describir las manías que arrastrábamos, nuestras filias y fobias, o confesar sin pudor nuestras realidades cotidianas y nuestros anhelos más personales. Así, en el transcurso de poco más de un año, supe de ella que tenía treinta y seis años, estaba separada pero no divorciada, su color favorito era el azul marino, le gustaba el vino blanco, el té verde y el cine negro, los perros mestizos, las azaleas, los Rolling y los bolígrafos Bic. Por el contrario, detestaba a los que comían los croissants con cubiertos, a los que escupían en la calle, a los maltratadores (de género y de animales), el café, y a los moralistas. Podría ofrecer muchos más detalles, pero correría el riesgo de minar su misterio y caer en la vulgaridad de exhibir sus singularidades sin su permiso.

A pesar de que Elena y yo nos contábamos prácticamente todo, y de que sentíamos una dependencia creciente de escucharnos a diario y saber el uno del otro, íbamos dilatando el momento de encontrarnos cara a cara, como si temiéramos las consecuencias de un hecho, del que sabíamos, no saldríamos impunes. Hizo falta un suceso, en apariencia inocuo, como un viaje que hice a Italia con mi amigo Marcelo, para que cayéramos en la cuenta de que nos necesitábamos más de lo que creíamos, y que la separación y el déficit de nuestras comunicaciones evidenciaba una inesperada vulnerabilidad. No hice más que regresar, y nuestras conversaciones se volvieron mucho más intimistas. La revelación mutua, de cuanto nos habíamos extrañado en esos días, nos provocó una incontenible efervescencia emocional y Elena, más decidida que yo, tuvo la feliz idea de invitarme a su casa para a pasar el fin de semana. Esperé ansioso el paso de los días y, el sábado a las 6 en punto de la madrugada, estaba subido en mi coche rumbo hacia el sur, con Calamaro sonando a todo volumen, y el ánimo estimulado por gozosas especulaciones.

Apenas pasaban de las once cuando estacioné frente a su edificio; una de esas construcciones de finales de los ochenta en las que se combinaba sabiamente el mármol con el ladrillo, los balcones tenían un tamaño decente y los portales eran tan amplios, que albergaban sillones y cuadros en las paredes revestidas de madera. Llamé al timbre, y subí por el ascensor hasta el 9º desde, como descubriría al rato, se divisaba el estadio de fútbol, la catedral, y casi toda la ciudad.

- Eres igualito que en la foto de tu blog – fue lo primero que me dijo, con la puerta entreabierta, y mirándome con una amplia sonrisa dentífrica
- Es que yo engaño poco…

Me hizo pasar, y me condujo al salón, donde había dos grandes sofás de cuero blanco haciendo una ele. Nos sentamos, y nos observamos unos instantes con atención y simpatía, confirmando que la imagen que teníamos delante se correspondía con la que guardábamos en la mente.

- Te has lavado el pelo hace un rato, ¿no? – pregunté fascinado por la esponjosidad con que se balanceaba su cabellera cada vez que se movía, y por decir algo que me permitiera distraer el cosquilleo que sentía en la boca del estómago
- ¿Se nota muchos?
- Nooo, sólo si uno mira

Intercambiamos unas cuantas frases más sobre cómo había sido el viaje, las previsiones meteorológicas para las próximas horas, y una película de Scorsese que pasarían esa tarde por tv antes de que me mostrara el resto la casa: aquí está la cocina, un baño, otro baño, mi habitación, ésta que tengo para guardar los libros y que uso de despacho, y ésta otra que es donde vas a dormir tú, sentenció antes de regresar al salón de nuevo

- Ajá – asentí - muy lindo todo, lo tenés decorado con mucho gusto – añadí, sin quitarme de la cabeza la posibilidad de dormir en el cuarto de invitados en vez de en su cama, pero sin alarmarme, ya que lo consideré un comentario fruto de la timidez y no del convencimiento

Antes de bajar a la calle, a comer a un cercano restaurante italiano, me di una ducha, cambié de ropa, y tomamos un Martini en el balcón, donde hablamos como si nos hubieran dado cuerda, evitando caer en silencios peligrosos y eludiendo mirarla a los ojos más de lo imprescindible, no fuera que no pudiera controlar mis impulsos y termináramos demorando el almuerzo. “Ya habrá tiempo después”, pensé convencido.

A la salida del restaurante ya estábamos mucho más relajados. No sólo habíamos hablado largo y tendidos sino que también el Chianti nos había dado un empujoncito para quitarnos la vergüenza de encima. Pero sin excesos, porque yo pensaba que a la hora de la siesta nos daríamos nuestro primer revolcón, y no quería que el alcohol me dejara en mal lugar. Sin embargo, las cosas no salieron como yo pretendía y, mientras yo me metía en el baño para cepillarme los dientes, ella se quedaba dormida sobre uno de los sofás. La tapé con una mantita de viaje que tenía al lado, y me fui a echar una cabezadita al cuarto de invitados, con la esperanza de que se despertaría antes que yo, y vendría a hacerme una visita. Desperté a la hora y media, y ella seguía durmiendo como un lirón, roncando ligeramente y completamente destapada. Volví a taparla, y salí al balcón. Me puse a mirar el paisaje urbano y me animé pensando que con lo descansada que quedaría, iba a rendirme luego por la noche.
Por suerte, no tardó mucho en abrir los ojos y al hacerlo, me invitó a sentarme junto a ella.
- Uy, casi se nos pasa la película – exclamó en cuanto estuve a su lado

Encendió el televisor, y pasamos las siguientes dos horas viendo las evoluciones mafiosas de R. De Niro, Joe Pesci y Sharon Stone. “Menos mal que no es una película española”, me consolé mientras la tarde languidecía y todavía no habíamos tenido sexo.
Sin darnos cuenta, llegó la hora de la cena, y preparamos una ensalada y una pizza de esas congeladas, que enriquecimos con mozzarella extra, orégano, guindilla rallada y unas anchoas. Cenamos en la cocina, y regresamos al salón para tomarnos un té verde. A esas alturas, yo miraba disimuladamente mi reloj a cada rato, preguntándome con aprensión si esto iba a continuar en esta dinámica de amigos. Fue justo cuando ella se recostó apoyando su cabeza sobre mis rodillas mientras el equipo de música reproducía un cd de Paul Mc Cartney. Comencé entonces a acariciarle el cabello, con suavidad, deslizando mis dedos por su cuero cabelludo desde la frente a la nuca, aguardando una reacción de ella que desatara la pasión. No se cuánto tiempo estuvimos así, pero yo ya estaba más que harto del inglés, y de esperar que Elena me diera pie a algo más.

- Cuando tengas sueño, me avisas, y te doy las sábanas para que te hagas tu cama – me dijo de pronto
Me quedé pasmado al oírla y una corriente de súbito pavor se apoderó de mí. Para remediarlo, mandé a mi cerebro una serie de frases que me tranquilizaron de inmediato: “¿Me lo estará diciendo en serio?” “No, boludo, no te preocupés, que ahora es cuando añade: pero si lo prefieres, puedes dormir conmigo…” “esperá un poco, que seguro que no es lo que parece” “escuchaste mal, flaco”…
- Debes estar cansado del viaje, así que avísame cuando te quieras ir a dormir – volvió a la carga jodiéndome mi fugaz terapia de autoengaño
- Sí, sí, yo te aviso – respondí como un autómata, sin saber exactamente qué es lo que estaba diciendo.

“¿Me estaría poniendo a prueba, o de verdad es que no íbamos a echar un polvo esa noche?”. Me asustaba la pregunta y, sobre todo, la falta de una respuesta certera, por lo que no sabía muy bien que hacer. Lo único que se me ocurrió, fue seguir con el masajeo de su cabeza con una mano y deslizar la otra por el resto de su cuerpo, a ver qué pasaba.
- Eh, eh, esa mano – me advirtió cuando llegué a uno de sus pechos

La retiré sin rechistar, y dejé de pasar unos pocos minutos antes de inventarme que estaba reventado y quería irme a dormir.
- Ay, chico, no encuentro las sábanas - me gritó desde el pasillo, donde se afanaba en buscar dentro de un armario - ¿Sábes lo que te digo?, que duermas conmigo, que es tarde y no tengo ganas de ponerme a sacar cosas
- Vale, vale - respondí a su propuesta, pensando en lo rebuscadas que son algunas minas, sobre todo las histéricas. “Parece porteña esta flaca”.

Me acosté en calzoncillos y con una camiseta de mangas cortas mientras ella entraba en el cuarto de baño. Imaginé que saldría con alguna sugerente lencería pero volví a equivocarme. Se metió en la cama con un pijama que la tapaba desde el cuello a los tobillos, apagó la luz, y se abrazo a mí, apoyando su cabeza sobre mi pecho.

“No me jodas que empezamos otra vez con las mariconadas del hombre sensible y todo eso” “No, esto no me puede estar pasando a mí” “Esto es mi mente que me está jugando una mala pasada”. Pero no, no era mi mente sino la jodida realidad. Y sí, justo eso es lo que quería porque enseguida me soltó:

- Necesito mimos…que me abracen, y me digan que soy guapa, y lista y…
- Está bien, flaca, ¿te lo digo y echamos un polvo?
- Yo no echo polvos, yo hago el amor
- Lo que vos digás
- Es que no puedo…ya se que te parecerá una tontería, porque llevo más de un año separada, pero me siento como si le estuviera poniendo los cuernos a mi marido ¿sábes? Yo necesito que me des tiempo, no puedo hacerlo con alguien a quien acabo de conocer
- Te recuerdo que nos conocemos desde hace un año, y en este tiempo hemos hablado más que la mayoría de los matrimonios que conozco…
- Ya, sí, pero no nos habíamos visto hasta hoy…
- Ajá – dije, por decir algo, porque yo no quería hablar ni fomentar su representación histérica
- Podemos besarnos y acariciarnos si quieres – planteó mientras se desprendía de la parte de arriba del pijama
- Ajá – repetí sin pensar, y en un afán de no analizar sus palabras

Por la mañana, me desperté tarde, tomé una ducha y desayuné rápido, esbozando forzadas sonrisas que no evidenciaran mi frustración. Aparte de eso, de disimular, tenía ganas de agarrar el coche y regresar Madrid así que no me demoré en discutir lo sucedido durante la noche. Ella insistía, pero yo no estaba para coloquios. Hice unas cuantas bromas al respecto de lo ridículo de la situación, y me despedí. Para mi sorpresa, se despidió de mí besándome en el ascensor en lo que parecía un arranque de pasión más propio de un preámbulo que de una despedida.

- Llámame cuando llegues, así me quedo tranquila
- Claro – contesté

Todavía está esperando.

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domingo, 9 de enero de 2011

¿Será ésta?

Todavía no me explico cómo me reconoció porque, hasta hace unos días, sólo me había visto en la pequeña foto que figuraba en el perfil de mi blog, con el que además acompaño mis comentarios en mi propio espacio y en otros. Debe ser que hay gente muy fisonomista y que, más allá de encontrar parecidos a los recién nacidos, es capaz de ver una pequeña imagen tuya en Internet, y luego reconocerte con la calle, como así me ocurrió.

Era sábado, y conforme a mis hábitos, me había levantado temprano, desayunado en un bar y acudido a comprar libros a la Cuesta de Moyano, a pesar de que el cielo, encapotado y nuboso, traía seguros presagios de lluvia. Cuando llegué, apenas unos pocos puestos estaban instalados, y el número de curiosos o potenciales compradores a la vista no superaba la decena. Esto último me reconfortó, ya que soy alérgico a las muchedumbres, así que comencé animado la subida de la pendiente, recreándome tranquilamente en encontrar lo que ni siquiera tenía en mente andar buscando. Acababa de llegar al segundo de los tableros, donde de inmediato me concentré en una hilera de libros pertenecientes a la colección Etiqueta Negra de la editorial Júcar, cuando escuché como alguien pronunciaba mi nombre a mi espalda:

- ¿Guido?

Me volví al instante, y me encontré frente a una chica, cuyo rostro me resultaba vagamente familiar pero que no acertaba a identificar

- ¿No me digas que no sabes quién soy? – me preguntó con una amplia sonrisa – soy Natalia – aclaró, ante mi cara de incertidumbre
- Aaah, sí, claro, ahora ya sí te reconozco – respondí, cayendo en la cuenta de que era una de las habituales de mi blog con la que tenía muy buena onda, llegando incluso a intercambiarnos mails de vez en cuando - ¿qué hacés por acá?
- Venía a ver si compraba algunos libros…bueno, y también porque tenía ganas de conocerte
- ¿Por ese orden?
- O no…- contestó enigmática, si no fuera porque había utilizado dos palabras a las que yo recurría con demasiada frecuencia en las respuestas a los comentarios de mi blog

Sonreí ante su respuesta y la observé con atención. Si bien a través de las fotos que colgaba en su blog saltaba a la vista que estaba muy buena, tenerla delante confirmaba esa impresión, aparte de evidenciar que era ella misma la de esas instantáneas, y no una prima suya o una modelo australiana. Sin embargo, por encima de su atractivo físico, me seducía su forma de ser. Como dije, nos habíamos mandado mails varias veces y esto, sumado a sus posts y comentarios que hacía, proyectaba una imagen que me atraía: muy educada, con clase, y un modo de expresarse cada día más excepcional en estos tiempos y esta parte del globo terráqueo.

- Si me hubieras avisado con tiempo, habría puesto más esmero a la hora de vestirme…incluso me habría afeitado, no sea que luego andes diciendo por ahí que Guido Finzi no anda aseado por la vida real
- Así no vas mal
- No, no voy mal, pero puesto al lado tuyo, parecemos la señora y el jardinero

Yo, aparte de no haberme afeitado en varios días ni peinarme, llevaba unos Levi’s gastados y una camiseta que, aunque era de Custo estaba muy dada de sí, sobre todo en el cuello y la parte de abajo. Para compensar, las Adidas Superstar (negras con tiras blancas) que calzaba, estaban casi nuevas y tampoco estaba muy mal la campera de cuero que me había traído recientemente de Argentina. Ella, por su parte, iba impecable: con una falda y chaqueta negra a juego, y una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados. Los zapatos eran de marca, su pelo lucía suelto y esponjoso, y de las orejas le colgaban unos étnicos pendientes con lapislázuli que supuse de origen afgano.

Estuvimos un largo rato paseando arriba y abajo, conversando de cualquier cosa y revisando con esmero las ofertas exhibidas. Al final, conseguimos hacernos con un nada modesto botín que incluía: “La capital del olvido”, de Horacio Vázquez-Rial, “Los milaneses matan en sábado”, de Giorgio Scerbanenco y “Era el cielo”, de Sergio Bizzio, que yo compré para regalárselos, “Kiebitz”, de André Kaminski, “Cuentos de la montaña”, de Miguel Torga, y “Reunión de bachilleres”, de Franz Werfel, que ella compró para sí misma, y “Monsieur Shoshani: el enigma de un maestro del siglo XX”, de Salomon Malka, “Los papeles de Casa Velha”, de Machado de Assís, “El ángel azul”, de Heinrich Mann, y “Las máscaras”, de Jorge Edwards, que adquirí para mí.

Recién pagadas las últimas adquisiciones, se desató la lluvia. Una lluvia intensa, en forma de gruesas gotas, que nos obligó a cobijarnos bajo un frondoso árbol pegado al muro del aledaño Ministerio de Agricultura. Por fortuna, y como acostumbra a suceder con las tormentas, no tuvimos que esperar más de cinco minutos a que escampara y pudiéramos abandonar nuestro refugio. Echamos entonces a andar, sin rumbo fijo y guardando silencio, como si el reciente fenómeno atmosférico nos hubiera tornado callados y metafísicos.
- ¿Adónde vamos? – preguntó ella mientras aguardábamos a que un semáforo se pusiera en verde
- No sé. ¿Querés comer la mejor carne de Madrid? – improvisé
- Si me estás invitando, corres el riesgo de que te diga que sí…
- Y si no me contestás pronto, te arriesgás a que no te repita la invitación
- Vale, acepto. Otro día te invito yo
- Sí, no te preocupés que, para la próxima, busco un sitio caro

Comimos en La Cabaña, en un ambiente a media luz, donde sonaba música romántica del tipo Leonardo Fabio y una trémula vela apenas iluminaba lo que había más allá de nuestra mesa. Como presentía, la charla resultó de lo más animada, y ante la ausencia de prisas por ambas partes, prolongamos la comida repitiendo postre, café y copa. A esas alturas, con timidez diluida en Cabernet-Sauvignon y oporto, nuestras miradas y gestos nos traicionaban de continuo, manifestando sin equívocos la atracción que nos iba uniendo. Pero, lamentablemente, todo tiene su fin, y ante el temor de ser pesados, decidimos abandonar el local cuando ya no quedaban más que otras dos mesas ocupadas.

- Me gustó conocerte, eres estupendo – me dijo ella a la puerta del restaurante
- Me alegro

Nos dimos dos besos en las mejillas y me quedé con su promesa de que me llamaría en los próximos días para invitarme a cenar. Ahora sólo me queda esperar, como lo llevo haciendo toda la vida. Lástima que, como siempre, nunca sepa exactamente si es a ésta, o a cualquier otra.

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