"Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se trasmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido". Edgardo Cozarinsky
martes, 23 de noviembre de 2010
lunes, 15 de noviembre de 2010
Cambio de rumbo
Rodolfo Barnato pensó que, cambiando de ciudad, su vida pintaría de otro color. La lejanía de su familia (en España), el acumulativo tedio que arrastraba desde antiguo y un reciente desencuentro amoroso lo empujaron a tomar una de esas decisiones, que muchos desean llevar a cabo, pero pocos se atreven a realizar. Decidido, y sin darle chance a la duda ni a la incertidumbre, compró un gran mapa de Argentina y se sentó en un Café de Corrientes a contemplarlo con ánimo de estudio. Buscaba un lugar al que ir, y repetía en voz alta el nombre de las numerosas localidades representadas según las iban descubriendo sus ojos.
Como ninguna le provocaba la más mínima sensación al retumbar en sus oídos, optó por dejar la decisión de su destino geográfico en manos del azar. Cerró los ojos y apoyó el dedo índice, a boleo, sobre el papel. Al abrirlos, comprobó que su uña señalaba una ciudad que no conocía pero siempre le había interesado (como tantas otras): Rosario. Recordó que su padre hablaba a menudo de ella, sacando a relucir, de un modo periódico, al ilustre matemático italiano Beppo Levi, quien trabajara durante 22 años en la Universidad Nacional de dicha ciudad y cuya tumba, en el cementerio judío, acudió a visitar en más de una ocasión cuando él era un pibe. “Rosario, Rosario, Rosario”, repitió Rodolfo en voz baja varias veces, como si al hacerlo confirmara lo acertado de la azarística elección y el susurro fuera un conjuro para un éxito inmediato. A partir de este instante, las ilusiones, el optimismo y una creciente ansiedad se apoderaron de él de un modo absorbente hasta lo enfermizo. Vendió enseguida su restaurante, ubicado a apenas doscientos cincuenta metros de la Casa Rosada y, sin esperar a tener la plata, telefoneó a Barcelona a su amigo Oriol Vallantines, proponiéndole participar en la nueva aventura vital que iba a emprender. Oriol, que se asemejaba al hermano que nunca tuvo, era hijo de un judío catalán de orígen escocés a quien el padre de Rodolfo había conocido en Buenos Aires y vendido, allá por los sesenta, un hotel: el Vaccara.
Desde entonces, las dos familias habían mantenido un trato estrecho, como si las ligara algún cercano parentesco, y no simplemente una puntual operación comercial en común. Por eso no fue casual que, con la llegada de los milicos, los Barnato y los Vallantines emprendieran juntos el exilio, radicándose en Barcelona, donde los llevó el barco italiano que cubría la línea Buenos Aires-Río de Janeiro-Lisboa-Barcelona-Génova. La buena estrella se posó de tal modo sobre los dos clanes, que el triunfo en todo lo que emprendían superaba las más optimistas previsiones. Así, por ejemplo, mientras los Barnato abrían un hotel que poco tenía de modesto, los Vallantines probaban suerte con la gastronomía, con tal tino que su establecimiento es, hoy en día, uno de los más reputados de toda Cataluña. Pero, por encima de estos notables éxitos empresariales, el hermanamiento entre unos y otros se acrecentó sin pausa con el transcurrir de los años, lo que no deja de ser casi una anomalía en estos tiempos de desapego. Por eso no extrañó que, cuando un lustro antes Rodolfo regresó a Argentina para abrir un restaurante en el corazón de Buenos Aires, Oriol dudara hasta el último momento si acompañarlo o no. Ahora, por el contrario, y quizás para desquitarse, no vaciló ni un instante en cruzar el charco y aventurarse ante la propuesta de su amigo. A fin de cuentas, lo único que podía perder era dinero, y esto era algo que no suponía un problema para ninguno de ellos.
No habían transcurrido ni cinco meses después de aquella llamada, cuando Rodolfo y Oriol inaguraban un restaurante en la zona más comercial de Rosario, bautizándolo como Vaccara, en un claro guiño a la melancolía y los tiempos pasados. El local era elegante, pero sin caer en excesos ni esnobismos. Un lugar sobrio, casi clásico, que escapaba de modernas decoraciones que hacía que los restaurantes parecieran laboratorios y éstos, restaurantes. La filosofía del mismo quedó bien definida desde un principio, y consistía en ofrecer comida elaborada a precios asumibles, donde la gente fuera a disfrutar de la gastronomía y no a exhibirse o dejarse ver.
Una noche de entresemana, cuando el Vaccara llevaba poco más quince días de funcionamiento, se presentó a cenar una mujer que llamó poderosamente la atención de Rodolfo. Alta, de piel trigueña, ojos oscuros que se aclaraban al mirarlos de cerca, y una melena color ébano, de tendencia ondulante mitigada a base de cremas suavizantes, componían un conjunto que, a pesar de ciertas desarmonías (bocas y nariz grandes, mentón prominente y caderas mediterráneas), seducía mejor que la simple y desnaturalizada belleza. Tal impactó le causó la visión que, instantáneamente, se arriesgó a predecirle una futura trascendencia en su vida.
- ¿La conocés? – preguntó Oriol, en un recuperado acento argentino, intrigado por el ensimismamiento con que su amigo la miraba
- No – reconoció – pero va a ser mi mujer – sentenció de inmediato
- Vos viste muchas películas…
- Mirá, Oriol, ya sabés que en mi casa somos supersticiosos y no nos gusta adelantar el destino por miedo a que la vida castigue nuestra soberbia, pero…en esta ocasión voy a ser una excepción. Así que anotá el día de hoy y escuchá bien lo que te digo: voy a casarme con ella.
Oriol se quedó mirando a Rodolfo. Comprendió que hablaba en serio, como nunca antes lo había hecho en su vida.
- Adelante, hermano, acérquesele nomás, y que la suerte le acompañe – lo animó, utilizando el usted para dar más solemnidad a su sincero consejo
Rodolfo se aproximó decidido a la mesa donde la mujer cenaba sola. Esta lo recibió con una amplia sonrisa, e invitó a tomar asiento con una afabilidad que le sorprendió gratamente. Semejante proceder no se estilaba en las mujeres que él había conocido y, la novedad, le convenció aún más en su pálpito respecto la excepcionalidad de ella.
- Me llamo Alma Baredes – se presentó, extendiéndole una mano larga, de finos huesos y libre de anillos.
- Yo, Rodolfo, Rodolfo Barnato – contestó él, reteniéndosela entre la suya
A partir de aquí, de este encuentro tan predestinado como cualquier otro, Alma y Rodolfo no volvieron a separarse, contrayendo finalmente matrimonio, en la Municipalidad de Rosario, a los 3 meses de conocerse. Al banquete que le siguió, celebrado en una quinta de las afueras, asistieron todos los Barnato y todos los Baredes, los Vallantines y unos contados amigos más.
Antes de que la feliz pareja partiera para su luna de miel en Praga, Rodolfo acompañó a su padre al cementerio, donde recitaron el kaddish y depositaron piedritas sobre la lápida de Beppo Levi. Para uno, era la primera vez. Para otro, el retorno a algo añorado. Pero, para los dos, un rito cuya finalidad y trascendencia escapaba y que ponía de manifiesto, una vez más, que la vida está llena de misterios y, la mitad, nadie conoce.
---------------------------------------------------------------------------------
Como ninguna le provocaba la más mínima sensación al retumbar en sus oídos, optó por dejar la decisión de su destino geográfico en manos del azar. Cerró los ojos y apoyó el dedo índice, a boleo, sobre el papel. Al abrirlos, comprobó que su uña señalaba una ciudad que no conocía pero siempre le había interesado (como tantas otras): Rosario. Recordó que su padre hablaba a menudo de ella, sacando a relucir, de un modo periódico, al ilustre matemático italiano Beppo Levi, quien trabajara durante 22 años en la Universidad Nacional de dicha ciudad y cuya tumba, en el cementerio judío, acudió a visitar en más de una ocasión cuando él era un pibe. “Rosario, Rosario, Rosario”, repitió Rodolfo en voz baja varias veces, como si al hacerlo confirmara lo acertado de la azarística elección y el susurro fuera un conjuro para un éxito inmediato. A partir de este instante, las ilusiones, el optimismo y una creciente ansiedad se apoderaron de él de un modo absorbente hasta lo enfermizo. Vendió enseguida su restaurante, ubicado a apenas doscientos cincuenta metros de la Casa Rosada y, sin esperar a tener la plata, telefoneó a Barcelona a su amigo Oriol Vallantines, proponiéndole participar en la nueva aventura vital que iba a emprender. Oriol, que se asemejaba al hermano que nunca tuvo, era hijo de un judío catalán de orígen escocés a quien el padre de Rodolfo había conocido en Buenos Aires y vendido, allá por los sesenta, un hotel: el Vaccara.
Desde entonces, las dos familias habían mantenido un trato estrecho, como si las ligara algún cercano parentesco, y no simplemente una puntual operación comercial en común. Por eso no fue casual que, con la llegada de los milicos, los Barnato y los Vallantines emprendieran juntos el exilio, radicándose en Barcelona, donde los llevó el barco italiano que cubría la línea Buenos Aires-Río de Janeiro-Lisboa-Barcelona-Génova. La buena estrella se posó de tal modo sobre los dos clanes, que el triunfo en todo lo que emprendían superaba las más optimistas previsiones. Así, por ejemplo, mientras los Barnato abrían un hotel que poco tenía de modesto, los Vallantines probaban suerte con la gastronomía, con tal tino que su establecimiento es, hoy en día, uno de los más reputados de toda Cataluña. Pero, por encima de estos notables éxitos empresariales, el hermanamiento entre unos y otros se acrecentó sin pausa con el transcurrir de los años, lo que no deja de ser casi una anomalía en estos tiempos de desapego. Por eso no extrañó que, cuando un lustro antes Rodolfo regresó a Argentina para abrir un restaurante en el corazón de Buenos Aires, Oriol dudara hasta el último momento si acompañarlo o no. Ahora, por el contrario, y quizás para desquitarse, no vaciló ni un instante en cruzar el charco y aventurarse ante la propuesta de su amigo. A fin de cuentas, lo único que podía perder era dinero, y esto era algo que no suponía un problema para ninguno de ellos.
No habían transcurrido ni cinco meses después de aquella llamada, cuando Rodolfo y Oriol inaguraban un restaurante en la zona más comercial de Rosario, bautizándolo como Vaccara, en un claro guiño a la melancolía y los tiempos pasados. El local era elegante, pero sin caer en excesos ni esnobismos. Un lugar sobrio, casi clásico, que escapaba de modernas decoraciones que hacía que los restaurantes parecieran laboratorios y éstos, restaurantes. La filosofía del mismo quedó bien definida desde un principio, y consistía en ofrecer comida elaborada a precios asumibles, donde la gente fuera a disfrutar de la gastronomía y no a exhibirse o dejarse ver.
Una noche de entresemana, cuando el Vaccara llevaba poco más quince días de funcionamiento, se presentó a cenar una mujer que llamó poderosamente la atención de Rodolfo. Alta, de piel trigueña, ojos oscuros que se aclaraban al mirarlos de cerca, y una melena color ébano, de tendencia ondulante mitigada a base de cremas suavizantes, componían un conjunto que, a pesar de ciertas desarmonías (bocas y nariz grandes, mentón prominente y caderas mediterráneas), seducía mejor que la simple y desnaturalizada belleza. Tal impactó le causó la visión que, instantáneamente, se arriesgó a predecirle una futura trascendencia en su vida.
- ¿La conocés? – preguntó Oriol, en un recuperado acento argentino, intrigado por el ensimismamiento con que su amigo la miraba
- No – reconoció – pero va a ser mi mujer – sentenció de inmediato
- Vos viste muchas películas…
- Mirá, Oriol, ya sabés que en mi casa somos supersticiosos y no nos gusta adelantar el destino por miedo a que la vida castigue nuestra soberbia, pero…en esta ocasión voy a ser una excepción. Así que anotá el día de hoy y escuchá bien lo que te digo: voy a casarme con ella.
Oriol se quedó mirando a Rodolfo. Comprendió que hablaba en serio, como nunca antes lo había hecho en su vida.
- Adelante, hermano, acérquesele nomás, y que la suerte le acompañe – lo animó, utilizando el usted para dar más solemnidad a su sincero consejo
Rodolfo se aproximó decidido a la mesa donde la mujer cenaba sola. Esta lo recibió con una amplia sonrisa, e invitó a tomar asiento con una afabilidad que le sorprendió gratamente. Semejante proceder no se estilaba en las mujeres que él había conocido y, la novedad, le convenció aún más en su pálpito respecto la excepcionalidad de ella.
- Me llamo Alma Baredes – se presentó, extendiéndole una mano larga, de finos huesos y libre de anillos.
- Yo, Rodolfo, Rodolfo Barnato – contestó él, reteniéndosela entre la suya
A partir de aquí, de este encuentro tan predestinado como cualquier otro, Alma y Rodolfo no volvieron a separarse, contrayendo finalmente matrimonio, en la Municipalidad de Rosario, a los 3 meses de conocerse. Al banquete que le siguió, celebrado en una quinta de las afueras, asistieron todos los Barnato y todos los Baredes, los Vallantines y unos contados amigos más.
Antes de que la feliz pareja partiera para su luna de miel en Praga, Rodolfo acompañó a su padre al cementerio, donde recitaron el kaddish y depositaron piedritas sobre la lápida de Beppo Levi. Para uno, era la primera vez. Para otro, el retorno a algo añorado. Pero, para los dos, un rito cuya finalidad y trascendencia escapaba y que ponía de manifiesto, una vez más, que la vida está llena de misterios y, la mitad, nadie conoce.
---------------------------------------------------------------------------------
martes, 9 de noviembre de 2010
No más de 4
Ernesto jamás se imaginó escuchar aquellas cuatro palabras de boca de una mujer. Y menos de la que amaba. Por eso, cuando ella dijo por teléfono: “Vos hacé tu vida”, a él le costo entenderla. Para colmo, y esto fue algo que más tarde no dejaría de escocerle, las soltó sin emoción alguna, y con una voz tan calma y neutra, que más pareciera estuviera hablando con un desconocido que con el hombre con quien compartía su vida desde hacía 3 años (sin contar los 2 previos de noviazgo).
Desde entonces, Ernesto no volvió a ser el mismo. Algo se rompió en su interior ese fatídico día, y sus posteriores intentos por recomponerlo fueron tan penosos como inútiles. Había perdido el equilibrio emocional, quedando a la intemperie y a merced de impulsos antes inactivos. Sin querer, pero sin oponerse, se dejó llevar por éstos, entregándose con poca mesura a conquistar cuanta mina se le cruzaba. Con ellas, tenía el éxito asegurado ya que, a su habitual y efectivo encanto de hombre varonil, sumaba ahora un creciente desapego existencial que lo volvía más atractivo, casi irresistible para la mayoría (hay quienes apuntan que uno siempre se relaciona con la misma mujer, aunque todas sean distintas).
En las desesperadas relaciones que siguieron a la ruptura, Ernesto buscaba algo que iba más allá del desahogo físico, y que en nada pasaba por encontrar una compañera. Quería demostrarse a sí mismo, y sobre todo a su ex, lo equivocada que ésta estaba cuando le dijo lo que le dijo, imaginando cómo el dolor por su ausencia y el saberlo acostándose con otras, la traería de vuelta, arrepentida y suplicante. Sin embargo, la realidad siempre se manifestaba de modo bien distinto, y después de cada acto sexual le llegaban unos indeseados efectos secundarios en forma de culpa y angustia. Una especie de resaca moral que lo embriagaba de tristeza. Sentía que estaba traicionando a “su mujer”, y una incontenible necesidad de escapar lo llevaba a refugiarse en la bebida, el rezo o cualquier otra alternativa con que poder mitigar la neurosis.
Por desgracia, los efectos positivos de estas terapias no pasaban de lo efímero, y su cerebro no tardaba en volver a sentirse acosado con lo mismo de siempre. Con esas cuatro malditas palabras que sonaban, una y otra vez, con idéntica y monótona música:
vos hacé tu vida, vos hacé tu vida, vos hacé tu vida, vos hacé…
------------------------------------------------------------------------------
Desde entonces, Ernesto no volvió a ser el mismo. Algo se rompió en su interior ese fatídico día, y sus posteriores intentos por recomponerlo fueron tan penosos como inútiles. Había perdido el equilibrio emocional, quedando a la intemperie y a merced de impulsos antes inactivos. Sin querer, pero sin oponerse, se dejó llevar por éstos, entregándose con poca mesura a conquistar cuanta mina se le cruzaba. Con ellas, tenía el éxito asegurado ya que, a su habitual y efectivo encanto de hombre varonil, sumaba ahora un creciente desapego existencial que lo volvía más atractivo, casi irresistible para la mayoría (hay quienes apuntan que uno siempre se relaciona con la misma mujer, aunque todas sean distintas).
En las desesperadas relaciones que siguieron a la ruptura, Ernesto buscaba algo que iba más allá del desahogo físico, y que en nada pasaba por encontrar una compañera. Quería demostrarse a sí mismo, y sobre todo a su ex, lo equivocada que ésta estaba cuando le dijo lo que le dijo, imaginando cómo el dolor por su ausencia y el saberlo acostándose con otras, la traería de vuelta, arrepentida y suplicante. Sin embargo, la realidad siempre se manifestaba de modo bien distinto, y después de cada acto sexual le llegaban unos indeseados efectos secundarios en forma de culpa y angustia. Una especie de resaca moral que lo embriagaba de tristeza. Sentía que estaba traicionando a “su mujer”, y una incontenible necesidad de escapar lo llevaba a refugiarse en la bebida, el rezo o cualquier otra alternativa con que poder mitigar la neurosis.
Por desgracia, los efectos positivos de estas terapias no pasaban de lo efímero, y su cerebro no tardaba en volver a sentirse acosado con lo mismo de siempre. Con esas cuatro malditas palabras que sonaban, una y otra vez, con idéntica y monótona música:
vos hacé tu vida, vos hacé tu vida, vos hacé tu vida, vos hacé…
------------------------------------------------------------------------------
sábado, 6 de noviembre de 2010
Liliana
Había engordado de cintura para abajo, y su piel se había ajado un tanto, desplegando una amplia red de fina arrugas cada vez que sonreía. Sin embargo, a pesar de todo, una belleza de esencia se imponía a las huellas del paso del tiempo, confiriéndole el sano atractivo de mujer madura que ha sabido envejecer, al desprecio de frivolidades y aceptándose tal como era.
Esa tarde, tomamos café y hablamos de generalidades, gambeteando hábilmente al por qué de nuestra separación y evitando la pueril especulación de lo que pudo haber sido y no fue. Charlamos cordialmente, y nos sonreíamos a cada instante, pero sin coincidir las miradas. Preferíamos, a modo preventivo, fijarnos el uno en el otro de un modo intermitente, con miedo a que nuestros ojos encontrados, y el silencio, fueran tan elocuentes que las palabras carecieran de significado. A pesar de que habían transcurrido diez años de lo nuestro, aún eran muchas las mañanas en que ella era el primer pensamiento que acudía a mi cabeza al levantarme.
Me contó algunos pormenores de su exitosa carrera periodística que yo seguía muy de pasada porque, ante la dolorosa perspectiva de desayunar cada día leyendo sus artículos, optaba por cualquier otra menos evocadora. En lo referente a su vida emocional, omitió hacer cualquier mención. Yo no insistí; no quería saber que su cuerpo era disfrutado por otro, tal vez más alto, más guapo, más encantador y con más dinero que yo. Por mi parte, le hablé de mi anodina existencia, ficcionando generosamente una realidad en la que el destino había hecho estragos desde que nos habíamos separado.
Al despedirse, y tras darme un beso más cálido de lo normal (así me lo pareció) en la mejilla, se volvió antes de salir por la puerta, y me dijo:
- Si te sirve de algo, siempre me arrepentí de dejarte
Se me antojó que lo decía en serio pero, incapaz de contestar algo, y mucho menos de salir corriendo tras ella, me quedé parado como un boludo, sin hacer otra cosa que guardar silencio y dejarla marchar. Desde entonces, aquella frase es mi único consuelo.
----------------------------------------------------------------------------
Esa tarde, tomamos café y hablamos de generalidades, gambeteando hábilmente al por qué de nuestra separación y evitando la pueril especulación de lo que pudo haber sido y no fue. Charlamos cordialmente, y nos sonreíamos a cada instante, pero sin coincidir las miradas. Preferíamos, a modo preventivo, fijarnos el uno en el otro de un modo intermitente, con miedo a que nuestros ojos encontrados, y el silencio, fueran tan elocuentes que las palabras carecieran de significado. A pesar de que habían transcurrido diez años de lo nuestro, aún eran muchas las mañanas en que ella era el primer pensamiento que acudía a mi cabeza al levantarme.
Me contó algunos pormenores de su exitosa carrera periodística que yo seguía muy de pasada porque, ante la dolorosa perspectiva de desayunar cada día leyendo sus artículos, optaba por cualquier otra menos evocadora. En lo referente a su vida emocional, omitió hacer cualquier mención. Yo no insistí; no quería saber que su cuerpo era disfrutado por otro, tal vez más alto, más guapo, más encantador y con más dinero que yo. Por mi parte, le hablé de mi anodina existencia, ficcionando generosamente una realidad en la que el destino había hecho estragos desde que nos habíamos separado.
Al despedirse, y tras darme un beso más cálido de lo normal (así me lo pareció) en la mejilla, se volvió antes de salir por la puerta, y me dijo:
- Si te sirve de algo, siempre me arrepentí de dejarte
Se me antojó que lo decía en serio pero, incapaz de contestar algo, y mucho menos de salir corriendo tras ella, me quedé parado como un boludo, sin hacer otra cosa que guardar silencio y dejarla marchar. Desde entonces, aquella frase es mi único consuelo.
----------------------------------------------------------------------------
Suscribirse a:
Entradas (Atom)