martes, 25 de octubre de 2011

Solo

Como cualquier boludo, pensé que la mejor forma de olvidar la reciente ruptura con mi novia, era encamarme con todas las minas que pudiera. Para ello, recuperé el contacto con antiguos compañeros crápulas que hacían de la noche su forma de vida, visité sombríos tugurios donde las conversaciones eran cortas y las preguntas mínimas, y abusé del alcohol sin conciencia. Y no es que estuviera enamorado de Natalia, pero era la única mujer que tenía, y no me gustó nada perderla. “Vos no querés compromisos, Guido. Ni siquiera tenemos un perro en común…”, me reprochaba a menudo. Pero yo no atendía a esos avisos, y me dejaba llevar por la placidez de una relación que no me apasionaba pero tampoco daba quebraderos de cabeza. Pensaba que era yo quién tenía la sartén por el mango, y que todo terminaría cuando yo lo decidiera. Me equivoqué. Así que un día me dejó, y ni siquiera podía reprochárselo. Sólo le repliqué con un poco convincente “¿lo pensaste bien?”, al que ella ni siquiera se tomó la molestia de contestar.

No sé, exactamente, qué fue lo que me sacó de aquél pozo de excesos en el que me iba hundiendo. Quizás el remordimiento, o el miedo a traicionar los valores que me habían inculcado en mi familia, o acaso la mala conciencia por haber dejado escapar a una muchacha buena, alegre y sencilla, que no pedía demasiado a la vida. Que la quisieran, y poco más. No sé. El caso es que un buen día, sin nada aparente que lo diferenciara de los anteriores, me duché, afeité, y plantado ante el espejo decidí serenarme, volver a mis rutinas de sueño y comidas, abandonar los malos hábitos, las pocas recomendables compañías y, en definitiva, reencontrar mi equilibrio. Afortunadamente no me resultó difícil. El tiempo de desbarajustes no había sido excesivo como para crear una dinámica y, en consecuencia, mis vicios seguían siendo controlables.

Debía llevar apenas una semana de vuelta a la normalidad cuando, una noche, recibí una inesperada llamada. Nadie me llama a esas horas (pasaban de las doce) así que, lo primero que pensé, fue en alguna desgracia familiar.

- ¿Holá? – atendí temoroso
- Habla Susana, Susana Vélez ¿Cómo andás, che? ¿te acordás de mí?

Claro que me acordaba, aunque no entendía porqué carajo me llamaba un día de entresemana, a medianoche, y después de más de tres años de habernos visto por última vez. También me preguntaba quién le habría dado mi número de teléfono.

- ¿Guido? ¿estás ahí? - preguntó, impaciente

“No, boluda, estoy en Sebastopol”, me dieron ganas de decirle. En vez de eso, contesté que claro, que cómo iba a olvidarme de alguien como ella. Y era verdad. Cómo no acordarme de una mina que, aparte de estar muy buena, pasó conmigo la noche previa a su casamiento. Hasta me acordaba del novio: un rico estanciero de Santa Fe que se había enriquecido con el cultivo de la soja. No era gran cosa: petisito, medio pelado, adicto a las camisas hawaianas, al oro (cargaba no menos de medio kilo de oro entre su Rolex, una gruesa pulsera con el nombre grabado y un collar del ancho de un dedo meñique), y a los autos y mujeres grandes (como buen petiso). Un tipo tan poco atractivo, que su anacrónico bigote apenas hacía mella en su lucha a muerte contra el ideal de Apolo.

- Imagino que te sorprenderá mi llamada ¿no?…
- ¡ No sabés cuánto ¡ – exclamé en tono cínico
- Te explico: es que hace un año me separé de mi marido, y entonces, como no sabía qué hacer, me vine a vivir a Buenos Aires con mi hermana Blanca..
- ¡ Qué interesante ¡ - la interrumpí con simulado interés
- ¿Víste? bueno el caso es que justo ayer me dieron el divorcio…y como esto es algo que a una no le pasa todos los días…decidí celebrarlo haciendo una flor de fiesta en una quinta
- Aahh, ¿así que esas cosas se celebran? Mirá vos…¡ qué cosas ¡
- Y claaaro, ¿no sabés que es de lo más “in”? Ay, Guidito, que me parece que vos estás totalmente “off”
- Debe ser eso – consentí
- La fiesta va a ser el próximo sábado…¿Tenés para apuntar la dirección?
- Sí – mentí – decime

Me dictó una dirección de Ramos Mejía, que olvidé incluso antes de despedirnos. Lógicamente no iba a ir, pero me daba menos trabajo decirle que sí y no aparecer, que explicarle porqué tenía por costumbre acudir a fiestas, y mucho menos si la organizaba una tarada con motivo de su divorcio.
Tras colgar, me quedé pensando en lo perdido. Comparé lo estúpido y banal de la reciente conversación con las que mantenía habitualmente con Natalia. La frivolidad de una, y el sentido común de la otra. El olvido de aquella noche de hace tres años, víspera a un casamiento, y las compartidas hasta hace escasas semanas. “Con razón se dice que las comparaciones son odiosas” pensé, y agarré el teléfono para llamar a Natalia.

Sí, ya lo sé, tal vez no fuera amor, pero... se le parecía bastante.

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miércoles, 19 de octubre de 2011

Aparecido

Era uno de esos grises y abúlicos domingos por la tarde, donde no queda otra que escuchar los partidos, quedar con alguien, o sucumbir al tedio. Para colmo, caía una fuerte tormenta sobre la ciudad, originando destellos eléctricos en el cielo, y un fuerte viento que silbaba por las calles buscando a quien golpear en la cara, lo que convertía en temerario el socorrido acto de dar un paseo. Serían las cinco y diez o cinco y cuarto, cuando mi amigo Pablo Szwarc entró en el Café Lombardo acompañado de otro tipo.

- Perdoname, Guido, pero ya sabés cómo se pone el tráfico cuando llueve – se disculpó por el retraso – Mirá, te presento a Carlo

El acompañante era el actor de cine y televisión, Carlo Romanelli. Un flaco cincuentón que iba vestido de punta en blanco, repeinado como si llevara peluca y con unos pequeños anteojos con montura de oro. Nos estrechamos las manos, y me quedé mirándolo unos instantes. Era igual a como salía en las pantallas, con la única diferencia de que la cara le brillaba menos, seguramente por la ausencia de maquillaje. Hasta el traje azul que llevaba parecía el mismo que lucía en su papel de abogado en la serie “Abogacía letal”, donde interpretaba a un picapleitos que se ponía sus mejores pilchas para salir de noche a ajusticiar a delincuentes absueltos por negligencias judiciales.

Romanelli me dijo que tenía ganas de conocerme desde que se enteró que era amigo de Pablo, y le pidió a éste que nos presentara. Yo no sabía que decir, así que sonreí con fingida modestia y musité un “muy amable” que sonó poco convincente. A pesar de que a mí no me entusiasmaba sus dotes artísticas (esto no se lo dije), le comenté cuánto me había gustado su papel (esto sí era cierto) en una película de 1997 dirigida por Adrián Rovira titulada “Un hombre sutil para dos mujeres”; una especie de tragicomedia que apenas tuvo éxito de público, pero sí de una crítica que destacó, no sólo la calidad del guión sino, también, las interpretaciones de Romanelli y de una de las protagonistas femeninas, la lindísima y hoy casi olvidada Laura Terán.

Nos sentamos a una mesa más grande de la que yo ocupaba. Bebimos y charlamos de nuestras respectivas actividades, minas, fútbol, viajes, perros y vinos hasta que, pasado un buen, Carlo me preguntó, poniéndose serio, si quería saber de un extraño suceso que él había vivido quince años atrás, justo en el mismo local en el que nos encontrábamos. Le contesté que sí, y se quedó callado unos instantes. Supe, por cómo le cambió el semblante y por esa pausa dramática, que fuera lo que fuese lo que le había ocurrido aquél día, le había calado hondo, lo que quedó confirmado por el tono dolido con que me lo narró y que ahora paso a compartir con ustedes.

Fue una tarde, pero no domingo sino un día cualquiera de la semana, acaso un martes o miércoles. Él había quedado para cenar con su novia de entonces y, como llegaba con adelanto, entró a tomarse un café. Al no tener apuro, buscó sitio donde sentarse, y encontró libre una pequeña mesa pegada a la pared desde la que se veía la calle. Mientras le traían el café se puso a fumar, y a dibujar cubos en una servilleta de papel, algo que acostumbraba a hacer desde que era un pibe. Enseguida se cansó de geometrías y empezó a beberse el café a pequeños sorbos, haciendo tiempo y dejándolo reposar para que se enfriara. Justo cuando estaba dándole el último trago, sus ojos se encontraron con los de un hombre que le miraba desde el otro lado de la ventana. Un hombre idéntico a su padre, vestido con el mismo estilo, y que le dedicó una generosa sonrisa, igual a esa tan característica que él tenía y que le marcaba dos profundos hoyuelos en las mejillas. Carlo se quedó tan sobrecogido, que instintivamente cerró los ojos, como un acto reflejo de negación ante lo ilógico de aquella visión. Era imposible que fuera su padre, porque éste había partido cinco días antes hacia Roma y no tenía que volver hasta tres semanas más tarde. El viejo era romano de nacimiento pero no había regresado desde que Mussolini obligó a su familia a abandonar el país.

Aunque Carlo apenas mantuvo los ojos abiertos unos segundos, cuando los abrió aquél hombre ya no estaba, lo que le dejó más confundido. Pensativo, dejó un billete sobre la mesa, y salió a la calle a buscarlo. Miró a derecha y a izquierda, pero no lo volvió a ver. Encendió entonces un cigarrillo, exhaló una larga calada, más con intención de sosegarse que de disfrutar del tabaco, y echó a caminar hasta el restaurante donde estaba citado. Cenó con su novia, y después fueron a dormir a casa de ella. Durante toda la noche apenas se acordó de lo sucedido en el Lombardo. Sin embargo, sentía una inquietud latente que no le dejaba descansar del todo. Tanto es así que, en cuanto llegó a su domicilio, por la mañana, lo primero que hizo fue acercarse al teléfono. Descubrió con aprensión el parpadeo de la lucecita naranja le indicaba que tenía un mensaje nuevo y levantó el auricular con temor. Escuchó entonces la voz apesadumbrada y entrecortada de su hermano Daniel: “Hola, Carlo, soy Dani…papá murió en Roma…de un infarto…mientras paseaba cerca del Pórtico d’Ottavia, ayer, a eso de las ocho…por favor, llamame lo antes posible”.
Horas más tarde, mientras compartía vuelo de Alitalia con su hermano Daniel y su hermana Rita, Carlo no podía quitarse de la cabeza la reciente imagen de su padre sonriéndole a través del cristal. No sabía explicarlo, tampoco le importaba, pero una cosa le sigue pesando de aquel día: no haberle podido dar un último abrazo.

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jueves, 13 de octubre de 2011

Al destino le gusta insistir

Si la memoria no me trampea, diré que lo vi por primera vez allá por 1990 ó 1991, en un restaurante italiano del centro, entre Corrientes y Pasteur, a mano derecha según se va desde el Obelisco. Lo que no consigo recordar es el nombre, aunque sí acierto a ver sus manteles a cuadros blancos y rojos, sus pintorescas botellas de chianti expuestas sobre estanterías de madera sobre las paredes blancas, y los globos colgados del techo que expandían una luz limpia por toda la sala, y que acentuaban el contraste lumínico con la insuficiencia de watios que reinaba en la calle.
Recuerdo que cenaba con mi amigo Leo, y no nos percatamos, hasta el segundo plato, de que en una de las mesas del fondo, en un rincón de la estancia casi pegado a los baños, Martín Smilansky comía acompañado de un adolescente de poco más de quince años, picado de acné, y con una pelusilla tipo piel de durazno que le sombreaba el labio superior. Ver a semejante personaje de la literatura argentina, sentado a una mesa a poco más de seis o siete metros de donde estábamos, me provocó un inmediato estado de excitación y nerviosismo. No en vano, Smilansky era uno de mis tres escritores favoritos por aquel entonces y, en consecuencia, uno de los motivos por los que yo pretendía adentrarme en el mundo de las letras. Me había leído y releído todos y cada uno sus libros, desde su primera novela; “Un hombre aparente” y publicada cuando contaba apenas 20 años, hasta la última; “Monsergas y estilismos”, y siempre que leía algún suplemento literario, o las páginas culturales de cualquier diario, ansiaba toparme con la noticia de alguna nueva entrega suya.

- Mirá quién está allá atrás, al fondo– le dije a Leo
- ¿Adónde? – me inquirió volviéndose
- No mirés, no mirés
- ¿En qué quedamos, che?
- Bueno, mirá, pero con disimulo

Para ambos, la sorpresa era tan grande, que sólo hubiera sido mayor en caso de haberse tratado del mismísimo Borges. Durante lo que nos restaba de cena, lanzamos furtivas miradas a la otra mesa, sabiendo que nuestra timidez, educación y apocado carácter juvenil nos iba a impedir acercarnos allí para charlar con él. A lo más que llegamos, fue a demorarnos con el postre para así verlo atravesar el salón y observarlo más de cerca, aunque no fuera más que de un modo fugaz.

Nuestro segundo encuentro tuvo lugar unos cinco años más tarde, y en un escenario insospechado, ya que era la primera vez en mi vida que yo acudía al Café Virginia (bautizado así en honor de su primera propietaria; la célebre cantante de tangos de origen gallego Virginia Lou, allá por los años 30). Era un caluroso mediodía de marzo, y yo estaba tomándome un Cinzano y hojeando un libro de cara al gran ventanal que daba a la calle Varela. No terminaba de concentrarme en la lectura, y el sol que atravesaba el cristal y me daba en la cara, amenazaba con potenciar los efectos del vermouth, y adormilarme del todo. En eso estaba cuando una voz, ronca y cercana, me sacó del sopor.

- ¿Me daría usted fuego, joven?

Tardé unos segundos en reaccionar y cuando me volví, no lo reconocí a primera vista. Su cara me sonaba, pero no lograba identificarlo. Estaba más demacrado y ojeroso que la otra vez que lo había visto, iba vestido de forma descuidada, y su aspecto en general denotaba cansancio o alguna enfermedad, lo que acentuaba aún más sus ya de por sí duras facciones. Mientras le prendía su cigarrillo con mi encendedor, sus ojos se detuvieron en la portada del libro: “Parajes inhóspitos”, de Gustavo Sermoneta.

- ¿Le está gustando? – me preguntó tras dar la primera calada

Recién en ese momento caí en la cuenta de su identidad. Tragué saliva, y apenas atiné a balbucear un torpe:

- Lo escribió un amigo mío

Smilansky asintió con la cabeza y me ofreció un amago de sonrisa, dejándome la duda si me tomaba por un idiota, o comprendía que le había reconocido y me sentía intimidado. A fin de cuentas, su talante mordaz era legendario y su nombre representaba un mundo que me fascinaba y del que yo quería formar parte.

- Una ópera prima interesante, sumamente interesante…¿vos también escribís, pibe? – se interesó pasándose al tuteo
- Lo intento, pero mi talento no da más que para cuentos, relatos de pocas páginas
- Bueno, Borges nunca escribió novela, y mirá vos a lo que llegó

Se ve que el tipo tenía ganas de charlar, porque me pidió permiso para sentarse a mi mesa, y me invitó a tomar lo que quisiera. Pedí otro vermouth, y nos pasamos la siguiente hora haciendo un repaso de la literatura en general, y la argentina en particular. Cuando se despidió, me estrechó la mano con fuerza y accedió a firmarme un autógrafo en un pañuelo de hilo, de esos que mi madre me acostumbró a llevar en el bolsillo desde chico y que todavía conservo.

A lo largo de 1995 y 1996, coincidimos unas cuantas veces en lugares tan dispares como el Parque Lezama, en la pizzería Banchero de la calle Corrientes, a la salida de la cancha de Ferro en un partido contra San Lorenzo, y a la entrada de un concierto de Yehudi Menuhin en el Teatro Colón. Siempre me trataba con afecto, e invariablemente iniciaba la conversación con un: “¿Cómo va la novela, Finzi?”, para enseguida pasar a tratarme de vos y recordarme su promesa de escribirme el prólogo a cualquiera de mis libros cuando yo se lo pidiera. Nunca lo hice. Supongo que por un desmesurado respeto, por miedo a defraudarlo y porque, desgraciadamente, murió aquél mismo año a consecuencia de un cáncer. Desde entonces, todo lo que publico sale sin prólogo. “¿Por qué?”, me pregunta el editor de turno. “Es una larga historia”, contesto, pero no me queda más remedio que volver a contarla.

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