viernes, 26 de febrero de 2010

Malo conocido

Si yo la invité a tomar un cafecito y charlar un rato, no fue por iniciativa propia sino accediendo al ruego desesperado de Valentín. Mi amigo me instó a que indagara sobre las motivaciones que la llevaron a abandonarle después de diez años de matrimonio. Y yo, cedí a sus súplicas.
Celia no mostró sorpresa ante mi invitación, ni siquiera preguntó sobre el objeto de la cita, y se presentó en el Café Moldavia con puntualidad suiza. Yo lo hice con cierto adelanto, apenas cinco minutos, así que tuve tiempo de elegir una mesa contra la ventana y verla aparecer por la puerta.
Me puse en pie cuando llegó a mi lado, y me dio un beso antes de ofrecerle caballerosamente una silla. Se quitó el abrigo, colgó el bolso sobre el respaldo, y tomó asiento. Cruzó las manos sobre el mármol y me miró directamente a los ojos.
- Vos dirás – dijo directamente
- Mejor pedimos, y después te explico – contesté, haciendo señas a un mozo que aguardaba educadamente a escasos metros
Mientras llegaban nuestras bebidas; una ginebra para mí y té con lecha para ella, intercambiamos los habituales comentarios sobre el tiempo y las previsiones meteorológicas. Cuando finalmente tuvimos nuestras consumiciones delante, entré en materia, intentando no mostrarme dubitativo ni parecer que llevaba un guión establecido
- Mirá, Celia…vos sabés que yo soy amigo de Valentín desde hace mucho, ¿no?
- Ah, era eso – me interrumpió, como si esperara que el motivo de vernos fuera otro
En ese momento no supe interpretar su reacción y no le di mayor importancia, por lo que proseguí con lo que estaba
- Como te decía, somos amigos desde hace tiempo y la verdad, lo veo mal, muy mal. Anda como boleado, ¿víste? Como un alma en pena y tengo miedo de que le de por hacer una locura – exageré – vos sos la mujer de su vida, lo que más quiere, y que ahora no estés con él, es algo que no entiende. La vida se le dio vuelta de repente y no lo termina de encajar…
- ¿Te mandó él que hablaras conmigo?
- No, ¡ por favor ¡ - mentí - ¿por quién me tomaste?
- Con él me ahogo, Guido, me aburro. Nunca una sorpresa, una transgresión, sino que todos los días lo mismo, como si nuestra convivencia fuera un plan de cuyas estrechas coordenadas no nos pudiéramos salir. A su lado me siento que no vivo la vida y que mis mejores años se me escapan en medio de la nada, como a esas mujeres de antes, que no tenían más entretenimiento que pasarse las horas tejiendo, salir a comprar a la mercería o escuchar los seriales radiofónicos. Yo no quiero una vida tan chata ni chota. ¡Quiero vivirrr, Guido, Vivirrrr¡
- ¿Y todo esto se lo dijiste?
- Claaro, mil veces, pero es inútil. La gente no cambia, y menos él, que tiene que planificar hasta las veces que va al baño. A mí me gustaría que fuera distinto, un tipo aventurero como….como vos ¿entendés? – explicó, alargando sus manos hacia las mías y mirándome con provocación.

Al notar el contacto, sentí una súbita oleada de vértigo. El corazón me latía con fuerza y la adrenalina empezaba a circular violentamente por el torrente sanguíneo.
- ¿Sabés lo que te quiero decir? – inquirió
Más que saberlo, lo intuía: la mujer de un amigo me estaba intentando seducir. Y no estaba mal el asunto porque, dejando de lado los aspectos morales, Celia era una madura espléndida que a sus cuarenta y monedas, resultaba más excitante que cualquier pendejita rubia de piernas largas y culito respingón.
- Perfectamente – volví a mentir, ésta vez a medias y disimulando con una sonrisa mi nerviosismo
El diálogo no se extendió más allá de lo imprescindible y, un rato después, estábamos revolcándonos en un telo cercano, excitados por la infidelidad suya y la traición mía.
Nos volvimos a ver al día siguiente, en el mismo Café y a la misma hora, y terminamos, nuevamente, perdiendo la verticalidad entre sábanas alquiladas. La única diferencia, y notoria, fue la despedida. Celia se sentía asaltada por la culpa y sus últimas palabras, regadas con lágrimas menudas, fueron: “Esto no va a funcionar, Guido”.
No dije nada. No tenía nada que decirle, así que la dejé marchar, sabiendo perfectamente adónde iba a ir.

Pasados unos días, paseando por Independencia, me encontré con Valentín. Llevaba a su perro con la correa y vino apurado a mi encuentro en cuanto me vio. Me abrazó y, con una gran sonrisa de contento en la cara, me dijo:
- ¡Sos un fenómeno, Guido, un auténtico fenómeno!
Arqueé las cejas interrogativamente, haciéndome el sonso. Comprendía de sobra a qué se refería, pero quería ver por dónde seguía.
- No sé qué le dijiste a mi jermu, pero la mataste. Volvió a mi lado como un corderito – explicó – No sabés cuánto te lo agradezco, che
- Bueno, ya sabés cómo son las minas...Todas unas piantadas - bromeé, sin entrar en explicaciones sobre el funcionamiento de la histeria y la culpa.
- jajaja tenés razón. Sos un amigo macanudo, flaco. Pedíme lo que querás
- No, ¡qué te voy a pedir¡ ¿para eso estamos los amigos, no?- respondí, pero pensando en pedirle dos cosas; que no fuera tan pelotudo y que, si volvía a tener el mismo problema, me mandara a Celia de vuelta.

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martes, 23 de febrero de 2010

Otro caso de azar

Fue la noche del pasado jueves. Yo volvía de lo de mi hermano, bajando por Yatay y doblando por Díaz Veléz, cuando un auto me tocó la bocina y se detuvo a mi lado, subiéndose en dos ruedas sobre el cordón de la vereda. Era un viejo Ford Falcon que parecía nuevo; pintado en rojo brillante y con relucientes cromados plateados. A pesar de la siniestra imagen que arrastraban de la época de los milicos, a mí siempre me habían gustado esos autos. Éste en concreto, rojo y tan bien cuidado, tenía algo que lo asemejaba a los legendarios Mustang, a cuyo volante siempre iban tipos cancheros que fumaban Marlboro, llevaban anteojos de sol aunque fuera invierno e, invariablemente, la compañía de una rubia espectacular. Yo, para mi desgracia, de canchero tenía lo justo, el cigarrillo me parecía una forma de goce infantil (una añoranza del pezón materno) y las rubias espectaculares cada vez escaseaban más en mi vida. Claro que tampoco manejaba un Mustang. Ni siquiera un Falcon sino un pequeño Suzuki Swift. Menos mal que, por lo menos, era de color negro porque, de lo contrario, no hubieran faltado los malintencionados que me tacharan de puto o de trabajar en el teatro. Para muchos, casi lo mismo.

Del auto, enseguida descendió su único ocupante, viniendo hacia mí con los brazos abiertos y una amplia sonrisa en la boca.
- ¿Qué hacés, flaco?
Hacía años que no veía a “Conejo” Bertarelli y, aunque le reconocí inmediatamente, me sorprendió lo bien que le había tratado el tiempo. Mejor que el pasado. No sólo mantenía todo el pelo que de joven sino que estaba flaco como un pibe. Incluso sus dientes, que hacían honor a su apodo, parecían haberse achicado. O quizás era la cabeza que le había crecido de forma que su mandíbula resaltara menos. O yo qué sé. El caso es que estaba bárbaro a sus cuarenta y dos años.
Nos dimos un abrazo sincero y me propuso tomar algo.
- Claro, viejo - acepté.
Cruzamos la avenida y nos metimos en un Café esquinero que frecuentábamos de jóvenes. A pesar de la hora, el local estaba muy concurrido y tomamos asiento a la única mesa libre. “Después dicen que hay crisis. Crisis las pelotas” comentó Bertarelli mientras nos sentábamos.
Pedimos una cerveza negra y comenzamos a hablar de nuestras respectivas vidas. No nos veíamos desde hacía muchos años. Apenas licenciado como arquitecto, él se había marchado a los Estados Unidos, concretamente a Denver, para trabajar en una empresa de un amigo de un amigo de su tío. Poco después, yo partiría para España, para dedicarme, insospechadamente, a la Publicidad. Desde entonces, no habíamos vuelto a vernos, a pesar de nuestras seguidas visitas veraniegas a la ciudad.
Me contó que se había casado con una norteamericana y que tenía una hija grande, casi señorita. Se había divorciado hacía escasamente un año, y se vino para acá, donde abrió un pequeño estudio. Llevaba seis meses viviendo en el departamento que fuera de sus padres
- ¡Mirá lo que son las cosas¡ Estamos a no más de cinco cuadras el uno del otro y no nos vimos hasta esta noche…
- Y vos no sabés… - dijo con una incontenible sonrisa de nene travieso que se ríe solo
- Yo conozco esa expresión tuya. Dále, contá, que se ve que te morís de ganas – le tiré de la lengua
Hizo un breve parón dramático, esforzándose en ponerse serio y enseguida me soltó la noticia:
- Ando medio ennoviado con Berta. ¿Vos te acordás de Berta Santini?
- Y claro, negro, ¡Cómo no me voy a acordar si fue tu novia durante todo el secundario¡ - exclamé sorprendido – ¿pero no estaba casada con un médico de Bahía Blanca?
- Se separó casi hace un año, como yo, y ahora vive acá al lado, en Franklin
- ¡No te puedo creer¡ ¡qué increíble¡
- Sí – respondió, mostrando su incontenible entusiasmo asintiendo con la cabeza y sonriendo de oreja a oreja
- ¿Y? , ¡dale, contá¡ – le animé
- Me la encontré hará cosa de un mes en Porcio, comprando pescado ¿viste? y nos quedamos de piedra, parados como dos boludos el uno frente al otro sin saber qué decir. La gente nos miraba y al final, nos dimos la mano. Sí, la mano, como si nos acabáramos de conocer ¿qué te parece? Menos mal que enseguida se nos fue la vergüenza…Al final, no sólo nos tomamos un cafecito donde el tano Conti, sino que comimos juntos en la parrillita ésa que está en Ángel Gallardo, justo cruzando el parque ¿sabés la que te digo?
- Sí, claro, La Pava
- Ésa… Y bueno, el caso es que una cosa llevó a la otra. Empezamos a quedar para cenar, ir al cine y…
- Muy bien, hermano, los felicito – le interrumpí, palmeándole el hombro amistosamente
- Gracias, flaco - contestó antes de abrazarme conmovido
Brindamos y seguimos conversando un rato más, maravillados por los azares que se dan en la vida y que uno siempre piensa que les pasa a otros. Normalmente a personajes del cine y la literatura a los que uno envidia. Antes de irnos, intercambiamos nuestros teléfonos y nos peleamos para ver quién pagaba la cuenta.
- Dejá, pago yo, vos me invitás otro día a un sitio caro - sentencié, extendiéndole un billete al mozo

Nos volvimos a abrazar junto al auto y nos separamos con un hasta pronto, prometiendo quedar para cenar los tres cualquier noche. El revelado suceso, me había imbuido de cierto ánimo metafísico, quitándome las ganas de volver de inmediato a casa, por lo que decliné su invitación de acercarme. Lo vi meterse en el auto y alejarse en la oscuridad de la noche, no sin antes despedirse sacando la mano por la ventanilla y dar un par de bocinazos cortos.
Pensativo, me eché a caminar Díaz Vélez abajo, preguntándome qué habría sido de mis novias de juventud y lo lindo que sería, rencontrarme con alguna en el barrio.

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martes, 16 de febrero de 2010

Flor de mina

El lugar era deprimente. Apenas un bodegón por el que los años no habían pasado, sino que se le quedaron todos encima. El techo, otrora blanco, mostraba círculos marrones de humedad, las mesas rengueaban, las sillas estaban desparejadas y los azulejos definitivamente amarillentos. Por lo demás, contaba con una barra de estaño salpicada de abolladuras, un suelo de baldosas gastadas, y paredes recargadas de afiches variados, pósters de celebridades y banderines de equipos de fútbol. Un entorno decadente con cierto aire kitsch, que atraía a un elenco humano escaso y muy surtido; desde viejos que hablaban solos hasta algún pituco que buscaba el encanto de lo “auténtico”, pasando por los que nos importaba un carajo las apariencias y acudíamos porque sabíamos que allí preparaban las mejores empanadas de la ciudad. El dueño era un petiso gallego, entrado en años y canas, al que todos llamaban Manolo. Me caía bien el tipo. Servicial y rápido, poco hablador y serio, no gastaba mucho en sonrisas. La mayoría de las veces, saludaba con un movimiento de cabeza o el alzamiento de una mano. Yo no precisaba de más. Al contrario, lo agradecía. Nunca me gustaron esos mozos que te atienden con una familiaridad tal que pareciera te conociesen de toda la vida y hubieran sido amigos de tu viejo. Aparte de las referidas empanadas (las de choclo son espectaculares), le agarré el gusto a un vino tinto, común, fuertón, salteño y servido en unas pequeñas jarras de barro. Así que, un día sí y otro también, me dejaba caer por allí. Después de escribir desde la mañana temprano, necesitaba cenar algo y despejarme. Desconectar de mis personajes. Al menos durante un rato porque, más tarde, volvía a la carga, entregándome con fructífero ahínco al desarrollo de la novela que me traía entre manos.

Una noche como tantas, tomé asiento a una mesa con un platito de empanadas y mi vino. El local estaba semivacío, para no variar, y afuera llovía a mares. Yo pensaba en nada y mis ojos se fijaban distraídamente en las luces de los autos brillando en la oscuridad. Me sentía relajado, concentrando en disfrutar de una modesta cena y nada más. Y en eso andaba, cuando una mina, salida de no sé dónde se plantó a mi lado e interrumpió la tarea:

- ¿Cómo andás flaco? – me preguntó a bocajarro
La reconocí de inmediato, aunque la miré con atención unos instantes antes de contestar. Paola Lavalle era una de las mujeres más hermosas que había visto en mi vida y coincidimos en la facultad durante varios cursos. Nunca mantuvimos mucho trato. Apenas el obligado saludo y alguna conversación, casi compartida con amigos comunes. Aún así, como todos, yo no dejaba de admirar con deseo su generosa fisonomía. Su cuerpo era espléndido y su rostro evidenciaba una belleza difícil de igualar

- Seguís linda – respondí con admiración, comprobando como los años, no sólo le habían restado atractivo, sino que habían asentado sus rasgos conformando una espléndida madurez
Sonrió complacida a mi cumplido y tomó asiento. Vestía con elegancia y sacó un paquete de Benson & Hedges de su bolso de marca. Encendió un cigarrillo, me ofreció otro, y recorrió con la mirada el local.
- ¿Qué hacés en un sitio como éste? ¡apesta a frito y humedad!
- Vivo a la vuelta y cuando me canso de escribir, vengo a comerme unas empanadas y descansar un poco. ¿Y vos?
- Yo entré porque te vi al pasar sino, ni drogada me meto acá

Hice señas a Manolo y ordené vino blanco para ella y más tinto para mí. Antes de que nos lo trajera, Paola ya me estaba contando su vida. Los hombres siempre habían sido su especialidad y los utilizaba a su antojo, con un sentido práctico que me distanciaba sin remedio de ella. Su hermosura iba a la par que su ostensible falsedad, y la conjunción la convertía en una mujer muy peligrosa y por eso, por miedo, yo nunca me le había acercado. En los tiempos de estudiantes, supe de algunos de sus novios oficiales, como el hijo del gobernador de la provincia, o el nieto del rector, y de un sinfín de amantes circunstanciales. Ahora, me contó, estaba casada con el director, para toda Latinoamérica, de unos importantes laboratorios suizos pero el suyo era un matrimonio moderno, libre, y su marido no era celoso. Lo dijo como quien confiesa una travesura, sonriendo provocativa y reteniendo mis ojos con los suyos. Yo no sabía qué decir así que me limité a esbozar una tenue sonrisa.

- ¿Sabés que vos siempre me gustaste? – me reveló, acercando su cara a la mía, modulando la voz a modo de susurro y echándome encima su aliento a menta – tan tímido, correcto…tenés un lado delicado, casi femenino ¿no te dijeron nunca? Claro que mí, en aquél tiempo, me iban más otro tipo de hombres…más brutales
- ¡Mirá vos de qué cosas se va a enterar uno! – exclamé con fingido énfasis

Paola volvió a sonreírme, insinuante, y comenzó a acariciar mi pierna mientras me acercaba su boca al oído:

- ¿No te gustaría llevarme a un lugar más tranquilo? Vos y yo solos…por los viejos tiempos, para no quedarnos con las ganas - propuso

Me volví hacia ella y le sonreí, del mismo modo, antes de ponerme de pie y, agachando la cabeza, replicarle:

- ¿Sabés lo que pasa, flaca?, que las putas nunca me gustaron. Ni las que cobran al contado, ni las que son como vos. Pero no te preocupés, que tipos para cogerte, hay de sobra. Ah, y pagá esto, que seguro que tenés más guita que yo

Ella reaccionó tarde, con un marcado parpadeo que reflejaba su sorpresa y un “hijo de puta” cuando yo ya salía por la puerta. No me volví, me subí el cuello del saco y bajé hacia Corrientes sabiendo que, era el primer hombre que le había dicho que no a Paola Lavalle.

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viernes, 12 de febrero de 2010

Última vez

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la había visto y me alegró, cuando volvimos a encontrarnos, comprobar que en ése intervalo no parecía haberse producido ninguna mejora en su aspecto, sino más bien lo contrario. Sus ojos se habían vuelto opacos y perdido inquietud, su boca parecía demasiado grande para su cara y encajada en un inmovilismo que hacía pensar en los efectos secundarios de una fallida cirugía estética, el pelo evidenciaba falta de aseo y una red de arrugas de escasa profundidad se extendía por los contornos de sus acentuadas facciones como si presagiaran un futuro agrietamiento. En conjunto, transmitía una sensación de abandono, vicios y mala vida, acentuada aún más por su extrema delgadez y descuido en el vestir. A pesar de todo, tenerla delante, me provocó cierta morbosa atracción sexual, insana y decadente, que quizás tuviera más que ver con mis recuerdos pretéritos que con cualquier otra cosa.

- ¿Cómo estás? – me preguntó al acercarse a mi mesa de El Ombú donde yo intentaba escribir algo
- bien, bien - ¿querés sentarte?
- claro
Llamé al mozo y pedí otra cerveza para mí y un escocés para ella.
- te vi desde la calle y decidí entrar a saludarte…no todos los días se encuentra una con un escritor famoso….y mucho menos con uno que fue mi…
- ¿pareja?
- sí, eso…pareja
En ese momento reapareció el mozo con las bebidas, interrumpiendo la conversación y derivándola hacia unos derroteros que escapaban de nuestro pasado en común. Me contó que era actriz, que andaba de novia, y que tenía una serie de proyectos para televisión y cine pero prefería no revelarme nada para evitar que se le gafaran. No me creía nada, por supuesto, pero le seguí la corriente intentando imaginar en qué andaría metida y porqué carajo había tenido que ingresar, hacía ya una década, en aquella secta que acabó con nuestra relación y marcó tan perniciosamente su vida. Durante la sarta de mentiras que fue soltando, se tomó otros dos whiskys y no cesó de mirar la puerta con ansiedad, como si estuviera esperando a alguien.

- esto… ¿me podrías dejar algo de plata? – se decidió por fin - Es que el cajero se quedó mi tarjeta y como hasta mañana no abren los bancos…

Sabía que era una milonga pero no quise hacerle más difícil el trámite así que, eché mano a mi bolsillo y le di un par de billetes grandes:

- tomá, el resto me lo quedo para pagar las consumiciones
- mil gracias, dame tu teléfono y te llamo para devolvértela enseguida

Se lo di, con las últimas cifras cambiadas y la vi desaparecer hacia la calle, donde le esperaba un tipo semienano, vestido de negro y con un peinado que le asemejaba a un híbrido entre Pitingo y el Pájaro loco.

Dos semanas más tarde, repasando las necrológicas del Clarín, me topé con la de ella. Le faltaban apenas ocho días para cumplir los 39 y no figuraba la causa del fallecimiento. La familia, rogaba una oración por su alma.

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sábado, 6 de febrero de 2010

Con Malena

Desde que me había abandonado mi última novia hasta la aparición de Malena, mis días transcurrieron en medio de un hastío desbordado, apenas combatido a base de paseos febriles, deseosas lecturas para vivir a través de la empatía con personajes ideados por otros, y un aletargamiento de los sentidos que temía terminara convirtiéndome en un ser inanimado. Nada me satisfacía, mi tiempo pasaba gris y pesado, arrollándome sin piedad con su nada esencial y la mortandad de sus minutos estériles. Sin estímulo alguno, todo me cansaba y apenas lograba sobrevivir gracias a un poso de esperanza que constituía toda mi reserva vital. En él brillaba, con apagado fulgor, la trémula certeza de que, en algún lugar, alguien estaba hecho para mí y su mera aparición en mi presente bastaría para insuflarme de vida. Esto, y sólo esto, era lo que me hacía levantar cada mañana. Por eso, cuando mi amigo Kalman me presentó a Malena, la reconocí de inmediato. Supe al instante que ella era la elegida, la esperada y la ansiada, y que todas las mujeres anteriormente conocidas no eran más que frustradas experiencias, meros espectros que apenas iluminaron fugazmente mis oscuros y tortuosos caminos hasta encontrarla. Comprendí que mis súplicas no formuladas sino interiorizadas, habían encontrado eco en alguna parte…allá donde el azar se moldea para definir nuestros destinos o donde nuestros sueños presentan sus solicitudes de veracidad. Pero no quiero seguir recreándome en cuestiones metafísicas ahora que la tengo durmiendo a mi lado, disfrutando de la visión de su piel morena con brillos dorados contrastando con las sábanas de raso blanco y oliendo el cóctel de esencias, que conforman sus aromas corpóreos, y la artificialidad de su perfume habitual. Huele a mujer, a sexo compartido y a vainilla. A una realidad tan palpable que me empuja, como un insecto atraído por un sugerente polen, a hundir mi cabeza entre sus cabellos, buscando su nuca con mi boca y acariciando los contornos de su figura con las manos.

- ¿No podés dormir, querido? – pregunta sin abrir los ojos

- Disculpá – me aparté brevemente y añadí – si querés, te dejo dormir

- Sí, pero eso después. Ahora, vení.

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Entrevista a M. M. (rescatado de un cajón del escritorio)

Fragmento de la entrevista que el conductor de la tv argentina Andrés Haddad (coloquialmente conocido como “el turco”), realizó al célebre escritor Mario Padovani, durante la última emisión (13/05/2010) del programa “Café con Letras”;

- ¿Qué lleva a un autor tan notorio como usted, mimado por crítica y con extraordinario éxito de ventas, a adentrarse en el sendero de la novela negra? ¿Y por qué la elección de un pseudónimo de reminiscencias tan obvias como Tabaré Rabinowitz?
- Bueno, en primer lugar quiero aclarar que nunca he considerado a la novela negra un género menor y añadir que, ya desde mi temprana adolescencia, me ví seducido por esos personajes marcados por la soledad, el whisky y cierto aura de derrota y desengaño. Luego, de grande, relegué estas lecturas a las esperas en aeropuertos o estancias en hoteles hasta que un buen día, hace poco más de un año, repentinamente, comenzó a crecer en mí el deseo cada vez más intenso de escribir una. Enseguida, el ansia se transformó en la convicción de que podía hacerlo, y así fue cómo publiqué dos títulos bajo el pseudónimo de Tabaré Rabinowitz. En lo referente a éste, le diré que tiene que ver con un chiste que me contaron hace tiempo en el que una sexóloga revela a un compañero de viaje curioso, que los hombres que tienen el pene más largo son los judíos y de mayor grosor, los uruguayos. Entonces, el tipo, con ánimo de impresionarla se tira el lance: Permítame que me presente, soy Tabaré Rabinowitz. (risas)
- En la listas de los libros más vendidos en medio mundo, aparecen los suyos de un modo recurrente ¿no tiene miedo que, a pesar de la evidente calidad de los mismos, haya gente que deje de leerlos por una mal entendida idea de elitismo y huída de los gustos mayoritarios?
- La verdad, ése es un hecho que me resulta irrelevante, aunque debo señalar que encuentro un poco absurdo, y acaso ridículo, permitir que prejuicios tan simplistas se impongan al inteligente criterio literario pero…allá cada uno con sus lecturas.
- En Italia, España y otros países europeos, usted es considerado una especie de "enfant terrible", no sólo por su negativa a aceptar puestos académicos en reputadas universidades sino por su declarado desprecio por la literatura que se hace actualmente en el Viejo Continente…
- Cierto, leo a muy pocos autores de dicha procedencia y salvo honrosas excepciones, principalmente del Este, me decanto por escritores del continente americano, de punta a punta.
- Tampoco resultan novedosas sus manifestaciones elogiosas acerca de la mujer argentina… ¿qué es lo que le fascina tanto y qué es lo que la hace distinta de las demás?
- Le voy a decir que, si bien no tengo un prototipo claro de mujer, siento cierta debilidad por las argentinas de piernas largas. Aparte de esto, y entrando ya en la generalización de nuestras hembras, me gustan porque tienen mucho garbo, un toque de histeria y un mundo que no encontré en féminas de otras procedencias. No sé en qué medida esto tiene que ver con el psicoanálisis, la mezcla de razas o condicionantes ambientales…Además, como apuntó un personaje de mi querido y admirado Antonio Muñoz Molina, no es lo mismo llamarse Mariluz Padilla Soto que Carlota Fainberg, ¿no le parece?

miércoles, 3 de febrero de 2010

Un encuentro cualquiera

La primera vez que lo ví no lo reconocí, aunque tuve la sensación de que no me resultaba del todo desconocido. Sentado en un banco del Parque Centenario, se servía vino en una copa de fino cristal veneciano de color verde, con la mirada extraviada y dando la impresión de estar un poco aburrido. Su semblante era la de un dandy, de un burgués bohemio que llevaba una existencia desocupada y solitaria, al margen de los apuros que impone la vida moderna y ajeno a las miradas curiosas o reprobatorias. Vestía traje negro y una camisa blanca sin corbata, calzaba unos zapatos de inconfundible diseño italiano y no aparentaba más de sesenta y pocos (más tarde me enteraría que pasaba con holgura los setenta), favorecido por un bronceado playero que contrastaba con sus cabellos canosos muy cortos y una barba desarreglada del mismo color. Con miedo a pasar por maleducado, desvié mi mirada de él y continué mi paseo, impresionado por una imagen que se me antojaba muy literaria o cinematográfica y reafirmado en la sospecha de conocerlo de algo. “En cuanto llegue a casa, me pongo a investigar”, me dije a mí mismo.
Al día siguiente, olvidado el propósito de búsqueda, volví a encontrarlo, en el mismo banco y en idéntica actitud, con la variante de que entonces lucía pantalón de lino beis con remera negra y la botella de vino era de otra marca. Nada más regresar a mi departamento me puse a buscar ansioso en las solapas de los libros, presintiendo que podría ser algún escritor. Mi pálpito resultó acertado y después de un breve registro reconocí, con moderado asombro, sus actuales facciones la vieja foto de un hombre joven de rostro aniñado y sonrisa tímida en una primera edición de “Amor voluble”. Junto a este ejemplar, se encontraban apilados otros títulos del mismo autor, como: “Historias de rufianes rioplatenses”, “Sudestada”, “Amores súbitos”, “Eras vos”, “Tiempo de prejuicios” y “El testigo escondido”. Los extendí sobre la mesa del living y observé con atención las distintas fotos del autor, que correspondían a los años 1954, 1959, 1962, 1967, 1974, 1980 y 1992. En ésta última no quedaba mucho de aquel muchacho aunque seguía persistiendo un aire reconocible en la mirada y los rasgos angulosos que comenzaban a adivinarse.
Al tercer día, acudí nuevamente al parque con el libro “Amor voluble” bajo el brazo. Decidido en mis dudas, tomé asiento en una esquina del banco donde él se encontraba, con su habitual botella y copa. Simulando leer, me esmeraba en inclinar el libro de tal modo que pudiera ver con claridad la portada y esperar así su posible reacción. Al principio parecía hacer caso omiso de mi presencia hasta que, por fin, pude apreciar su mirada de soslayo y una sonrisa dibujándosele en los labios. Consciente de mis intenciones, aún me hizo aguardar unos minutos, encendiendo un cigarrillo y fumándolo con parsimonia antes de dirigirme la palabra:

- Cuando le parezca bien se lo firmo joven – me dijo con voz un tanto áspera
- Discúlpeme, pero no sabía cómo abordarlo. No todos los días se encuentra uno a Rodolfo Sigal en un parque
- Está bien, no se preocupe, dígame como se llama y le garabateo una breve dedicatoria – Sentenció tomando el libro entre sus manos y sacando una lapicera del saco, con una naturalidad extraña dada su prolongada desaparición de la vida pública
Cuando le confesé mi nombre se me quedó mirando, con las cejas arqueadas y gesto interrogativo. Sin duda, tenía referencias mías y, en mi vanidad quise incluso imaginar que había leído alguna de mis obras. Resultó ser así porque lo siguiente que me dijo fue:
- Me gustó su libro de cuentos “Decíme mentiras”
- ¿En serio? - inquirí con falso asombro
- Sí, soy muy sensible a ésas historias donde se evidencia que en el amor no existe el libre albedrío y uno no puede decidir de quién va a enamorarse…
- Gracias – balbuceé - y dígame don Rodolfo, ¿para cuando una nueva novela?
- No, joven, mi época de escritor ya pasó. Me cansé de escribir y ya no tengo historias interesantes para compartir. Ahora disfruto como lector y únicamente me permito, de tanto en tanto, la travesura de escribir sesudos artículos de filosofía, política internacional o deportes, valiéndome de pseudónimos como Jaime Puig, Osvaldo Varela o Julio Shaffer. A fin de cuentas, como tengo la cuestión económica solucionada (él y su hermano heredaron las célebres Ferreterías Austral y varios miles de hectáreas en la Patagonia), puedo dedicar mi tiempo al ocio indiscriminado, la contemplación serena de la cotidianidad, el ejercicio aleatorio de excentricidades y mi gusto por el vino. En definitiva, soy un espíritu libre al servicio de mis impulsos…

Tras una parada teatral, añadió:
- O eso, o es que me quedé sin ingenio y sin nostalgias, y no se puede ser artista sin haber perdido algo. Soy viejo pero no un viejo choto, así que reivindico lo gerundial, no lo pretérito

Después, me ofreció un cigarrillo y continuamos hablando pero ya no de él sino de otros escritores, mujeres y fútbol, hasta que la conversación se agotó y nos quedamos en silencio mirando el entorno. Finalmente, nos despedimos con un apretón de manos y una sugerencia de su parte:
- Por cierto, joven, el próximo día traígase una copa porque la mía no la comparto. Manías de viejo ¿sabe usted?

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