lunes, 29 de marzo de 2010

Reaparición

Sentado en el Café Soleil, pasaba solitarias horas matinales espiando lo que podía verse desde el gran ventanal. Generalmente, me concentraba en intentar descifrar lo intangible, lo que corría por debajo de las apariencias de lo obvio, cómo si algún lenguaje en clave se manifestara para quien supiera interpretarlo: una especie de jeroglífico metafísico que la vida nos presentaba con ánimo lúdico y sapiencial, algo impalpable y notorio aún en su invisibilidad pero que estaba ahí, junto a nosotros, danzando a nuestro alrededor. Buscaba señales, presagios, una forma distinta de percibir la realidad e interpretarla con ánimo de predicción y posterior dominio. Ni que decir tiene que jamás logré nada más que matar el tiempo, lo cual no era poco para alguien que, como yo, disponía de dicha materia prima en grandes cantidades. Una de aquellas ociosas mañanas, ubicado en mi mesa habitual, y entregado a lo descrito, recibí la inesperada visita de un fantasma de mi pasado. Uno al que yo creía extinguido hacía mucho.

- ¿Cómo estás? – preguntó al llegar a mi mesa

Parada ante mí, descubrí a Carla. Seguía como siempre, hermosa e idéntica a sí misma, mirándome fijamente a los ojos. Su mirada parecía velada por una sombra de tristeza, sobre cuyo origen ni siquiera me animé a especular. Sólo sentí ganas de salir corriendo, de aliviar el cúmulo de sensaciones que me subieron de inmediato desde el estómago y oprimían el corazón. No lo hice, por educación, por curiosidad, por que simplemente me deba pereza levantarme y largarme, o acaso, porque ya estaba harto de sumar otra huída al extenso catálogo de ellas que jalonaban mi vida. Me quedé, y la invité a sentarse. Tomo asiento enfrente mío y pude verla con mayor detalle; la luz solar incidía sobre su piel pálida y le confería un brillo que potenciaba la fuerza de sus acentuados rasgos, mostrándome la plenitud de la ecuación que determinaba su hermoso rostro. Noté entonces cómo mis células palpitaban ante la evocación de pasados días de tristeza infinita, de aquel transitar por túneles oscuros que parecían no tener fin, y deseé, con todas mis fuerzas, que todo fuera un sueño, que esa presencia que tenía enfrente y me miraba como una esfinge, desapareciera de mi vista.

- Te veo bien – me dijo
- Será porque estoy cerca – respondí secamente
- ¿Todavía me guardás rencor? – preguntó, muy seria
Le indiqué que no con la cabeza, e interrumpimos la conversación ante la llegada del mozo. Pedimos dos cafés y reanudamos un diálogo que se presagiaba antinatural y difícil.
- Ahora sos bastante famoso…leí tus novelas y te sigo en el diario, la radio y te veo cuando salís por televisión…te queda muy bien el pelo canoso
- ¿Pensás que eso es importante para mí? Ser famoso, digo. Preferiría mil veces ser un empleado bancario o municipal y haberte tenido todo este tiempo conmigo
- Juntos nos estábamos asfixiando, anulando…conmigo a tu lado tal vez nunca te habrías convertido en escritor
- O tal vez sí…en todo caso, da igual, porque lo pasado, pasado está, y ya no tiene arreglo. ¿A vos te fue bien? – desvié el tema con miedo a que continuara justificando nuestra remota separación
- Tengo una nena de tres años
- Eso no es una respuesta
- No, no me fue bien. No pasé de ser ama de casa, si te referís a eso. Dejé todos mis proyectos estacionados, me casé, y ahora me estoy divorciando. Mi marido está en la cárcel…es uno de los abogados implicados en el caso Frachetti (un sonado asunto de corrupción inmobiliaria con repercusiones política) ¿y vos?
- ¿Yo? yo tengo un perro, y jamás me sentí más querido, si te referís a eso

Seguimos hablando de banalidades y cualquier cosa que eludiera comprometidos silencios hasta que, una hora después, nos despedimos con un beso en la mejilla y un mirarnos suplicante que transmitía nuestra condición de fracasados. Mientras la veía alejarse, no pude evitar pensar en las cosas que habrían podido ser y que no fueron, de cómo yo pensaba que nos parecíamos y estábamos hechos el uno para el otro y terminé equivocándome, en cómo tras su abandono me aislé en el gueto privado de mi departamento, ajeno a todos y yendo a la deriva en un mundo del que había perdido las referencias, en lo absurdo de mis promesas de no volver a exponer mis sentimientos por nada ni por nadie, en cómo mi familia y amigos lograron rescatarme de una existencia turbulenta cuyo horizonte era la muerte trágica, en los celos que sentí por no ser el padre de esa criatura, en…..en tantas cosas, que se me hizo un nudo en la garganta y abandoné el local, necesitado de salir fuera y rebajar mi tensión emotiva. Cuando por fin llegué a casa, Sigmund, un perro mezcla de fox terrier y no sé qué más que rescaté de la perrera, me saltó encima, poniéndome las patas en el pecho y lamiéndome la cara. Lo abracé, y tras acariciarle repetidamente la cabeza, le puse la correa y lo llevé al parque. Es quién más me quiere y quien menos pide: apenas algún paseo, y un poco de cariño.

----------------------------------------------------------------------------

domingo, 28 de marzo de 2010

Sólo se quiere una vez. O no

Hoy sé que tenía que haber hecho caso a los restos de mi sentido común y no haber salido de casa aquella mañana. Pero deseaba verla, como si me empujara una fuerza a la que mi voluntad no podía ofrecer resistencia. Quizás todo fuera porque simplemente no quería perderla para siempre, sin remedio, o porque tras nuestra separación luchaba sin éxito para no pensar en ella, o porque me gustaba engañarme pensando que algún acontecimiento del destino nos uniría de nuevo a su antojo. Hoy lo sé pero, aquél sábado, todavía estaba dispuesto a continuar engañándome. Aún quería creer que ella volvería conmigo, a socorrerme, a rescatarme de las ruinas de mi vida fallida, de mis enquistadas nostalgias por un amor extinguido y de los deseos abandonados convertidos en pesadillas.

Ése día, que dividió mi vida en dos de manera irremediable, desperté feliz como un idiota, imbuido de una energía que no sabía de dónde brotaba (acaso algún mecanismo de defensa contra el nerviosismo que fermentaba en mi interior). Me duché parsimoniosamente, me vestí, y acicalé con esmero delante del espejo, sin desprenderme de un optimismo que crecía a medida que se aceleraba la cuenta atrás.
Sabía que, como cada sábado por la mañana, ella acudiría a la facultad, donde seguía un curso de postgrado cuya finalidad nunca acabé de entender. Como no terminaba sus clases hasta las dos, me permití el lujo de ir dando un largo paseo, sin prisas e inventando todo tipo de diálogos durante el camino. Era mi modo de ir mitigando la amenazante angustia. Al llegar, miré mi reloj y comprobé que aún restaba una hora para que saliera, así que decidí esperarla en un Café del otro lado de la avenida, desde cuyas mesas pegadas a la ventana, tendría buena vista del objetivo; un edificio de principios de siglo necesitado de reformas. Aguardé impaciente, mirando la hora a cada rato y sintiendo como la ansiedad subía por mis temblorosas piernas para terminar atenazándome el estómago en un molesto cosquilleo.

Serían las dos y cinco cuando por fin la vi salir. Llevaba el pelo recogido en una coleta y vestía unos gastados jeans con una camiseta blanca sin mangas. Estaba igual de linda que siempre y su mera visión me provocó una inmediata sensación de vértigo y entusiasmo. Laura había sido lo mejor que me sucedió en la vida, y no me di cuenta de ello hasta que la eché de mi lado. Sólo cuando no la tuve, cuando padecí su ausencia, me di cuenta de lo mucho que la quería y necesitaba. Ahora, culpable por la injusticia cometida, pero optimista por haber vencido a mis miedos, venía desesperado a su encuentro, con el vivo ánimo de recuperarla y no soltarla. Tan excitado me encontraba ante la nueva perspectiva, que pagué mi consumición con un billete grande y salí disparado del local sin esperar el vuelto. Corrí hasta el semáforo de la esquina. No tenía tiempo que perder y me moría por declararle cuánto la quería, estrecharla en mis brazos y besarla en los labios.

Ahí, detenido en la fatídica confluencia de Corrientes y Talcahuano aguardando a que el rojo cambiara al verde, vi lo que nunca hubiera querido ver, la más indeseable de las realidades que podía imaginar: vi a Laura abrazada a otro hombre. Los observé unos instantes, paralizado como una estatua, mientras ellos se tomaban de la mano y bajaban por Corrientes rumbo al Obelisco, tonteando, riéndose, indiferentes de cualquiera que no fueran ellos mismos y deteniéndose cada pocos metros para besarse en mitad de la calle. Derrotado, opté por lo más digno que podía hacer en semejante situación; tomar la dirección contraria a la suya. Desaparecí hacia el Once, sumergiéndome en la nada, en un estado de sin pensamientos, pero con el atisbo de consciencia suficiente para saber que debía escapar de Buenos Aires, encontrar otro lugar donde se completara mi final. Por eso tenía que huir, alejarme, en aras de una felicidad futura; la suya porque, para mí, ya no quedaba la mínima esperanza.

Tres días más tarde, aterrizaba en Barajas.

-----------------------------------------------------------------------------

jueves, 25 de marzo de 2010

Fatalidad

Beppo Limentani vivía más en los silencios que en las palabras. Sin pareja, familia ni amigos, se marchitaba día a día sin remisión, centrándose en su ingrato trabajo y deseando un futuro que no fuera pretérito. Por más que ansiaba encontrar razones para bendecir cada nuevo amanecer, no lo conseguía y terminaba resignándose a soportar, estoicamente, el tedio de sus rutinas cotidianas. Existía sólo por inercia, y no dejaba de preguntarse hasta cuándo se dilataría su agonía en un mundo que lo excluía. Cuando llegaría, por fin, ese momento, fijado por D-os o la casualidad, en que por muriera, poniendo triste colofón a una historia tan vacía que sólo se compondría de dos fechas; la de su nacimiento y la su óbito.

No había mañana en que, Beppo, no sintiera el impulso de tirarse al paso del tren que lo llevaba hasta el trabajo, y tampoco había mañana en que no se confirmaba su cobardía. Carecía de valor para matarse, y pretendía autoengañarse diciéndose que su subconsciente tenía curiosidad por lo venidero, o que sus genes estaban inmunizados al suicidio gracias a las heroicas supervivencias de sus ancestros. A nadie engañaba, ni siquiera a sí mismo, y sabía, de sobra, que la verdadera razón era la pura y llana falta de valor. Así, de este modo que más emparentaba con la muerte que con la vida, se sucedían sus jornadas; sin anormalidad, constantes en lo intrascendente y en una angustia que no cedía. Siempre lo mismo. Nada cambiaba. Desde el trato impersonal con sus subordinados hasta la mesa solitaria en las comidas, el pesado trascurrir de las tardes o la hora de regresar a casa y encerrarse a solas con la nada absoluta. Todo se repetía con dolorosa uniformidad.

Algunas veces, cada vez menos, se veía abordado por alguna súbita hemorragia de optimismo, de fe, de efervescencia existencial y sentía unas ganas casi violentas de ser feliz. En esos instantes creía que todo era posible si se deseaba con ganas; los azares venturosos acudirían a su desesperado llamado y su realidad sufriría una sacudida brusca que lo metería de lleno en la vida. Por desgracia, todo se derrumbaba casi de inmediato. Su yo interior imponía su dictadura, a golpe de realismo y la firme convicción en que el determinismo rige los destinos humanos.

En fin, no se qué habrá sido de él. Tal vez ya nos haya dejado, o acaso siga aún entre nosotros, intentando armarse de valor para quitarse de en medio. Ojalá tenga suerte y encuentre lo que busca: una positiva señal del azar, ése monstruo que lleva toda la vida esquivándolo.

-----------------------------------------------------------------------------

martes, 23 de marzo de 2010

Modales

Lisboa, mes de agosto del dos mil y pico.

Notando en exceso el húmedo y pegajoso calor veraniego de esas fechas, mi entonces mujer y yo paseábamos por los aledaños del Castelo de Sâo Jorge. Acabábamos de escuchar un mini concierto de guitarra portuguesa dentro del recinto amurallado, y en nuestros oídos aún se mantenía un poso de acordes que evocaban conocidas composiciones del género. Por lo demás, el referido rigor de la canícula había despejado las calles y éramos escasos los sufrientes turistas que osábamos salir del hotel a esas horas (las cuatro y media de la tarde). Sólo se veían raquíticos grupos de japoneses con gorros blancos, algún alemán en bermudas, calcetines y sandalias, y poco más. Mejor así, pensaba yo, porque siempre detesté las multitudes y el calor se me antojaba un precio módico por librarme de ellas. Además, eran nuestras primeras vacaciones juntos con lo que, nuestro enamoramiento remontaba cualquier inconveniente o contratiempo que surgiera. En eso estábamos, en pasear, cuando de pronto mi mujer se detuvo en mitad de la calle (rua de no se cuántos)
- ¿No hueles, querido? – me preguntó
- Pues no – respondí, tras realizar un par de estériles movimientos olfativos con la nariz
- ¿De verdad que no hueles a comida oriental? ¡Qué poco olfato tenéis los hombres! – rezongó, confirmando mi masculinidad en cuanto a la percepción de olores se refiere. Ella, por el contrario, tenía el sentido tan desarrollado como un ciervo.
- Ven – indicó – y de la mano me guió hasta el lugar de origen del olor: un restaurante especializado en cocina de Goa (ex colonia portuguesa en la India).
Parados ante la puerta del establecimiento, estudiamos con detenimiento la carta expuesta en una pequeña vidriera.
- Podríamos cenar aquí esta noche, ¿no? – propuso ella
- Dale – expresé decidido para, acto seguido, entrar en el local y hacer la reserva

Cumplido el trámite, regresamos andando al hotel. Caímos rendidos en la cama y nos quedamos dormidos al instante (ni en pedo pero, a efectos literarios, vamos a contar que fue así). Al despertar, nos dimos una reparadora ducha y nos arreglamos para la cena.
Una vez en la calle, paramos el primer taxi que vimos y nos dirigimos al restaurante. Era un lugar muy pequeño, apenas seis o siete mesas cubiertas con manteles de cuadros y con paredes amarillas decoradas con telas indias. Parecía muy apropiado para parejas pero, por una de esas putas casualidades, al llegar nos encontramos que el salón estaba monopolizado por veinte o treinta bulliciosos pendejos holandeses. Digo yo que serían holandeses porque, aparte de que varios llevaban camisetas naranjas, sus rasgos fenotípicos se correspondían con la idea que tenía de ellos: altos, pelo rubio, cachetes sonrosados. En fin, los típicos especímenes criados con muchos cereales, miel, leche y cerveza, o sea, como las vacas de Kobe pero sin música clásica en sus rutinas.
El atribulado encargado, un portugués bajito y apocado, nos rogó que aguardáramos un rato a ver si por fin se marchaban los salvajes. Le dijimos que no había problema y salimos a tomar algo para hacer tiempo. Tras dos oportos en un Café cercano, regresamos y encontramos nuestra mesa lista. Tomamos asiento, pedimos un robusto vinho de Dâo y aguardamos la llegada de nuestros platos: arroz con pollo al curry para ella y arroz con pescado y marisco para mí.

Al poco rato, el local se llenó (tampoco es decir mucho dado lo reducido de sus dimensiones) y cuando reparamos en nuestro entorno, absortos como estábamos en mirarnos a los ojos y hablar de cómo nos habíamos conocido, caímos en la cuenta de que no quedaba una silla libre. Todos los clientes parecían extranjeros y me llamó especialmente la atención una mesa muy próxima a la nuestra, ocupada por un muchacho, de inconfundible aspecto británico, y su novia, que podía ser de cualquier parte menos portuguesa. Ella comía asintiendo con la cabeza, mientras él hablaba hasta por los codos, gesticulando en exceso y aparentando ser erudito en algo que yo no acertaba a adivinar. Pero lo que despertó mi interés, no fueron sus dotes de papagayo, sino verlo comer con una sola mano, la izquierda, sin valerse de cubiertos y rebañando el plato, de lo que parecía arroz con no sé qué embadurnado con curry, en precisos y armónicos movimientos circulares.

- ¡Quieres dejar de mirarlos! – me censuro mi mujer
- ¿Es que no te diste cuenta..? ese tipo está comiendo con la mano...literalmente...
- Bueno ¿y a ti qué más te da?
- Sí, tenés razón...- concluí, mientras pensaba si por lo menos se las habría lavado antes de sentarse
Tendría razón pero, a mí me costaba mirar a otra parte. La visión de un espectáculo tan grotesco tenía efectos hipnóticos sobre mí y no dejaba de imaginar al guiri acariciando a su pareja por debajo de la ropa y manchándole la lencería con salsa de curry. O el olor que darían sus manos en medio de la refriega sexual que seguramente sucedería a la cena…En fin, allá ellos, dije olvidándome del asunto. De lo que sí no tuve dudas, ni las tengo ahora, es que quizás, en la India, comer así le convierta a uno en purista pero ahí, en la occidental Lisboa, te metía de lleno en la categoría de guarro.

----------------------------------------------------------------------------

lunes, 22 de marzo de 2010

Acerca de otro

- Sin querer entrar en espinosas controversias, déjeme que le cuente, ahora que se cumplen veinte años de su fallecimiento, quién fue el Guille “Martillo” Gondini. No voy a ser tan soberbio de decir que le conocí mucho, apenas un poco, pero sí supe de él más que algunos de los que alardean de haber sido sus amigos. Para empezar, le diré que ni siquiera nació en la fecha que señalan sus biógrafos, el 24 de agosto de 1941, sino el 24 de marzo de entre 1935 y 1939. Tampoco lo hizo en Bs.As., sino en Villa Clara, provincia de Entre Ríos, bajo el nombre de Moshé Batvinik, siendo hijo de Runia e Isaak, oriundos de un pequeño pueblo en las cercanías de Kiev. Gondini se lo puso después, cuando se vino a la capital
- ¿Me está diciendo que vivió casi toda su vida con documentos falsos? – preguntó asombrado el joven periodista
- ¿Y vos, flaco, te pensás que con esa nariz aguileña y siendo pelirrojo, era tano? Si tenía una pinta de ruso que mataba…Mirá, pibe, olvidáte de todo lo que leíste sobre él. Casi todo es falso, pura mentira inventada por él mismo y repetido por otros.

El viejo hizo una pausa larga, teatral, con una reflexiva mirada hacia el techo y un par de sorbos de grappa, antes de seguir hablando

Y no es cierto eso de que se metió a boxear por un desengaño amoroso… Se desmesuró el papel de Rosita Balmaseda, su primer amor. En realidad, lo que empujó al Guille a los cuadriláteros, fue el azar, como en casi todo lo que nos pasa en la vida. Una tarde, cuando tendría como catorce años, andaba por el Once con un amigo y de pronto se vieron rodeados por un grupito de ocho o nueve desgraciados de Tacuará, que andaban a la caza de judíos, exhibiendo su patrioterismo barato de bandera y escarapela hasta en el tujes, mientras los milicos miraban para otra parte y les dejaban hacer. Cobraron de lo lindo, y pudo ser peor de no haber acudido varios vecinos al rescate, pero varios fachistas se fueron calentitos tras probar el rigor de los puños de Moshé, porque entonces todavía era Moshé, o Moisés. Quiso la casualidad que uno de sus salvadores fuera preparador en un gimnasio de boxeo cercano quien, vivamente impresionado por cómo se defendió el entrerriano, lo invitó a que se pasara a dar una vuelta por el local. El pibe fue y le gustó. Así que olvidáte de todas esas pavadas de que una mujer le hirió y se sacó la furia a puñetazos o que venía de un ambiente marginal marcado por la pobreza y los malos tratos.
- Sin embargo, él mismo proclamaba esas cosas…- se quejó el periodista
- El Guille decía lo que se le cantaba de las bolas. Y lo hacía porque podía hacerlo…porque para eso fue campeón mundial de los medios – explicó el viejo con un dedo índice en alto
- ¿Y sobre su muerte? ¿qué me cuenta de su muerte? Parece fuera de toda duda que le mataron porque andaba encamado con la jermu del mafioso para quien laburaba de guardaespaldas, aunque nunca se pudo demostrar nada
- Sí, eso cuentan pero, como ya te dije, olvidáte de todo lo que sabés sobre él y hacéme caso. El Guille no andaba con ninguna mina. ¡Con ninguna!… Lo liquidaron, por detrás, claro, pero por otro motivo…
- ¿Qué otro motivo? – inquirió el joven
- Por celos, pero no como vos pensás…- contestó enigmático
- ¿Por celos pero no se encamaba con la mina? No entiendo nada
- No podés entenderlo, así que dejálo estar, pibe, – sentenció el viejo, levantándose de su silla y antes de añadir un apresurado “tengo que irme”
- ¿No se toma otra grappa?
- Te lo agradezco, pero ando apurado
- Una última cosa, don, y me va a perdonar porque yo no soy Einstein ¿vio? pero ¿Está dándome a entender que usted y el Guille…y que el mafioso…y que por eso lo mandó matar?

El viejo no respondió; se encogió de hombros, se dio la vuelta y, sin más, salió por la puerta.

------------------------------------------------------------------------------

viernes, 19 de marzo de 2010

Doble entrega: Por favor, no me lo digas - Idiota

POR FAVOR, NO ME LO DIGAS:

Una mirada enfadada, de soslayo, mientras preparaba la cena, presagiaba lo que ocurriría más tarde en la mesa. La materialización de sus temores más íntimos; de ese miedo a que, mirándolo, ella le dijera: “he dejado de quererte”.


IDIOTA:

Soy actor - me dijo, con una sonrisa de injustificado orgullo que se expandía por la totalidad de su anodino rostro.
Asentí con la cabeza y continúe con mi periódico, afanado en encontrar ofertas de trabajo más interesantes que las expuestas por Tecnocasa (encubierta fábrica de clones) y Mc Donald's.
- Soy actor - reiteró con idéntica expresión.
Cerré le periódico y lo observé detenidamente unos instantes. Llevaba sombrero, gafas de sol (a pesar de la escasa luz del local resultaban inocuas para sus retinas), camisa tipo militar abierta hasta casi el ombligo y por la que asomaba un rosario, pantalones caídos repletos de bolsillos, y unas sandalias, que no disimulaban la roña de sus pies ni las cortantes uñas que parecían mejillones.
- ¿y qué otra cosa podrías ser? - le solté, con tono sereno y de sentencia más que de pregunta.
El taradito lo tomó como un elogio y, con su sonrisa de estúpido a cuestas, se acercó a la barra a pedir dos cañas.

---------------------------------------------------------------------------------

martes, 16 de marzo de 2010

El nieto de mi abuelo

Una mañana de primavera, poco antes del mediodía, me senté a leer el diario en un banco del Parque Centenario. Pasaba las páginas con parsimonia, entretenido en sesudos artículos de opinión y noticias varias hasta que, en algún momento, me percaté de que un individuo sentado en el banco de enfrente me observaba con insistencia. Era un hombre mayor, vestido con un traje oscuro y gastado, camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados y unas zapatillas caras de cuero azul que parecían importadas. El pelo, canoso, lo llevaba peinado hacia atrás y le caía sobre una moderada melena lacia más típica de un cincuentón cancherito que un hombre de su edad. Tras este somero análisis, intenté concentrarme en la lectura, intentando no reparar más en él pero, enseguida me di cuenta de que esto no iba a ser posible. Sus miradas se volvieron cada vez más insistentes, hasta tal punto que no pude aguantar más y me acerqué:

- Disculpe señor, ¿nos conocemos? – pregunté
- Nos conocimos – contestó para mi sorpresa, e inmediatamente añadió – vos sos el nieto de Alberto Finzi ¿no?
- Sí – respondí con cierta cautela
- ¿No te acordás de mí verdad? … soy Abraham Zucker
- ¡Abraham Zucker¡ - exclamé maravillado de estar ante uno de los más grandes escritores argentinos del siglo XX quién, además, había sido amigo de mi abuelo paterno.
Unas cuantas décadas atrás, este hombre había irrumpido con fuerza en el panorama literario nacional al publicar, con apenas 22 años, su volumen de cuentos “El gaucho boleado”. Desde entonces, se convirtió en un autor de culto y sus sucesivas novelas “La novia fantasma”, “Indicios y vericuetos”, “El negociante” y “Muertes paralelas” no hicieron más que acrecentar su fama, ocupando un lugar de honor en el Olimpo de las Letras argentinas. Por desgracia para los lectores, tras estos cinco títulos, desapareció del mundillo intelectual y se dedicó a regentar una farmacia heredada de sus padres en Caballito Norte. Desde entonces, su pluma sólo hizo una excepción, y volvió a alzarse tras el atentado de la AMIA, en un extenso y formidable artículo donde se cebó de modo particular en la policía y los periodistas mercenarios como Bernardo Neustadt, a quien tildó de cobarde y renegado.

Después de estrecharnos la mano, nos dirigimos a un bar cercano, donde tomamos unos vinos. Me confesó que le habían agradado mis libros y me contó infinidad de anécdotas de mi abuelo, Borges, su íntimo amigo César Tiempo, Perón o Luis Sandrini. Sentí una sana envidia ante el relato de tantas vivencias ajenas de unos tiempos que se me antojaban fascinantes, y no pude reprimirme preguntarle por qué había dejado de escribir.

- Mirá, pibe, me quedé sin ficciones y me dediqué a vivir.
Me casé, tuve dos hijos; un varón, que es médico y vive en Florida y una hembra, que trabaja de publicista en Barcelona…ni siquiera cuando enviudé tuve la necesidad de volver a escribir. Sólo lo hice con motivo de todas las ignominias que leí y escuché después de la voladura de la AMIA, .y es que nunca me pude bancar a los pusilánimes...
Cuando yo escribía, no lo hacía por cuestiones terapeúticas, catárquicas, ni pelotudeces parecidas. Para mí, la escritura era algo lúdico, algo que me producía goce y satisfacción, hasta que pasó a convertirse en algo casi obligado y dejó de interesarme. Fue entonces cuando me abandonaron las historias, y ya no tuve ganas ni necesidad de contar nada más…sobran escritores en el mundo

- ¿Y farmaceúticos no? – solté con intención

Estalló en una sonora carcajada y me acarició la cabeza como cuando era un chico y acompañaba a mi abuelo de visita a su casa.

- Hay mucha gente que piensa que desperdicié mi vida dejando de escribir y ocupándome de la farmacia de mis viejos pero te aseguro que nunca me arrepentí de la decisión tomada. Cumplí con la literatura escribiendo cinco libros y cumplí con la vida creando una familia. Ahora sólo me resta esperar el cumplimiento de mis días y la llegada del Malaj-a-Mavet (el Ángel de la Muerte).

Diez días más tarde, en el cementerio de Tablada y bajo una intensa lluvia, el hijo de don Abraham (Z''L) me hizo entrega de un sobre marrón y abultado que su padre había dejado para mí. Al abrirlo, me encontré con dos textos; un prólogo para mi próxima novela y un cuento titulado “El nieto de Alberto”.

--------------------------------------------------------------------------

miércoles, 10 de marzo de 2010

Nada que perder (Final)

Dejé que el teléfono sonara varias veces antes de levantar el tubo.
-¿hola?-pregunté sospechando que sería ella
- Hola, soy Liliana, ¿tenés algo que hacer ahora mismo?
- No...no, nada – respondí vacilante, como si lo estuviera pensando.
- ¿Te parece si vamos a correr un rato por el parque? Ando desentrenada, y como vos me dijiste que acostumbrás a hacerlo, pensé que podríamos…
- Claro, ¿te va bien en veinte minutos en la puerta del Ombú? - propuse decidido
- Perfecto, nos vemos ahí en un ratito
- Chau
Tras un recorrido de media hora, lo cual no estaba nada mal para su retorno a un hábito que tenía olvidado, nos sentamos en un banco a descansar. Verla sudada, empeñándose en recoger sus mojados mechones de cabello detrás de las orejas, con la ropa pegada a su cuerpo y las mejillas perladas de líquidas toxinas, me produjo una fuerte sensación de deseo. Inmediatamente comencé a divagar sobre cómo sería hacerle el amor en ese mismo momento, así como estaba, empapada y exhalando sexualidad por su poros abiertos. Imaginé mi lengua sintiendo el sabor acre de su piel húmeda recubierta de sudor, mis dedos palpando el adherido tejido de su ropa interior y todo mi cuerpo estremeciéndose ante la calidez de su piel y su pulso acelerado por el ejercicio. Me veía avanzando irreverente por su geografía, seducido por entrecortados gemidos, hasta conformar una maraña de sensaciones culminadas en un febril acoplamiento de cóncavo y convexo. Tranquilo y sin pausa descubriría sus formas y sus vértices confirmando que, en sus angulosidades, encontraría un lugar anhelado desde hacía tiempo y el porqué de mi retorno a una ciudad abandonada durante décadas. Comprendí que en la vida de un hombre, hay una imagen de mujer que es una explicación secreta de los triunfos y las derrotas, las claudicaciones o las ambiciones desbocadas. Noté entonces la atracción de sus ojos azul y no pude reprimir la necesidad de tocarla, acariciando su mejilla y rozando sus labios con los míos mientras mis dedos pasaron a hundirse entre los cabellos de su nuca.

- ¿Querés venir a cenar a casa? – propuse de repente, apartándome
- Me encantaría – contestó de inmediato
Le di la dirección y establecimos la cita para hora y media más tarde. Justo antes de separarnos, cuando casi había perdido las esperanzas, me hizo la pregunta que yo llevaba aguardando, interesado, desde que me llamó por teléfono.
- ¿Por qué ayer no me preguntaste si podías subir?
- ¿Querés que sea sincero? Mirá, primero porque intuí que era una pregunta con trampa, una prueba a la que me sometías pero, sobre todo, porque pretendo ser una excepción en tu vida…..como ves, no puedo ser más franco, aún cuando a lo mejor me estoy excediendo en la sinceridad…
- Me gusta que seas tan claro y que no utilicés subterfugios ni tácticas

Se presentó a la hora convenida, sin retraso, y la recibí con unas rebanadas de pan tostado con tomate triturado, aceite de oliva y jamón mientras un tinto español se asentaba eliminando vapores en un decantador de cristal checo. En el horno, se asaban unas milanesas a la napolitana con papas, que más tarde untaríamos con manteca y sal, y un oporto vintage nos miraba fijamente parado junto a la cafetera.

A lo largo de la cena, charlamos de nuestras cosas, en tono de confidencia creciente, poniéndonos al día sobre aspectos de nuestro pasado. Ella había estado casada con un norteamericano del que se divorció porque quería un hombre y no un hijo. Yo, le conté, me había separado de mi ex por lo contrario; no me bancaba el maternalismo con me trataba y mi relación con ella pasó a ser como ése tipo de amistades que un hombre tiene con una mujer a la que no desea. Absortos ante el avance de las palabras por un sendero sin retorno, descorchamos una segunda botella de vino y nos despojamos de los restos de pudor y precauciones convencionales, dejándonos conducir únicamente por un gozoso ejercicio de imprudencias, antes de que Liliana me extendiera su mano sobre la mesa. Se la estreché y la conduje a mi cuarto para así cumplir dos destinos, al amparo de un murmullo de ilusiones y el merecimiento de ser queridos.

------------------------------------------------------------------------------

Nada que perder (continuación)

Era temprano, todavía no habían dado las nueve, y yo ya estaba sentado a una mesa del restaurante aguardándola. Apenas había mojado mis labios en el vino mendocino que pedí para matar la espera, cuando ella traspasó la puerta del local, circunstancia que me agradó, en el sentido de que no era de esas mujeres se hacen esperar adrede, perpetrando un comportamiento propio de su género y que siempre me pareció ridículo. Estaba magnífica, con su melena bíblica meciéndose esponjosa al vaivén de sus andares y una sonrisa deslumbrante que suavizaba la dureza que transmitían sus ojos azules y la seguridad de su porte. Lucía un delicado vestido de lino blanco que se ajustaba a su contorno y presagiaba un cuerpo atlético, de músculos fibrosos enroscados con huesos finos y duros. Si tuviera que definir la impresión que transmitía, diría que era la de una mujer iluminada por algún tipo de seguridad mística, capaz de arrugar al tipo más canchero y provocar la envidiosa admiración de las féminas.
Como lo que parecía una costumbre, por el camino, se entretuvo con saludos al personal mientras yo la observaba despreocupado y encantado de que un ser tan extraordinario compartiera la velada conmigo. Cuando por fin llegó a mi mesa, me tendió la mano y la mejor de sus sonrisas. Sentí un placer casi sexual al tocar sus dedos, tan largos, flexibles , elegantes e insospechadamente cálidos.
- soy Liliana
- encantado……yo me llamo Guido
La invité a sentarse con un gesto y me permití servirle vino en su copa. Lo cató y aprobó mi elección con un leve movimiento de cabeza. Enseguida, hicimos nuestro pedido y pasamos a intercambiar informaciones triviales sobre nuestras vidas. Así me enteré que era una fotógrafa de prestigio, formada en Estados Unidos y recién retornada a su Buenos Aires natal tras un largo peregrinar por las principales capitales europeas. No estoy seguro de los pensamientos que pasarían por su mente en esos momentos pero, en la mía, creía la supersticiosa convicción de estar viviendo un acontecimiento excepcional, el inicio de algo que tendría grandes repercusiones en mi vida. Alentado por una cierta inquietud inhabitual, decidí llevar la conversación a territorios más prósperos, eso esperaba, que los del mero formalismo.
- ¿Te sorprendió mi nota del otro día?
- Sobre todo me intrigó, y por eso estoy acá. Hoy en día ese tipo de actos son insólitos. Los hombres se suelen dirigir a mí de un modo tan poco original que siento hastío apenas adivino sus intenciones de acercarse, con las banalidades de costumbre y aparentando una seguridad de la que, mayoritariamente, adolecen. Por eso el otro día fingí indiferencia ante ti….una indiferencia casi insultante, tengo que reconocer.
- De no haberte comportado así, no te habría escrito esa nota y hoy no estaríamos acá compartiendo mesa….y no es que me gusten las mujeres difíciles porque tenga que demostrarme algo a mí mismo, sino porque adiviné que sos una mujer nada ordinaria y tenés una personalidad desconcertante
- ¿Sentiste un impulso de escribirme esa nota o lo estuviste madurando un rato?
- Fue un impulso súbito, irrefrenable, o quizás no irrefrenable pero yo preferí darle salida
- Mejor así; en los excéntricos hay fuerza mental, de carácter y cierto valor que por desgracia ya casi no se ve en nuestros días
- Mirá, lo hice porque me sentí atraído por vos nada más verte y sé que seguro que te lo dijeron muchas veces pero, una vez más, no te va a hacer mal. Yo no soy un hipócrita y estoy demasiado viejo y cansado para seguir haciendo teatro

Durante el resto de cena seguimos charlando en tonos parecidos, con intención de sincerarnos, seducirnos y expresarnos con agrado del otro y de nosotros mismos. No había prisa. Yo ya le había confesado mi atracción por ella y tenía los suficientes elementos para suponer que era correspondido. Por eso la velada se demoró con un whisky tras el postre y el café y por eso nos mirábamos con tanta atención, intentando adivinar qué pasaba por nuestras mentes. Finalmente, después de abonar la cuenta, salimos a la calle y nos pusimos a caminar hasta llegar a la puerta de su edificio, distante del restaurante no más de cinco cuadras. Nos dimos un beso en la mejilla y, cuando ya me volvía para mi casa me preguntó:
- ¿No me vas a preguntar si podés subir?
- No – respondí con media sonrisa
- Te lo agradezco.

(segunda y penúltima entrega)

martes, 9 de marzo de 2010

Nada que perder

Llevaba una vida malsana, fumando demasiado, bebiendo en exceso, abusando de la carne roja y moviéndome apenas lo imprescindible. Mis ojeras eran ya un mal crónico, mis cabellos encanecían a toda velocidad y no recordaba la última mañana que había despertado con una erección. Escribía, escribía y no hacía otra cosa que escribir, sin permitirme el más mínimo deslice mental que me apartaran de mi novela. Los artículos que me demandaban del periódico, los despachaba en un santiamén, sin preocuparme en demasía por el contenido ni demorarme en piruetas estilísticas tan del gusto de los lectores. Descartaba las constantes ofertas que me hacían las productoras de televisión, daba largas a otras de la radio y mi vida social se reducía a escasas conversaciones telefónicas con mi editor. No existíaa más que para dar vida a unos cuantos personajes y tejer una enmarañada historia que los entrelazara. Ninguna otra cosa me importaba.
Sólo cuando llegó el día en que la versión definitiva de mi novela entró en la imprenta, pude por fin relajarme y respirar aliviado. Decidí que mi vida entraba en una nueva dimensión y tal acontecimiento se merecía una metamorfosis. Fui a la peluquería, me afeité con esmero, compré ropa nueva, libros y elegí un restaurante cercano a mi domicilio, por cuya fachada había pasado en incontables ocasiones. Le tenía fé, más como premonición que por razones objetivas, así que a las nueve allá me presenté, vestido con mis mejores pilchas, empapado en caro perfume francés y con los zapatos relucientes como si fueran de charol. Siguiendo una tradición propia, busqué una mesa pegada a la ventana y pedí un regio vino tinto mientras llegaba la comida. Tras un pequeño sorbo, y aseverar con la cabeza ante la atenta mirada del mozo, dediqué unos instantes a escudriñar el local y la fauna humana allí reunida. Ni la decoración ni los diversos especímenes despertaron en mí mayor interés que el que pudiera tener un experimentado entomólogo ante la visión de una mosca común. Paredes lisas pintadas de blanco con cuadros que pretendían parecer abstractos, lámparas con cristales de colores y unas cuantas mesas ocupadas por matrimonios maduros que hablaban entre susurros. Nada del otro jueves, y estábamos a martes.
Apenas llevaba unos cuantos sorbos del tinto mendocino, que amenazaba con enviciarme, cuando la vi aparecer por la puerta del restaurante. Treintañera avanzada, morena de piel, ojos azules y un pelo oscuro tendente a ondularse, la definían como una belleza de aspecto mediterráneo y bíblico. La sonrisa franca y el tiempo demorado en saludar a los empleados, denotaba que era habitual de la casa y que estaban encantados de tenerla de nuevo entre la clientela. Mientras departía, de pie en medio de la sala, yo no podía dejar de observarla, embelesado por su presencia y dejando que mi imaginación la moldeara como si fuera uno de mis personajes. La deseé al instante e imaginé que pasaba a formar parte de mi vida desde esa misma noche. Por eso, cuando se sentó a la mesa enfrente de la mía, pensé que mis deseos eran susceptibles de materializarse y que yo tendría potestad sobre ellos si lo deseaba con fuerza. Durante la cena, no podía dejar de mirarla. Ella, por el contrario, no reparó en mí en ningún momento, pareciéndome ésta, la señal más evidente de que yo no le resultaba indiferente, y que la elección de su mesa no había sido un gesto casual sino deliberado.
Cuando terminé de cenar, me demoré con un whisky y complejas especulaciones sobre ésa mujer: ¿Qué hacía semejante bombón cenando sola un martes por la noche? ¿se sentó a ésa mesa esperando que yo hiciera algo? ¿vendría a menudo buscando compañía masculina?. Sea como fuera, siempre fui un hombre de impulsos excéntricos y confianza en la palabra escrita así que, arranqué una hoja de la libreta que siempre llevaba en la chaqueta y garabateé lo siguiente:

SOY EL FLACO DE LA MESA DE ENFRENTE; ÉSE CUYA MIRADA ESQUIVASTE DURANTE TODA LA CENA.
SIN DUDA TENÉS A UN MONTÓN DE TIPOS MEJORES QUE YO INTENTANDO DARTE CAZA PERO, POR SI ACASO, Y CONFIANDO EN TU CURIOSIDAD O ALGÚN GENEROSO GUIÑO DEL AZAR, TE DEJO MI TELÉFONO: ************ . PODÉS LLAMARME A CUALQUIER HORA Y SINO, VOY A ESTAR ACÁ, MAÑANA EN EL MISMO HORARIO.
C.
Tras pagar la factura y añadir una generosa propina, me acerqué a la mesa de ella y le dejé la nota manuscrita, con disimulo y sin aguardar su reacción. Dominando el nerviosismo y el deseo de volverme, me encaminé con paso seguro hacia la salida, sabiendo que la suerte estaba echada y que sus ojos taladraban mi nuca.
(continuará)

domingo, 7 de marzo de 2010

Tan fácil

Una luna deslucida, que colgaba sin gracia del cielo prematuramente oscurecido, y una densa atmósfera de vapores de asfalto y humo de tubos de escape, era lo que menos precisaba para atenuar mi desasosiego. Acababa de huir del ambiente opresivo de mi departamento y me topaba con una estampa urbana que, lejos de levantarme el ánimo, me hundía en una anodina melancolía. La gente que me cruzaba me parecía fea, con rasgos anodinos y mal terminados, cacareando boludeces, y moviéndose como robots mal engrasados. Los edificios, otrora tan admirados, se mostraban ahora decadentes y vetustos, evidenciando fachadas de pintura cascareada y estúpidos grafitis obra de algún mogólico con problemas de autoestima. Por suerte, y a modo de compensación, en medio de aquella creciente dislexia estética, divisé a mi amigo Jaime Waxman sentado a una mesa del Ombú. No me había visto, entretenido en sus cosas, y lo observé unos instantes a través del ventanal. Su elegancia natural destacaba en el paisaje humano del entorno, y una aureola luminosa, como de electricidad, parecía bordearlo mientras garabateaba palabras en una servilleta. Jaime no sólo era uno de los tipos más inteligentes que conocía sino, además, una buena persona, por lo que no dudé un momento en entrar a saludarlo. Su conversación siempre reconfortaba y mi estado de ánimo andaba por el piso.

- ¿Qué hacés por acá? – me preguntó, sin levantar la vista de lo que escribía, en cuanto llegué a su mesa
- Salí a dar una vuelta
- ¿Todo bien? – inquirió escrutando mi rostro
- Sí, bien
- ¿Bien? Probá mejor a contarme la verdad. ¿Qué te pasó con Vilma?
- ¿De dónde sacás eso?
- Mirá, tenés esa cara porque no dormiste y si no dormiste es porque no dejaste de escribir y si no dejaste de escribir, es porque tenés problemas con ella. Ahora, andá y decíme que me equivoco
- Tenés razón. Lo dejamos….no sé qué nos pasa….es como si la duda se instalara sobre todas nuestras cosas….no sé si me quiere como yo quiero que me quiera y no sé si yo puedo quererla de ese mismo modo que exijo
- ¿Sabés cómo se llama eso?. Inmadurez. Ustedes son un par de pelotudos que están sufriendo una regresión. De un momento a otro hasta les va a salir acné…¡¡dejénse de joder, carajo ¡¡ . En esto del amor, hay que mojarse…como las gallinas…
- ¿las gallinas?
- Sí, las gallinas…..que aprendieron a nadar para cogerse a los patos – bromeó, antes de ponerse serio y añadir:
Mirá, Guido, cuando yo tenía algo menos de 30, tuve una novia que quise mucho y a la que aún recuerdo cuando me asaltan la nostalgia y la culpa. Una morocha lindísima, con un cuerpo de escándalo, mucha clase y que, por si fuera poco, le encantaba a toda mi familia. Pues bien, un buen día, la dejé. Por nada en particular, simplemente la planté y listo. Ella no me preguntó la causa ni nada, sólo me dijo algo que fue el mejor consejo que me dieron nunca en mi vida y que, desde entonces, intento cumplir siempre: “Jaime, bancate el amor”. Y ahora, yo te lo traspaso a vos. Únicamente tenés que cambiar mi nombre por el tuyo, y ya está.
- Tenés razón
- Siempre la tengo y, ahora, pedí algo de tomar
- ¿Dos Fernets?
- Dale nomás.


* Bancarse= aguantarse

viernes, 5 de marzo de 2010

Proposición

Ahora vos, ahora yo, ahora vos, ahora yo. De este modo estuvimos un rato, mirándonos con intermitencia y comprobando, de soslayo, como nuestras señales llegaban a buen puerto. Ella era morocha, de treinta y tantos, vestía una elegante falda que insinuaba la musculada redondez de sus nalgas (me hacía recordar la contundencia del traje de Batman), y una camisa de seda donde un audaz escote realzaba la protuberancia de unos pechos no muy grandes pero sí bien puestos. Obviamente, su figura no pasaba desapercibida y, sin esfuerzo alguno, había despertado el interés de la concurrencia masculina.
Dese el principio, tuve la certeza de que sus miradas hacia mí iban cargadas de intencionalidad, pero fueron las sonrisas posteriores las que disiparon cualquier atisbo de duda al respecto. Por eso, no fue hasta después de que me sonriera varias veces cuando, henchido de vanidad, me envalentoné y aproximé a su mesa, notando sobre mi espalda la curiosa mirada del resto de mis congéneres.
- ¿Puedo sentarme? – pregunté, educadamente
- Claro – contestó
Inmediatamente nos enfrascamos en una conversación convencional, para romper el hielo, mientras ella bebía su té a diminutos sorbos (me llamó la atención que agarrara la taza con las dos manos) y yo apuraba mi cerveza. Sin embargo, no me gusta conformarme con tan poco y, en cuanto pude, fui un paso más allá, sacando a relucir mi vena sarcástica a la par que una comedida arrogancia. Esta táctica siempre se había mostrado efectiva, y en esa ocasión no tenía porqué ser diferente. Una mujer semejante, debía de estar más que aburrida de las charlas insustanciales y anodinas con la que la apabullarían los hombres a diario, por lo que yo tenía jugar la baza de ser “diferente” y eludir los comportamientos convencionales. Y me fue bien. Tanto, que me sentía no sólo agradecido ante el premio que la fortuna me estaba brindando, sino que mi mente no cesaba de imaginar todo tipo de satisfacciones físicas para mi gula sexual, tan deficitaria de un tiempo a esta parte.
No debió de transcurrir ni media hora desde que me senté junto a ella, cuando un tipo, aparecido desde detrás mío, tomó asiento a nuestro lado y la saludó con un breve beso en los labios.

- Es Raúl, mi marido, y yo soy Raquel – explicó la mujer

El hombre, alto como palo de escoba y con rasgos blandos y delicados, me ofreció su mano. La estreché y la noté fría y flácida, como si estuviera agarrando a una anguila o algún tipo de reptil. Me pareció poca cosas para ella pero, al ir observándolo con más detenimiento me di cuenta que desprendía cierto aura burguesa, un aire mundano que se evidenciaba en la forma que encendía los cigarrillos o cómo movía el vaso de whisky.

Yo estaba desconcertado y, si no enmudecido, las palabras comenzaron a salir de mi boca con menor afluencia que antes. La situación me era desconocida y escapaba por completo a mi control, provocándome un brote de desconfianza. De sentirme protagonista, había pasado a un papel secundario, traspasando a ellos la iniciativa de la nueva coyuntura. Así, en tanto ella hablaba con creciente desinhibición, interesándose por cuestiones privadas de mi vida, él mantenía un estudiado distanciamiento, evaluando el decaimiento paulatino de mi entusiasmo.

- Vivimos cerca de acá. ¿Qué te parece venir a tomar a tomar algo con nosotros? - propuso ella, por fin – Allá vamos a estar más cómodos
- Claro – intervino él
- No sé…es que quedé con unos amigos para cenar… - improvisé dubitativamente
- Mirá que somos gente normal…no vayás a pensar que somos raros ni nada de eso – se justificó ella con aire de ofendida
- Claro – repitió Raúl
- No, no, ya imagino, es de lo más normal que un matrimonio vaya por los Cafés del centro buscando compañeros de cama – repliqué con ironía
- Esto lo hace más gente de lo que vos pensás…es muy habitual hoy en día – me aleccionó Raquel
- Además, por mí no tenés que preocuparte. Sólo me gusta mirar – apuntó el marido
- A lo mejor lo que te pasa es que sos un reprimido…- señaló ella, mirándome fijamente
- ¿Sabés que sí? Creo que se trata de eso, de que soy un reprimido – volví a ironizar

Ante mis reticencias, optaron por no seguir insistiendo, y me dejaron su tarjeta de visita antes de retirarse.
- Bueno, si te animás, ya sabés. Vamos a estar toda la noche en casa – expuso con picardía la mina
- Me lo voy a pensar

No bien salieron por la puerta, abrazados, como si quisieran demostrar lo mucho que se querían, hice señas al mozo para que me trajera otra cerveza. La necesitaba y aunque estaba inquieto, la bebí con placer, despacio, disfrutando de cada trago mientras giraba la cartulina impresa en mi mano y un pensamiento concreto pasaba por mi cabeza: a la vida le gusta imitar al cine. Lástima que, en esta ocasión, no me convenciera el argumento.

--------------------------------------------------------------------------------

lunes, 1 de marzo de 2010

Favor de amigo

Nunca me había gustado el Café Brenan. Aún cuando su amplitud permitía un gran espacio entre las mesas, otorgando privacidad y discreción a las conversaciones, el lugar era de lo más insulso. Paredes pintadas en color durazno, desabridos cuadros abstractos, enormes sillones de mimbre y repetitiva música new age (con predilección por la insufrible arpa electroacústica del suizo Andreas Volenweider) conformaban un eclecticismo que no decía nada y a mí, personalmente, incomodaba. Sin embargo, cuando mi amigo Adrián me llamó para citarme ahí, no puse ninguna objeción y me presenté a la hora convenida.
Al llegar, ya me estaba esperando, y se puso en pie en cuanto me presenté a su mesa.
- Gracias por venir, Guido – dijo, ofreciéndome la mano - ¿te sorprenderá que te haya hecho venir, no?
- La verdad es que no. Vos siempre llamás cuando querés algo – respondí con cierto resentimiento, ya que hacía meses que no sabía nada de él

Una mueca en su boca delató que había acusado el golpe, pero disimuló y esbozó una falsa sonrisa. Enseguida me ofreció asiento y entramos en materia.
- Mirá, no me voy a andar por las ramas. Ni quiero ofender tu inteligencia ni hacerte perder el tiempo. Te llamé porque necesito que me ayudés.
- Dale, decíme – contesté, con tono conciliador y apartando cualquier atisbo de rencor
- ¿Te acordás de la noticia que salió la semana pasada, sobre ese policía retirado que apareció muerto en un parque de Banfield con la cabeza rota?

Por aquel entonces, yo sobrevivía escribiendo crónicas de sucesos para un importante diario nacional, y aunque no había cubierto personalmente el caso, lo recordaba perfectamente.
- Sí, un policía jubilado al que habían querido robarle…lo llevó Pellegrini. Yo andaba en Mar del Plata, ocupándome de lo de la modelo que fue asfixiada por su amante ¿por?
- Lo maté yo - me confesó
- ¿Qué? – pregunté alarmado
- Escuchá, esto no se lo conté a nadie. Ese tipo no era un simple policía jubilado que se dedicaba a pasear al perro y plantar rosas, sino el hijo de puta que, con otro compinche, nos asaltaron en casa hace poco más de tres meses…a Graciela, además, la violaron. Conmigo se contentaron en darme una paliza y mandarme al hospital… Menos mal que, por lo menos, los nenes se habían ido a pescar a Chascomús con mi hermano Rodolfo porque si no…

Yo me quedé mudo, y no sabía realmente qué decirle porque ¿qué se dice en una situación como ésta? No se me ocurrió mejor cosa que levantarme y darle un abrazo, torpe pero sentido, y como tal lo debió notar, porque los ojos se le humedecieron al instante. Al igual que a mí.
- Gracias – musitó cuando nos separamos - ¿Todavía tenés aquella pistola de tu viejo? – quiso saber Adrián
Nada más regresar a Buenos Aires, mi padre me había regalado una pistola belga que tenía desde hace muchos años. Se la compró a un comisario, al contado y sin papeles (siguiendo la costumbre) y durante todo el tiempo hasta que llegó a mis manos, la tuvo criando polvo encima del armario de su cuarto. Ni siquiera sabía si funcionaba.
- Sí - susurré, intuyendo lo que iba a pedirme
- La necesito para matar al otro tipo. No la tenés registrada, ¿no?

Me contó que los había identificado gracias al tatuaje que lucía uno de ellos en el antebrazo (un puma o una pantera) y la casualidad de una charla vecinal. Los criminales, resultaron ser los pintores de una casa a mitad de cuadra y, curiosamente, habían terminado el encargo el mismo día del asalto. A partir de esos datos, Adrián hizo averiguaciones hasta dar con ellos en las afueras de la capital. Y los comenzó a seguir pacientemente. A uno, pudo finalmente matarlo golpeándolo con un caño en la cabeza en la oscuridad de un parque cercano a su domicilio. Al otro, continuó vigilándolo de cerca, esperando la oportunidad de agarrarlo solo y desprevenido. Afortunadamente para su salud mental, la espera no llevó mucho tiempo y, apenas tres días después de nuestro encuentro, lo mató a balazos en las cercanías de la estación de trenes de Lanús.

No volví a ver a mi amigo, pero sé que está bien. Todos los años me manda una tarjeta por Navidades desde una localidad bien al sur, donde hay un gran lago azul en cuyo fondo yace la pistola belga que fuera de mi padre. Yo, aunque no las celebre, se lo agradezco igualmente, y le deseo lo mejor. Porque para eso estamos los amigos; para acordarnos los unos de los otros.

-----------------------------------------------------------------------------------