miércoles, 23 de junio de 2010

Sobre el Zurdo Villalta

Berruti se unió al grupo, formado por don Jaime, Fernández el joven (para diferenciarlo de su padre) y un sesentón llamado Ortega. El domingo se estaba apagando, y el cuarteto ocupaba una mesa del fondo, tomando cerveza y escuchando las historias que narraba el viejo. A éste, le gustaba contarlas y, a los otros, escucharlas.

- ¿Así que usted no sabe quién fue el Zurdo Villalta? – preguntó don Jaime dirigiéndose al más joven - ¿qué les parece? – añadió mirando al resto con una sonrisa
- A mí me parece que el pendejo ni había nacido – terció Berruti, atento a la reacción de Ortega, que se limitó a mover la cabeza

El anciano se quedó callado unos instantes, llenó los vasos que estaban vacíos y prendió un cigarrillo antes de arrancarse, con lentitud, y entrecerrando los ojos para atraer mejor los recuerdos:

- El Zurdo Villalta... era un morochito originario de una villa cercana a Ciudadela. Uno de tantos chicos pobres sin más futuro que sobrevivir día a día en medio de un entorno sumamente hostil, donde la pobreza era un mal menor comparado con otros como la violencia perpetua o el abandono. En su caso particular, tuvo que aguantar a un padre maltratador que los fajaba a todos, no sólo a la madre y que una mañana desapareció para no regresar nunca. Casi fue una bendición, sino llega a ser porque a partir de ahí el Zurdito tuvo que madurar de golpe y hacerse cargo de su vieja alcohólica y tres hermanos más pequeños. Imagínese, con once o doce años, y semejante panorama existencial, lo que no hubo de hacer para sacar adelante a los suyos: robó, traficó con drogas, se prostituyó y quién sabe qué más…Afortunadamente, el pibe era un mago con la pelota en los pies y una santa tarde, el destino le hizo un guiño inesperado que cambiaría su vida; quiso que el ayudante del director técnico de Vélez, pinchara una rueda justo delante del potrero donde el zurdito estaba jugando un partido con los amigos. El flaco se quedó tan impresionado al verle, y mirá que la situación era más propicia para cambiar la rueda rápido y salir rajando de ahí que cualquier otra cosa, que al rato se acercó a hablar con él. Los términos de la charla, sólo los supieron ellos pero a la semana, Villalta ya entrenaba con las divisiones inferiores de Vélez. A partir de entonces, empezó a subir como un tiro, y con apenas diecisiete años, debutó en primera, marcando un gol a Huracán, en cancha de éste último. Después de esto, vinieron los buenos contratos, la guita y, finalmente, terminó recalando en uno de los grandes: en River, de donde apenas llegado, lo convocaron para jugar con la selección nacional. Como el sueño americano, pero en el culo del mundo ¿vió?. Y no era para menos porque yo, que lo vi jugar, le puedo asegurar que Villalta era un virtuoso con la pelota, y eso que el físico no lo acompañaba mucho. Más bien nada; petisito, chueco, pero rápido como el correcaminos…
- ¡Y cómo gambeteaba el guacho¡ - intervino Ortega – el tipo hacía siempre la gambeta por el mismo lado, pero aún así, no había forma de pararlo. Le tenías que dar con un caño…Para mí, fue uno de los mejores extremo izquierdo que tuvimos nunca
- ¿Se acuerdan de aquel gol que le metió a los brasileros del Santos tirando de chanfle casi desde el córner? – preguntó entusiasmado Berruti
- Y, claro, cómo te vas a olvidar de algo así… ¡Esos goles se ven sólo una vez en la vida¡ - respondió don Jaime - ¿Y qué me cuentan del que le metió a los yoruguas en una Copa América agarrándola casi de media cancha y sacándose de encima a cuanto oriental le salió al paso hasta tirársela por arriba al arquero?
- ¡ Fue espectacular aquél golazo ¡. Para que luego salte el boludo de turno y te diga que antes los goles eran en blanco y negro. ¡ En blanco y negro las pelotas ¡ ya me gustaría ver a estos tilingos de hoy, que juegan engominados, o no se qué carajo se ponen en el pelo que siempre les brilla, metiéndola como Villalta y los de su quinta…- dijo Ortega
- Tenías que haberlo visto, pibe - retomó la palabra el viejo – ¡ qué fenómeno ¡ hubiera pasado a la historia por la puerta grande, si lo hubieran respetado las lesiones…pero, la suerte se le volvió en contra, y con 26 años se tuvo que retirar por problemas de rodilla. Tenía una dolencia crónica que, a cada paso lo estaba apartando de la cancha, hasta que no tuvo más remedio que dejar el fútbol. Desde ahí, le fue todo como el tujes, y terminó en la ruina más absoluta. Para empezar, antes no pagaban las barbaridades que ahora ¿vió? y también se gastó un montón de plata en abogados, porque sus hermanos entraban y salían de la cárcel a cada paso. Súmele a esto los constantes asados que hacía para los villeros más lo que se gastó en vicios, y es fácil de entender porqué terminó en la miseria en pocos años.
- Y…cuando no hay cabeza, no hay nada que hacer – apuntilló Berruti – ya se sabe cómo son estos negros
- Sí, pero nadie se imaginaba que iba a tener tan trágico final…- adelantó Ortega
- ¿Qué pasó? ¿cómo terminó? – preguntó ansioso Fernández el joven
- Terminó muy mal, peor de lo que cualquier hubiera pensado. Resulta que, como venía contando, el morocho se arruinó, y volvió a caer en la prostitución; al principio como puto medio de lujo, aprovechando el tirón de la fama que aún mantenía, pero de a poco, se fue hundiendo en la sordidez, para acabar alquilándose en los parques, autos o cualquier miserable estación de microbuses. Dicen que se drogaba mucho, y puede que tengan razón. Yo lo me crucé un día por Santa Fé, y daba lástima verlo; llevaba unos shorts cortos de color amarillo canario, una musculosa rosa y el pelo largo, desprolijo, teñido de negro azabache. Tenía los labios mal pintados, y al darse la vuelta, me fijé que en la coronilla tenía una pelada tipo fraile que a duras penas conseguía disimular…Estaba muy avejentadado, y aparentaba como cincuenta años, aunque no tuviera más que treinta y monedas
- ¿Y, don? ¿entonces qué pasó?¡ Cuénte, cuénte ¡ - urgió nuevamente el muchacho
- Dígame, joven ¿usted para todo es tan impaciente? Míre que el apuro, para algunas cosas no es nada bueno…
- Vamos, don Jaime, no se me vaya por las ramas…
- Está bien, está bien, no se me caliente que ya acabo. Como le decía, Villalta terminó de puto barato. y un día lo encontraron muerto en el bosque de Palermo, con los pantalones bajados y el cuerpo destrozado a golpes; le habían dado una paliza y violado con una raqueta, según dictaminó el forense y confirmó la posterior investigación policial. Los asesinos, resultaron ser tres hinchas de River, que después de un partido, se pusieron en pedo con vino barato y decidieron divertirse sacudiendo a un travelo. Se ve que no lo reconocieron, o que se les fue la mano, o quizás se ensañaron con él porque les dio bronca que una figura como había sido Villalta cayera tan bajo. Nunca lo dijeron, y la cana tampoco se tomó muchas molestias en averiguarlo. Mandaban los milicos, y esas cosas se tapaban, no fuera que en el extranjero se pensaran que los argentinos éramos una manga de degenerados…
- ¡Qué hijos de puta¡ ¡qué hijos de la gran puta¡ - exclamó con bronca Fernández
- Bueno, y ahora que ya se le pasaron las prisas, se va a acercar al mostrador a pedir una cerveza grande y unas empanaditas, que de pronto, el apuro nos entró a nosotros, los viejos

Fernández el joven obedeció y enfiló camino mientras resto del grupo lo contemplaba divertido, haciendo bromas a su costa y fumando hasta que volvió con el pedido; el último de aquel domingo tan anodino.

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jueves, 17 de junio de 2010

Tanguero

- Sí – dijo el viejo – yo tuve la suerte de conocer a Jorge Rosenthal, o Jorge Ros, como era conocido por el gran público, y también fui uno de los últimos privilegiados en oírle cantar.

Debió de ser más o menos principiando los setenta, no me acuerdo con exactitud del año. A mí edad los números bailan ¿sabe?, así pongámosle que fue en el 71 o el 72. Como mucho, en el 73. Fíjese si hace tiempo, que yo por entonces hasta era joven, o casi. Bueno, dejémonos de nostalgias, el caso es que en aquellas fechas, era asiduo del Café Siena ¿lo ubica?. Noo, ¡ qué va a ubicar si desapareció hace años ¡. Estaba en la esquina de Díaz Vélez y Acoyte, a poco más de cuatro cuadras de acá, y sin dejar este lado de la calle. Bah, tampoco se crea que se pierde gran cosa…era un boliche de tantos; con unas mesas de fierro, una larga barra de zinc y unos mozos gallegos que se movían rápido y no ahorraban en buenos modales. Tenían muy buena onda, todo lo contrario del dueño, un petisito calabrés mal encarado, que no te regalaba un buenas noches ni que corrieras detrás de él con un cuchillo para caparlo.

Bueno, cómo le venía diciendo…yo iba para allá casi todas las noches, en cuanto terminaba de cenar y lavaba los platos, me sentaba a una mesa, pedía un cafecito, una copa de grappa y sacaba mi libreta y una lapicera a ver si así se me acercaba alguna musa para susurrarme alguna historia. No venían ni en pedo, claro, pero yo todavía era un iluso. Había publicado un par de cuentitos en una revista literaria, y pensaba que iba a convertirme en uno de los nombres consagrados del género. Me mató la vanidad, ¿vió? Como a tantos…menos mal que tenía un laburo seguro en un banco, porque jamás publiqué libro alguno, y aparte de esa mínima aportación al arte de la escritura, me tuve que contentar con leer lo que escribían otros. Pero a lo que iba, que me estoy yendo por las ramas, como los monos ¿vió?. Una noche, recuerdo que era invierno, el local estaría ocupado por unas siete u ocho personas, sin contar a los mozos. Yo estaba aburrido como una ostra, poniendo más atención a la música de Leonardo Favio que sonaba de fondo, que al libro que tenía entre manos. Nada menos que “Los ídolos”, de Manuel Mujica Láinez. Desde ya que, si no lo leyó, se lo recomiendo; no se va a arrepentir, hágame caso. Retomando… yo estaba a punto de quedarme dormido en la mesa cuando veo que un tipo grandote entra por la puerta.

Tenía que haberlo visto ¡qué pituco el flaco¡ alto, desgarbado, de impecable traje negro con rayitas grises, corbata roja y un pelo a la gomina tan retintado como el fino bigote. Todos los clientes nos quedamos mirándolo como hipnotizados. Yo, porque veía en él a un personaje en potencia. Ellos, porque lo reconocieron de inmediato. A mí, de joven, el tango ni me iba ni venía. Lo consideraba de viejos, así que apenas me sonaba su nombre cuando me lo dijo uno de los gallegos. Pero tenías que ver cómo caminaba el tanguero..¡ parecía un mariscal pasando revista a las tropas después de ganar una batalla ¡. ¡ Qué lo parió, lo elegante era ¡. También es cierto que luego sospeché que, parte de su andar de aquel día, era para controlar la curda que traía jajaja. Venía medio mamado, y se terminó de mamar del todo en el Siena. Me acuerdo que pidió una botella de vino blanco y la fue bajando de a poco, sin apuro y sin pausa, pegándole parejito. Según supe más tarde, aquella noche lo había dejado la que fuera gran amor de su vida, una actriz de medio pelo y muchas pretensiones de la que hoy nadie se acordaría ni fuera por él. Rosita Marshall se llamaba la turra. En fin…el caso es que se le acercan los dos gallegos a pedirle un autógrafo y va el tipo y les dice, en voz alta, para que todos pudiéramos oírle: “¿y qué les parece si echan el cierre y les canto unos tangos? Si a estos señores no les molesta, claro”. Ahí me di cuenta de que estaba frente a uno de los grandes. Empezó a cantar, y le juro que se me erizó el vello de todo el cuerpo. A mí y a todos, claro… ¡Cómo cantaba el loco¡. Primero se largó con “Dejala pasar, varón” y luego siguió con “Palomita ¿adónde vas?”, “Nostalgia de Buenos Aires”, “Viejo bandoneón”, “Alma sin manija”, y terminó con “No seas otario”.

Fue una locura, la gente, bueno los cuatro gatos que éramos, puesta de pie, aplaudiendo como si estuviéramos en el teatro Colón y abrazándolo tal que a un amigo que no veíamos en mucho tiempo…El tipo lloraba, devolvía los abrazos y estaba tan agradecido como nosotros, pero yo creo que, en gran parte, era porque tenía el sistema emocional tocado, por la ruptura ¿vió?. No le miento si le digo que es una de las anécdotas más recordadas de mi vida, sino la que más. La mayoría de la gente no tiene una vivencia así en toda su existencia, y a lo sumo, cuenta la de los demás como propias. Para impresionar y hacerse los cancheros ¿vió?. Se ve que con las minas da resultado…¡Ay, Jorge Ros ¡ consiguió que me enamorara del tango, de golpe y sin anestesia…Quién iba a decirle que aquella noche sería la última de su vida, y que la iba a compartir con unos desconocidos…¡ Pobre ¡ Salió de acá tan contento y animado... No sabe cuánto me afectó enterarme al otro día, que un borracho lo atropelló, mortalmente, en Ángel Gallardo con Leopoldo Marechal. Se cree que estaba cruzando, cuando el conductor se lo llevó por delante. Murió en el acto.

¿Y... ¿le gustó el relato? Sí..¿no? bueno, entonces pidame un whisky, que yo voy al baño a darle tregua a mi próstata y le cuento otro ¿oyó hablar del Zurdo Villalta? ¿No? ¿pero de dónde salen los jóvenes de hoy, que no recuerdan ni lo que no vivieron? Ande, vaya pidiendo que enseguida vuelvo. Ya va a ver ¡qué historia...¡

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lunes, 14 de junio de 2010

Muy profesional

La cita fue en un viejo café del barrio de Flores. Uno de los dos hombres era un cuarentón, delgado, vestía campera de cuero con jeans gastados y aguardaba sentado a una mesa desde cinco minutos antes de la hora fijada. El otro, frisaba los sesenta, iba de traje y llegó puntual, acompañado de un tipo alto, morrudo y de nariz chata, que se acodó en la barra sin quitarle los ojos de encima a su jefe.

- ¿Es usted Simón? – preguntó el segundo de los hombres al aproximarse a la mesa

El flaco asintió con la cabeza e hizo un gesto con su mano invitándolo a tomar asiento. En el bar no había nadie más que ellos tres, aparte de un mozo somnoliento que, sin embargo, atendió con premura a los recién llegados. Pidieron café, coñac y permanecieron callados hasta que fueron servidos. A continuación, el escolta se puso a leer un manoseado diario mientras los que estaban sentados iniciaron las negociaciones.

- Quiero que haga desaparecer a alguien – expuso directamente el mayor de ambos, antes de añadir – me dijeron que usted es el mejor
- ¿De quién se trata? – inquirió Simón, con una estudiada indiferencia que potenciaba la frialdad natural de su rostro
- Tenga, acá viene todo – respondió el primero, extendiéndole una carpeta plástica con las tapas negras

Simón hojeó brevemente el dossier mientras adivinaba la ansiedad en los ojos del hombre que tenía enfrente. Le gustó la sensación, y la prolongó unos instantes más.

- No voy a preguntarle porqué quiere matar a su yerno, tanto me da. Lo que sí me interesa saber, es porqué no se lo encarga a ése gorila – dijo, señalando al ropero del mostrador con un toque de cabeza
- ¿Walter? Jaja como usted mismo dijo: es un gorila, y a un simio no se le puede pedir que piense, y mucho menos encargarle asuntos de esta índole…y en cuanto a mi yerno, quiero que lo liquide, y le voy a decir la causa principal, porque también hay varias secundarias, aunque no lo haya preguntado: lleva años maltratando a mi hija. Por alguna razón que se me escapa y que tiene más que ver con la psicología que con la lógica, ella lo ama, y busca todo tipo de argumentos para justificarlo. Pero yo ya me cansé de aguantar a semejante miserable. Nunca me gustó ese tipo, así que no quiero perder el tiempo contratando matones para que le den una paliza, porque se que los maltratadores no se curan y, al tiempo, va a volver a sacudirla. Necesito una solución definitiva. Cortar el mal de raíz. No me importa lo que cueste. ¿Qué me dice? … ¿está interesado?
- Cobro por adelantado y, ésta es mi tarifa – contestó Simón, al tiempo que garabateaba una abultada cifra en una servilleta de papel
- Bien
- Entonces tenga el dinero listo y aguarde mi llamada. Y no se preocupe de más; yo ya le voy a aconsejar para conseguirse una buena coartada.

Diez días después de la cita, Simon estacionaba su auto en las cercanías del domicilio de su objetivo. Como todos los jueves, éste acudía a cenar con unos amigos a una parrilla distante a cinco cuadras de su casa, a pie, sin compañía, y atravesando unas veredas oscurecidas por la noche y la frondosidad de los árboles que jalonaban las veredas y amortiguaban la luz de las farolas. Era el escenario perfecto para un crimen.

Simón se apeó del vehículo, para no llamar la atención de algún vecino curioso, y se dirigió caminando pausadamente hasta donde vivía el sujeto. Al igual que en todas las ocasiones previas, en ésta también sintió angustia ante la inminencia de la ejecución. Encendió un cigarrillo y se obligó a fumarlo con calma mientras, desde la vereda de enfrente aguardaba que el tipo saliera por la puerta.
El hombre no se demoró mucho en aparecer, y cuando finalmente lo hizo, al cabo de cinco o seis minutos, Simón pudo comprobar que era más alto y fornido de lo que aparentaban las fotos, aunque concluyó que no hay físico que se banque las balas, sobre todo si quien las dispara es un profesional. El individuo comenzó a caminar con paso ligero, por lo que se vió obligado a dejar sus reflexiones para mejor ocasión. Tiró el pucho al piso y emprendió el seguimiento, manteniendo una distancia prudencial y sabiéndose favorecido por un doble hecho: el ir detrás de la víctima, que lo situaba fuera de su campo visual, y el avance de la noche, que lo oscurecía todo. A lo largo de las dos primeras cuadras, la dinámica se mantuvo inalterable; uno caminando rápido por una vereda, y el otro siguiéndole discretamente por la contraria, un tanto rezagado y sin hacerse notar. En la tercera, sin embargo, las cosas cambiaron, provocando la rápida precipitación de los acontecimientos. Simón cruzó la calle, con la pistola dotada de silenciador apretada bajo la campera, aceleró la zancada y se situó a escasos diez metros nomás. Fue entonces cuando el otro tipo se volvió, de forma instintiva, seguramente al escuchar pasos. Sus ojos se encontraron, sorpresivamente, con un desconocido que sostenía una pistola. Semejante visión le heló la sangre de golpe, pero apenas tuvo tiempo de darse cuenta de más nada: tres sonidos en forma de disparo, sobre entrecejo, garganta y corazón, lo enviaron al más allá sin darle oportunidad de comprender. Su cuerpo chocó contra la pared de una casa, para luego resbalar despacio, como a cámara lenta, bajo la atenta mirada de su ejecutor. Simón miró en todas direcciones, desenroscó el silenciador del cañón y sonrió satisfecho ante una súbita ocurrencia, pero no por ello menos obvia: ¨éste, ya no vuelve a pegar”. Después, desapareció por donde había venido.

miércoles, 9 de junio de 2010

Casi sueca

Por esa época, yo apenas conocía nada de Suecia y los suecos. Lo poco que sabía, es que me gustaba Max Von Sydow, el salmón ahumado, los Volvo, y un par de escritores de apellido impronunciable. Aparte de eso, no soportaba a Bergman, no solía comprar en IKEA, y ni por asomo sospechaba el futuro boom que la literatura de tal procedencia tendría con los años. De ahí que, cuando conocí a Mónica en aquella fiesta y me dijo que era traductora de sueco y su madre oriunda de Goteborg, no supe más que exclamar: ¡ Ah, mirá vos ¡; una expresión tan inocua como recurrente para eludir el silencio y no evidenciar mi ignorancia. Sin embargo, parece que no me quedó del todo mal porque, a partir de ahí, una instintiva corriente de simpatía se estableció entre ambos.

- ¿Y cómo surgió el romance hispano-vikingo? ¿tu madre vino a Benidorm de veraneo y se lió con tu padre, que era un tipo achaparrado, de bañador ceñido y brotado de hirsutismo, tipo Alfredo Landa, que le descubrió la fogosa pasión amatoria de los machos ibéricos? ¿Qué pasó? ¿Qué ella se estaba poniendo colorada como un cangrejo bajo el inclemente sol playero y él apareció con un bote de bronceador, ofreciéndose voluntario para extendérselo?

Mónica no sólo no vió impertinencia en mis observaciones, sino que tuvo que esforzarse para contener una sonora carcajada.

- Nada que ver. Mi padre era ingeniero y se había ido Suecia para trabajar en Ericsson. Ella, por su parte, estudiaba en la facultad y pasaba las tardes organizando los archivos de la biblioteca municipal. Entonces, con la excusa de buscar un diccionario de sueco-español, él empezó a ir por allí todos los días hasta que, finalmente, ella lo invitó a tomar una cerveza en un bar próximo…
- ¿Y…? – la apremié
- Y lo normal; se casaron, se vinieron a vivir a Madrid y tuvieron tres hijos; dos varones y yo, que me llamo Mónica, Mónica Figueras Magnusson, para ser más precisos
- Encantado, yo soy Guido, Guido Finzi

Intercambiamos besos en las mejillas y permanecimos mirándonos unos instantes, calibrándonos, y constatando que la primera impresión siempre cuenta. Si de lejos ella lucía espléndida, con su abundancia de formas adivinada bajo aquel vestido blanco, sin mangas y escotado, de cerca me llamó la atención la sedosidad de sus lacios cabellos rubios, su cutis lácteo y, sobre todo, el singular hecho de que no oliera a perfume, sino a jabón.

- ¿De dónde proviene el apellido Finzi? - inquirió Mónica
- Hay varias teorías, pero yo prefiero la que apunta a que es originario de Faenza, una localidad del Norte de Italia cerca de Rávena. Mi familia seguramente pasó de allí a Ferrara y posteriormente se dispersó por toda la península antes de salir al extranjero porque, como ya habrás adivinado, soy argentino.
- ¿Ah, sí? ¿no me digas? Yo pensaba que eras de Lugo – dijo con sorna

El resto de la noche la pasamos conversando, olvidándonos de nuestras respectivas amistades y de cualquier que no fuéramos nosotros dos, hasta que llegó la hora de despedirnos. Al hacerlo, nos dimos los teléfonos, y yo me comprometí a llamarla a lo largo de la próxima semana. Lo hice, e iniciamos una relación que se prolongó por cinco meses, al término de los cuales ella se fue a cursar estudios a Suecia por un año. Durante un breve tiempo, nos carteamos y mandamos mails, hasta que dejamos de hacerlo y perdimos el contacto, dándose también la casualidad de que, al venir ella en Navidades de aquel año a Madrid para visitar a sus padres, yo acababa de irme a Buenos Aires. No volvimos a vernos, pero aún hay ocasiones en que me acuerdo de ella, como cuando voy a comer una frikadela al bar Estocolmo o mete un gol Ibrahimovic. Pero sobre todo, cada vez que adquiero algún libro de autor sueco y, al abrirlo, bajo el título, leo: “Traducción de Mónica F. Magnusson”.

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viernes, 4 de junio de 2010

Fantasma (un texto del pasado)

Estábamos en la cama, descansando y recuperando fuerzas después de nuestro último asalto sexual cuando, a eso de las 4 y media, el molesto timbre del celular de Olga nos despertó de golpe. La perspectiva de una trágica noticia nos enmudeció al instante, y dejamos que sonara sin atenderlo, creyendo que así conjuraríamos la supuesta desgracia. Finalmente, al noveno o décimo toque, ella se decidió a atender, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la cómoda, en cuya superficie descansaba el aparato. Apenas comprobada la identidad de la llamada, su rostro se mudó de color, como si la sangre lo hubiera abandonado súbitamente. Rápidamente, me volvió la cara y se encaminó al pasillo, asegurándose que la puerta de la habitación quedara bien cerrada. Me alarmé ante su reacción, y comencé a sospechar algo, sin saber muy bien el qué. Así que, con sigilo, me levanté de la cama y acerqué a la puerta. La abrí apenas un par de centímetros y pegué la oreja al resquicio de la misma, intentando enterarme de qué trataba la misteriosa conversación. Lo que a alcancé a escuchar, fue más o menos lo siguiente:

- Te dije mil veces que me dejaras en paz
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- Creía que eso ya lo habíamos hablado
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- No, no, me parece que ya es tarde ¿no creés?
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- Eso no es asunto tuyo ¿o vas a decirme que ahora te importa?
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- Me da igual lo que vos pensés
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- No, no y no, dejá las cosas como están
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- No….no, ya te llamo yo ¿me entendiste bien? , ¡Te llamo yo¡.
¡Cabrón! escupió con rabia antes de cortar la llamada.

Viendo que ya se daba media vuelta para volver al cuarto, corrí de puntillas hacia la cama y me hice el dormido. Ella, absorta en sus pensamientos e intentando contener el llanto, se metió entre las sábanas y se acomodó a un lado, dándome la espalda y guardando silencio. Me sentí tan humillado y furioso ante su cobardía de no compartir conmigo la existencia de otro hombre, aún cuando éste no fuera más que un fantasma del pasado con ánimos de resurrección, que temí pasar el resto de la noche en vela, dándole vueltas al asunto y elaborando todo tipo de extrañas conjeturas.

Afortunadamente no fue así, y en cuanto comprendí que no podía confiar en ella, y que por ende debía redefinir nuestra relación, noté cómo mis párpados comenzaban a pesarme, anunciando el inevitable sueño. Antes de sucumbir al sopor, y a modo de despedida de la consciencia, una última cosa quedó clara en mi mente: si no iba a ser la madre de mis hijos, que fuera la madre de mi placer. Por eso, cuando desperté por la mañana, lo primero que hice, fue echarle un buen polvo.

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