viernes, 17 de diciembre de 2010

Berta

Apoyado contra la barra, con un Cinzano a mi diestra y disfrutando del analgésico ruido provocado por el chaparrón que caía afuera, me entretenía buscando apellidos fonéticamente interesantes en las esquelas de La Nación. Para no variar, había encontrado un par que me parecieron idóneos para fantasear algún personaje, movido por la creencia tan judía de que los nombres son importantes. Y es que yo soy de esos que jamás iría a un psicoanalista (esa cosa de rusos y de putos, como diría mi abuelo materno) que se llamase José García, ni escrituraría mi departamento ante un notario que firmara como Juan Pérez, por mucho Ilustrísimo que le colocaran delante.

Después de anotarlos en la pequeña agenda que siempre llevo conmigo, pasé a entretenerme con las noticias del diario. Como no andaba para nada interesado en profundizar en las habituales catástrofes, alterné la lectura distraída de los titulares con la contemplación de la tormenta, que oscurecía la ciudad y embellecía los edificios neoclásicos del barrio, a fuerza de resaltar una elegante combinación de tonos blancos, negros y grises más propia de París que del culo del mundo.

En eso andaba, en pasar ocioso un rato de tarde, cuando el sonido de la puerta al abrirse me hizo volver la cabeza, más por instinto que por curiosidad. Fue entonces que mis ojos se toparon con una morena de pelo largo y oscuro, que me hizo recordar a la actriz norteamericana Veronica Hammel, con la salvedad de que ser más joven y tener los ojos de un llamativo verde felino. Venía empapada, andaría por los treinta, y vestía ropa informal pero cara. Pasó por mi lado, y tomó asiento en un taburete a no más de tres metros de donde yo estaba. Como con toda seguridad sólo había entrado para refugiarse de la lluvia, cuando el mozo se le acercó se demoró unos instantes en decidir. Finalmente, tras pasear sus ojos por la barra, reparó en mi copa, y decidió imitarme.

Mientras le servían, no paró de arreglarse el pelo, pasándose los dedos por el cuero cabelludo y echándose el flequillo hacia atrás. Yo, por mi parte, no podía dejar de mirarla. Siempre me había gustado observar cómo las mujeres se peinan cuando salen de la ducha, y verlas pasear por la casa con el albornoz puesto, el cabello mojado y el cepillo en la mano, era de esas visiones que almacenaba en un lugar recurrente de mi memoria, asociadas con prólogos o epílogos de algo mejor.

Sin embargo, como no pretendía incomodarla, me reprimí y aparté los ojos de ellas, volviéndome a concentrar en las noticias. No lo logré del todo, y seguí observándola con cierta insistencia, ya fuera de reojo o a través del espejo que ambos teníamos enfrente, detrás de la barra. Curiosamente, ella no reparaba en mí, a pesar de nuestra cercanía y mis frecuentes miradas, lo que me hizo sospechar algo anómalo en aquel comportamiento. Me pareció una indiferencia poco natural, forzada, y de inmediato sonreí al evocar cierta historia de mi pasado que empezó de idéntica manera. En aquella oportunidad había tenido fortuna, lo que me alentó para estar alerta ante esta situación y sus posibles evoluciones. Por desgracia, en esta ocasión no contaba con la complicidad del mozo, como entonces, ni con la temeridad de mis días juveniles. Sea como fuera, apenas tuve tiempo de hacerme mala sangre ni rumiar el modo de abordarla, porque fue ella quien se acercó hasta mí.

- ¿Tenés fuego? – me preguntó, con un cigarrillo en la mano
- Sí – respondí, sacando un Zippo de mi bolsillo

Me dio las gracias y ofreció un cigarrillo que rechacé.
- No, yo no fumo
Se sorprendió porque no fumara pero llevara encendedor encima.
- Lo llevo por si me pierdo en un bosque – le aclaré, intentando ser gracioso – no, la verdad es que lo tengo porque me gusta el chasquido metálico que hace al abrir y cerrarlo - confesé
- A mí también me gusta mucho ese ruidito – dijo, expresando con su lenguaje corporal que no tenía prisa por regresar a su sitio
- Te queda muy bien el pelo mojado, le da un aspecto brillante, como si estuviera barnizado
Sonrió, ladeando la cabeza y mirándome con atención, calibrando si mis facciones eran de su agrado.
- ¿Siempre le decís cosas tan lindas a las minas que acabás de conocer? – interrogó en tono canchero
- A veces hasta incluso antes de conocerlas, como a vos. De todas formas, no es muy meritorio ser galante cuando se tiene a alguien tan inspiradora delante…
- Veo que valió la pena acercarme a pedirte fuego
- Debía estar escrito, lo mismo que pidieras lo mismo que yo estaba tomando, y que entraras justo en este bar
- ¿Sos determinista?
- Y de San Lorenzo – repliqué aseverando con la cabeza
- jajaja – me premió la ocurrencia, con una risa que embellecía aún más su ya de por sí agraciado rostro

Roto el hielo, seguimos charlando un buen rato, tomamos un par de Cinzanos más cada uno y nos despedimos con un beso en la mejilla. Entre muchas cosas, me dijo que se llamaba Berta y quedamos en volver a vernos el próximo día que lloviera, en el mismo lugar y a idéntica hora. Felizmente, llovió a la tarde siguiente, y después de repetir bebidas y conversación, terminamos cenando en un coqueto restaurante italiano a la vuelta de mi casa.

Berta y yo estuvimos juntos algo más de dos años, hasta que llegó la inevitable ruptura. Después, no volví a verla hasta años más tarde, justo cuando yo acababa de regresar España, y me la encontré paseando por Florida con dos nenes por la calle. El mayor tenía 9 años, y el más chico, 4. Les quise invitar a tomar algo pero tenían cita para el dentista y andaban con prisa, así que apenas pudimos intercambiar unas pocas frases corteses. Cuando se marcharon, me pareció que ella se daba la vuelta y dedicaba una extraña sonrisa, como de complicidad o picardía. Pero no podría asegurarlo, por el gentío que me impedía verla bien, y porque yo estaba absorto en otras cosas: en pensar cómo se parecía a mí el pibe más grande, y en hacer cuentas con los dedos.

-------------------------------------------------------------------------------

sábado, 11 de diciembre de 2010

Verónica

Verónica me gustaba, pero yo no estaba enamorado de ella. Si bien llevábamos casi un año manteniendo una relación cómoda, de encuentros espaciados y ausencia de responsabilidades que, de a poco, se fue transformando en algo más, trascendiendo del mero sexo y llevándonos a compartir experiencias propias de parejas al uso: íbamos al teatro, al cine, salíamos a cenar fuera, paseábamos por las ferias de libros, corríamos por el parque, y nos intercambiábamos regalos, yo no la amaba. Por eso, porque no la amaba, y porque los acontecimientos se venían sucediendo en una progresión que nos hacía parecer novios, fue que empezó a entrarme la culpa. A fin de cuentas, y por mucho que lo negara, yo no era más que un tipo cuyo plan existencial pasaba por casarme, tener hijos, un perro, un jardín con flores, y hacer asados los domingos. O sea, el típico fruto de una educación tradicional y, como tal, padecía de cierto sentimentalismo boludo de soltero que se me iba acusando con el transcurrir de los años. Sin embargo, y para hacer honor a la verdad, yo no sólo pensaba en mí, sino también en ella. Temía que se desilusionara, que le diera por imaginar un futuro en común que para mí estaba fuera de cualquier consideración. Así que una tarde decidí llamarla y quedar para poner fin a nuestra historia. No quería que sufriera, ni yo perder más el tiempo. Tenía que decirle que no podía corresponder a su amor, y que se merecía a alguien que la quisiera de verdad e hiciera feliz.

La cité a las siete y media en un bar cercano a mi casa, un bolichito en Talcahuano al 1.000 llamado La Perla, donde a veces acostumbrábamos a tomar algo antes de subir a mi departamento. No mostró curiosidad alguna por el motivo de la convocatoria y se presentó con su acostumbrada puntualidad suiza. Yo, fiel a mis hábitos, llegué al bar con unos minutos de adelanto, y la esperé sentado en una de las mesas más alejadas, aunque ninguna lo estaba suficientemente de un televisor encendido.

Como suele suceder en estos casos, ese día Verónica estaba particularmente linda, con una remera ajustada que alguna vez fue negra y que ahora, a fuerza de lavados, había adquirido un color gris oscuro, y unos jeans gastados que le sentaban como un guante. Me saludó con un beso en la mejilla y tomó asiento, pidió una cerveza al mozo, y sacando un paquete de cigarrillos de su bolso, empezó a fumar con desgana. Después de hablar de pavadas de tipo ¿qué tal en el laburo?, parece que va a llover y otras naderías parecidas, por fin me armé de valor para encarar el asunto:

- Mirá, Vero, vos sabés que yo te aprecio y que me caés muy bien ¿no? pero…uff, no sé cómo decirte esto…
- Me estás asustando, Guido ¿no me digás que tenés sida?
- ¡Qué voy a tener sida, dejate de joder¡. Lo que quiero decirte – y acá me lancé – es que no podemos seguir con lo nuestro
- ¿Lo nuestro? – preguntó sorprendida arqueando las cejas - ¿qué es lo nuestro?

Ahí el sorprendido fui yo, pero Verónica me sacó inmediatamente cualquier duda de encima

- Que yo sepa, quedamos para coger ¿no? lo que no quita para que vayamos a cenar o ver alguna obra, película o comprar libros
- Claro, claro – asentí
- Un momento… ¿no me digás que vos te pensabas que…? – inquirió tras mirarme unos instantes, como para adivinar si yo era tonto o me hacía
- No, no, por favor, ¡qué voy a pensar¡ – la interrumpí, por no escuchar lo que iba a decirme, y que me haría sentir mal conmigo mismo por haber sido tan pelotudo – de todas formas, creo que va siendo hora que pongamos fin a esto ¿no te parece?
- ¿Es que tenés alguna mina a la vista? – quiso saber, con un interés que me pareció nada fingido
- Sí – mentí – hay una mina con la que a lo mejor empiezo algo
- Te felicito – dijo, apretándome la mano – che, ¿qué te parece si subimos a tu departamento y echamos unos últimos polvos de despedida? Es lo mínimo, ¿no?

Cuando Verónica se marchó de casa era noche cerrada, pero no quiso que la llevara en mi auto a la suya, ni que tan siquiera la acompañara al portal, así que nos despedimos arriba, en la puerta de mi departamento, dándonos un abrazo, un fugaz beso y deseándonos lo mejor.

Apenas me quedé solo, me comencé a sentir mal, a notar un regusto amargo que me hizo recordar esos días, post veraniegos, en que oscurece muy temprano y uno nota un bajón existencial que lo arrastra a la melancolía. Aún cuando no había habido ningún dramatismo en el desenlace, tampoco me gustó comprobar cómo, mis suposiciones sobre sus sentimientos hacia mí eran del todo erróneas. Pero la verdad, es que no podía quejarme; un comedido golpe a la línea de flotación de mi ego era un precio llevadero que, además, me exoneraba de cualquier sentimiento de culpa. Lástima que dos días más tarde, en el transcurso de una charla informal con el portero del mi edificio, éste mencionó algo que yo no podía imaginar y que echó por tierra mi sensación de alivio.

Me contó cómo, esa noche había visto a Verónica salir del ascensor y pasar a su lado sin saludarlo, cosa que le sorprendió, ya que era una chica muy simpática. Se la quedó entonces mirando y, a través de los cristales de la puerta, vio cómo se apoyaba en un árbol, seguramente en espera de un taxi, y se largaba a llorar. En aquél momento dudó si salir a consolarla pero, lo pensó mejor y no quería pecar de indiscreto, demasiados porteros chismosos hay hoy en día, como para andar él aumentando la lista. Le agradecí la información, y le tiré unos mangos para que se tomara algo o llevara a su mujer al cine. Después, subí a casa y me tumbé en la cama con el deseo de dormir, de no pensar, pero no pudiendo evitar que un pensamiento único me martillara la cabeza hasta que me venció el sueño: “¿Y ahora, decime, con quién vas a coger, infeliz?”

-------------------------------------------------------------------------

martes, 23 de noviembre de 2010

CERRADO

lunes, 15 de noviembre de 2010

Cambio de rumbo

Rodolfo Barnato pensó que, cambiando de ciudad, su vida pintaría de otro color. La lejanía de su familia (en España), el acumulativo tedio que arrastraba desde antiguo y un reciente desencuentro amoroso lo empujaron a tomar una de esas decisiones, que muchos desean llevar a cabo, pero pocos se atreven a realizar. Decidido, y sin darle chance a la duda ni a la incertidumbre, compró un gran mapa de Argentina y se sentó en un Café de Corrientes a contemplarlo con ánimo de estudio. Buscaba un lugar al que ir, y repetía en voz alta el nombre de las numerosas localidades representadas según las iban descubriendo sus ojos.
Como ninguna le provocaba la más mínima sensación al retumbar en sus oídos, optó por dejar la decisión de su destino geográfico en manos del azar. Cerró los ojos y apoyó el dedo índice, a boleo, sobre el papel. Al abrirlos, comprobó que su uña señalaba una ciudad que no conocía pero siempre le había interesado (como tantas otras): Rosario. Recordó que su padre hablaba a menudo de ella, sacando a relucir, de un modo periódico, al ilustre matemático italiano Beppo Levi, quien trabajara durante 22 años en la Universidad Nacional de dicha ciudad y cuya tumba, en el cementerio judío, acudió a visitar en más de una ocasión cuando él era un pibe. “Rosario, Rosario, Rosario”, repitió Rodolfo en voz baja varias veces, como si al hacerlo confirmara lo acertado de la azarística elección y el susurro fuera un conjuro para un éxito inmediato. A partir de este instante, las ilusiones, el optimismo y una creciente ansiedad se apoderaron de él de un modo absorbente hasta lo enfermizo. Vendió enseguida su restaurante, ubicado a apenas doscientos cincuenta metros de la Casa Rosada y, sin esperar a tener la plata, telefoneó a Barcelona a su amigo Oriol Vallantines, proponiéndole participar en la nueva aventura vital que iba a emprender. Oriol, que se asemejaba al hermano que nunca tuvo, era hijo de un judío catalán de orígen escocés a quien el padre de Rodolfo había conocido en Buenos Aires y vendido, allá por los sesenta, un hotel: el Vaccara.
Desde entonces, las dos familias habían mantenido un trato estrecho, como si las ligara algún cercano parentesco, y no simplemente una puntual operación comercial en común. Por eso no fue casual que, con la llegada de los milicos, los Barnato y los Vallantines emprendieran juntos el exilio, radicándose en Barcelona, donde los llevó el barco italiano que cubría la línea Buenos Aires-Río de Janeiro-Lisboa-Barcelona-Génova. La buena estrella se posó de tal modo sobre los dos clanes, que el triunfo en todo lo que emprendían superaba las más optimistas previsiones. Así, por ejemplo, mientras los Barnato abrían un hotel que poco tenía de modesto, los Vallantines probaban suerte con la gastronomía, con tal tino que su establecimiento es, hoy en día, uno de los más reputados de toda Cataluña. Pero, por encima de estos notables éxitos empresariales, el hermanamiento entre unos y otros se acrecentó sin pausa con el transcurrir de los años, lo que no deja de ser casi una anomalía en estos tiempos de desapego. Por eso no extrañó que, cuando un lustro antes Rodolfo regresó a Argentina para abrir un restaurante en el corazón de Buenos Aires, Oriol dudara hasta el último momento si acompañarlo o no. Ahora, por el contrario, y quizás para desquitarse, no vaciló ni un instante en cruzar el charco y aventurarse ante la propuesta de su amigo. A fin de cuentas, lo único que podía perder era dinero, y esto era algo que no suponía un problema para ninguno de ellos.

No habían transcurrido ni cinco meses después de aquella llamada, cuando Rodolfo y Oriol inaguraban un restaurante en la zona más comercial de Rosario, bautizándolo como Vaccara, en un claro guiño a la melancolía y los tiempos pasados. El local era elegante, pero sin caer en excesos ni esnobismos. Un lugar sobrio, casi clásico, que escapaba de modernas decoraciones que hacía que los restaurantes parecieran laboratorios y éstos, restaurantes. La filosofía del mismo quedó bien definida desde un principio, y consistía en ofrecer comida elaborada a precios asumibles, donde la gente fuera a disfrutar de la gastronomía y no a exhibirse o dejarse ver.

Una noche de entresemana, cuando el Vaccara llevaba poco más quince días de funcionamiento, se presentó a cenar una mujer que llamó poderosamente la atención de Rodolfo. Alta, de piel trigueña, ojos oscuros que se aclaraban al mirarlos de cerca, y una melena color ébano, de tendencia ondulante mitigada a base de cremas suavizantes, componían un conjunto que, a pesar de ciertas desarmonías (bocas y nariz grandes, mentón prominente y caderas mediterráneas), seducía mejor que la simple y desnaturalizada belleza. Tal impactó le causó la visión que, instantáneamente, se arriesgó a predecirle una futura trascendencia en su vida.

- ¿La conocés? – preguntó Oriol, en un recuperado acento argentino, intrigado por el ensimismamiento con que su amigo la miraba
- No – reconoció – pero va a ser mi mujer – sentenció de inmediato
- Vos viste muchas películas…
- Mirá, Oriol, ya sabés que en mi casa somos supersticiosos y no nos gusta adelantar el destino por miedo a que la vida castigue nuestra soberbia, pero…en esta ocasión voy a ser una excepción. Así que anotá el día de hoy y escuchá bien lo que te digo: voy a casarme con ella.
Oriol se quedó mirando a Rodolfo. Comprendió que hablaba en serio, como nunca antes lo había hecho en su vida.
- Adelante, hermano, acérquesele nomás, y que la suerte le acompañe – lo animó, utilizando el usted para dar más solemnidad a su sincero consejo
Rodolfo se aproximó decidido a la mesa donde la mujer cenaba sola. Esta lo recibió con una amplia sonrisa, e invitó a tomar asiento con una afabilidad que le sorprendió gratamente. Semejante proceder no se estilaba en las mujeres que él había conocido y, la novedad, le convenció aún más en su pálpito respecto la excepcionalidad de ella.
- Me llamo Alma Baredes – se presentó, extendiéndole una mano larga, de finos huesos y libre de anillos.
- Yo, Rodolfo, Rodolfo Barnato – contestó él, reteniéndosela entre la suya

A partir de aquí, de este encuentro tan predestinado como cualquier otro, Alma y Rodolfo no volvieron a separarse, contrayendo finalmente matrimonio, en la Municipalidad de Rosario, a los 3 meses de conocerse. Al banquete que le siguió, celebrado en una quinta de las afueras, asistieron todos los Barnato y todos los Baredes, los Vallantines y unos contados amigos más.

Antes de que la feliz pareja partiera para su luna de miel en Praga, Rodolfo acompañó a su padre al cementerio, donde recitaron el kaddish y depositaron piedritas sobre la lápida de Beppo Levi. Para uno, era la primera vez. Para otro, el retorno a algo añorado. Pero, para los dos, un rito cuya finalidad y trascendencia escapaba y que ponía de manifiesto, una vez más, que la vida está llena de misterios y, la mitad, nadie conoce.

---------------------------------------------------------------------------------

martes, 9 de noviembre de 2010

No más de 4

Ernesto jamás se imaginó escuchar aquellas cuatro palabras de boca de una mujer. Y menos de la que amaba. Por eso, cuando ella dijo por teléfono: “Vos hacé tu vida”, a él le costo entenderla. Para colmo, y esto fue algo que más tarde no dejaría de escocerle, las soltó sin emoción alguna, y con una voz tan calma y neutra, que más pareciera estuviera hablando con un desconocido que con el hombre con quien compartía su vida desde hacía 3 años (sin contar los 2 previos de noviazgo).

Desde entonces, Ernesto no volvió a ser el mismo. Algo se rompió en su interior ese fatídico día, y sus posteriores intentos por recomponerlo fueron tan penosos como inútiles. Había perdido el equilibrio emocional, quedando a la intemperie y a merced de impulsos antes inactivos. Sin querer, pero sin oponerse, se dejó llevar por éstos, entregándose con poca mesura a conquistar cuanta mina se le cruzaba. Con ellas, tenía el éxito asegurado ya que, a su habitual y efectivo encanto de hombre varonil, sumaba ahora un creciente desapego existencial que lo volvía más atractivo, casi irresistible para la mayoría (hay quienes apuntan que uno siempre se relaciona con la misma mujer, aunque todas sean distintas).

En las desesperadas relaciones que siguieron a la ruptura, Ernesto buscaba algo que iba más allá del desahogo físico, y que en nada pasaba por encontrar una compañera. Quería demostrarse a sí mismo, y sobre todo a su ex, lo equivocada que ésta estaba cuando le dijo lo que le dijo, imaginando cómo el dolor por su ausencia y el saberlo acostándose con otras, la traería de vuelta, arrepentida y suplicante. Sin embargo, la realidad siempre se manifestaba de modo bien distinto, y después de cada acto sexual le llegaban unos indeseados efectos secundarios en forma de culpa y angustia. Una especie de resaca moral que lo embriagaba de tristeza. Sentía que estaba traicionando a “su mujer”, y una incontenible necesidad de escapar lo llevaba a refugiarse en la bebida, el rezo o cualquier otra alternativa con que poder mitigar la neurosis.
Por desgracia, los efectos positivos de estas terapias no pasaban de lo efímero, y su cerebro no tardaba en volver a sentirse acosado con lo mismo de siempre. Con esas cuatro malditas palabras que sonaban, una y otra vez, con idéntica y monótona música:

vos hacé tu vida, vos hacé tu vida, vos hacé tu vida, vos hacé…

------------------------------------------------------------------------------

sábado, 6 de noviembre de 2010

Liliana

Había engordado de cintura para abajo, y su piel se había ajado un tanto, desplegando una amplia red de fina arrugas cada vez que sonreía. Sin embargo, a pesar de todo, una belleza de esencia se imponía a las huellas del paso del tiempo, confiriéndole el sano atractivo de mujer madura que ha sabido envejecer, al desprecio de frivolidades y aceptándose tal como era.

Esa tarde, tomamos café y hablamos de generalidades, gambeteando hábilmente al por qué de nuestra separación y evitando la pueril especulación de lo que pudo haber sido y no fue. Charlamos cordialmente, y nos sonreíamos a cada instante, pero sin coincidir las miradas. Preferíamos, a modo preventivo, fijarnos el uno en el otro de un modo intermitente, con miedo a que nuestros ojos encontrados, y el silencio, fueran tan elocuentes que las palabras carecieran de significado. A pesar de que habían transcurrido diez años de lo nuestro, aún eran muchas las mañanas en que ella era el primer pensamiento que acudía a mi cabeza al levantarme.

Me contó algunos pormenores de su exitosa carrera periodística que yo seguía muy de pasada porque, ante la dolorosa perspectiva de desayunar cada día leyendo sus artículos, optaba por cualquier otra menos evocadora. En lo referente a su vida emocional, omitió hacer cualquier mención. Yo no insistí; no quería saber que su cuerpo era disfrutado por otro, tal vez más alto, más guapo, más encantador y con más dinero que yo. Por mi parte, le hablé de mi anodina existencia, ficcionando generosamente una realidad en la que el destino había hecho estragos desde que nos habíamos separado.

Al despedirse, y tras darme un beso más cálido de lo normal (así me lo pareció) en la mejilla, se volvió antes de salir por la puerta, y me dijo:

- Si te sirve de algo, siempre me arrepentí de dejarte

Se me antojó que lo decía en serio pero, incapaz de contestar algo, y mucho menos de salir corriendo tras ella, me quedé parado como un boludo, sin hacer otra cosa que guardar silencio y dejarla marchar. Desde entonces, aquella frase es mi único consuelo.

----------------------------------------------------------------------------

miércoles, 20 de octubre de 2010

S.S. en Paraguay

A efectos meramente informativos, les diré que me llamo Ariel Benador y les voy a contar algo que mi padre me narró mediando los ochenta. La historia en cuestión acaeció en Paraguay, donde por aquel entonces mi progenitor desempeñaba labores diplomáticas de un país cuya identidad no viene al caso, y había llegado a sus oídos de boca de uno de los personajes implicado en los hechos:

Asunción, mil novecientos cincuenta y tantos.
En el despacho del presidente de la filial paraguaya de una gran compañía de automoción alemana, se presentó un individuo de unos sesenta años, tez cetrina, nariz huesuda, ojos huidizos de animal acosado y un incipiente encorvamiento de la espalda que potenciaba el aspecto enfermizo de su extrema delgadez.

- Siéntese, querido Hans – le dijo el director, un gordo de cabeza bestial y rasurada
- Sí, señor – respondió con humildad el recién llegado
- Usted sabe, querido Hans, que estos son tiempos difíciles para nuestra gente. Los norteamericanos y los malditos judíos no paran de acosarnos, y debemos ser muy cuidadosos. Aunque de momento contemos con la colaboración del gobierno militar, en la política las tornas cambian con rapidez y esta gente no se mueve más que por el interés y las componendas económicas. No tengo que decirle cómo son estos negros… Su foto, además, está siendo difundida por todo el mundo y eso no es nada bueno para la causa, como tampoco para esta empresa que siempre se ha portado tan generosamente con usted.

- Sí, señor, y se lo agradezco
- Lo sé, Hans, lo sé, pero hemos pensado que sería bueno que desapareciera por una temporada. No le va a faltar de nada y, cuando la cosa se enfríe un poco, pues entonces…
- Perdone que lo interrumpa, pero cuando dice “hemos pensado” ¿a quiénes se refiere?
- A nuestros antiguos camaradas de las SS, naturalmente
- Ah ¿y por qué no fui informado de esa reunión?
- Bueno, no se ofenda, pero pensamos que sería mejor no avisarle, usted no sería objetivo. Alemania y el mundo le deben tanto, que queríamos demostrarle, de alguna forma, o sea, con hechos, nuestro más sincero agradecimiento
- Comprendo

- Abajo, mi querido Hans, dos hombres le están aguardando para llevarlo a un refugio seguro, y no se preocupe por nada; lo vamos a cuidar.
- Está bien, si así lo quieren los camaradas

Se despidieron, taconeando a la alemana e izando el brazo:
- Heil Hitler

- Heil Hitler

En el vestíbulo del edificio, un par de tipos de acentuados rasgos arios lo condujeron, en silencio, hasta un Mercedes Benz negro estacionado en la puerta.

Esa misma semana, las páginas marginales de los periódicos nacionales informaron de la aparición de un cadáver flotando en el Paraná. Correspondía a un varón de mediana edad, con las manos cortadas mecánicamente y el rostro deformado, parcialmente devorado por los peces. Según la cédula de identidad que portaba en uno de sus bolsillos, se llamaba Heriberto Peralta y era natural de Asunción.
La escasa o nula notoriedad de la noticia chocaba con la anormalidad de otros tres sucesos ulteriores relacionados con ella. Por un lado, la cúpula de la filial de la firma alemana, convocada a la sede de Hamburgo con carácter de urgencia, fue renovada por completo. Por otro, un ciudadano alemán, con documentación falsa a nombre de Eladio Valdés fue hallado, dentro de su vehículo y con múltiples impactos de bala en el cuerpo, a escasos kilómetros de la frontera con Argentina. Finalmente, el responsable de Seguridad de la Embajada de Alemania en Asunción pereció acribillado en una calle de la capital cuando salía, bien entrada la madrugada, de un afamado prostíbulo (los análisis balísticos pertinentes indicaron que la munición ,empleada en ambos crímenes, pertenecía a una pistola Beretta de 9 mm., como las que utilizan los profesionales)

Apenas un mes después de los hechos, el Centro Simón Wiesenthal comunicaría que el cuerpo identificado como Heriberto Peralta se correspondía en realidad con Hans MeyerKopf, ex general de las Waffen SS y responsable de deportaciones masivas de judíos en Hungría (1944-1945).
--------------------------------------------------------------

viernes, 15 de octubre de 2010

Un tipo amargo

Su amargura vital se debía, esencialmente, a su falta de coraje para estar a la altura de las ilusiones. Pero esto fue al principio porque, con el paso del tiempo, la resignación se asentó de tal modo en su interior, que las ilusiones murieron y el entorno pasó a resultarle indiferente. No esperaba a nada, ni a nadie, y su único deseo era que los días transcurrieran de manera indolora, sin diferenciarse los unos a los otros, y encaminándole sin dilaciones hacia uno cualquiera, dictado por la casualidad, donde finalmente dejara de existir. Lástima que esa fecha señalada se retrasaba más de lo deseable, haciendo de sus jornadas una constante plenitud de la nada; madrugaba, montaba en el metro, iba a la oficina, desayunaba, regresaba a casa, comía, dormía la siesta, leía algo, veía estúpidos programas televisivos, cenaba, se acostaba, escuchaba a anodinos locutores de radio, cerraba los ojos, y enseguida amanecía otro día, sin ni siquiera el consuelo de haber soñado. Sin embargo, debajo de todo este vacío existencial, subyacía cierto orgullo (es bien sabido que brota de cualquier cosa) por poseer una realidad, y un destino tan estéril, pero tan único. Nadie era como él, y cuando coincidía con la gente, no se esforzaba lo más mínimo en mitigar el sentimiento de superioridad que le aquejaba. Todos le parecían tan idiotas y simples, con sus conversaciones de tres al cuarto, sus lecturas de pseudo-literatura, y sus aspiraciones pequeño burguesas por cambiar de coche o de vivienda, que tenía la sensación de pertenecer a otra especie. Al verlos, comprendía que tal vez la felicidad fuera eso; desconocer las propias limitaciones y aceptar las migajas que nos ofrece la vida. O al menos así podía ser para el común de los mortales, pero no para él. No se conformaba con medianías, y por eso, por no poder tenerlo todo, fue que se fue dejando morir en vida, sin darse al menos una oportunidad de la mano de subterfugios como la religión, el amor o el psicoanálisis. La solución tenía que estar en su interior. Quizás por eso leía, para no afrontarse a sí mismo y poder evadirse en ficciones hasta su total desaparición, con la resignación de un destino injusto (eso creía) y enarbolando la derrota con dignidad de vencido.

--------------------------------------------------------------------------

martes, 28 de septiembre de 2010

Otro doble

* PULSIÓN

El caudal de cinismo con que se expresaba, no conseguía neutralizar totalmente ese poso de angustia y negatividad que, desde siempre, habitaba en su interior. No era el mismo cuando estaba en compañía de amigos, o de quién fuera, que cuando estaba sólo. Era, en estos momentos, de íntima soledad, cuando barajaba la idea del suicidio con la familiaridad de lo recurrente y la inseguridad de una pastilla de jabón en las manos. Quería suicidarse, aún cuando, de más en más, sabía que esta pulsión latente que arrastraba desde niño nunca iba a materializarse. Le gustase o no; era un superviviente.


* PRESENCIA

La odiaba. Ella lo había olvidado fácilmente y él, por el contrario, no iba a poder olvidarla en lo que le restara de vida. Este desequilibrio de memorias le dolía más que ninguna otra injusticia padecida.

------------------------------------------------------------------

jueves, 23 de septiembre de 2010

Por partida doble: OFF y YO-YO

* OFF

Temía haber perdido, de manera irreparable, la conexión con el mundo de la imaginación y la fantasía. Si siempre había atraído palabras e historias sin apenas esfuerzo, desde la publicación de su última novela, hacía ya tres años, un enorme desasosiego, que le impedía escribir, se apoderaba de él cada vez que se sentaba ante el teclado de su ordenador. Lo que en un principio consideró una crisis de creatividad pasajera, se tornó en un mal crónico que le llevó a tomar plena conciencia de su actual inoperancia. Para exorcizar tamaña fatalidad, intentó permanecer ocioso, relajado, creyendo que la tranquilidad le dotaría de un estado anímico adecuado para romper la tendencia de esterilidad literaria en la que estaba inmerso. Ante la inoperancia de la medida, decidió entonces recurrir a algo más drástico; aprovechando los efímeros ataques de furia que le asaltaban de vez en cuando, se entregó casi religiosamente al alcohol y las drogas, creyendo que, de esta manera, podría acceder a zonas nuevas de su conciencia o sino, retornar a las ahora olvidadas. Tampoco esto dió resultado, por lo que la desesperación, y el sentirse acorralado, hicieron tal mella en él, que no vió más alternativa que dejarse llevar por la indolencia y poner su caso en manos de las musas o el azar.

Sin embargo, y a pesar de todo lo sufrido, un último y pequeño poso de esperanza continúa subsistiendo dentro de su corazón. Así, cada mañana al levantarse, una misma primera orden palpita en su cerebro a modo de deseo: “poder escribir una frase que le conmueva”.



* YO-YO

Creía que el dolor disminuiría a medida que se difuminaran los recuerdos, y tenía razón pero, había ciertas cosas que se resistían a desaparecer. Aún cuando le engañaran con cortos y esperanzadores períodos de ausencia, siempre terminaban volviendo; una foto encontrada al poner orden en el escritorio, una canción que sonaba mientras tomaba el desayuno, el rastro callejero de un perfume antaño familiar, o el rencuentro con una vieja amistad común, era más que suficiente para que la nostalgia empañara su ánimo, y los viejos episodios se fijaran en su mente como postales. Por si fuera poco, debía disimular ante su esposa. No por amor, sino por miedo; por miedo a herirla, a que descubriera el desengaño, a que intuyera que la eligió porque era una alternativa medianamente satisfactoria, y a que, finalmente, cayera en la cuenta que se casó con ella porque no tenía pasado.

Su vida se había convertido en algo tan ordinario, limitado e insípido, que ya sólo se conformaba con subsistir. Para ello, apenas precisaba nada. Le bastaba, únicamente, con no ser un malagradecido.

-------------------------------------------------------------------

domingo, 19 de septiembre de 2010

Negatividad

Dotado de una naturaleza predispuesta a la metafísica y las supersticiones, solía pasear cuando no encontraba la inspiración, creyendo que el pensamiento aireado y el ejercicio de sus piernas le llevarían hacia ella. Sin embargo, últimamente, eso se había convertido en un pretexto para abandonar por un rato su lúgubre apartamento. Tenía la certeza de que, de alguna forma, una energía negativa se había metido en el interior del mismo, y se expandía, lenta pero inexorablemente, hasta colonizar todas las estancias de la vivienda. Ésta debía ser la causa por la que, de un tiempo a esta parte, se resintiera cada vez más su capacidad para escribir algo digno, para pensar y crear , además de encontrarse siempre cansado y de pésimo humor. ¿Sería acaso una demoníaca posesión de efectos desmoralizadores y paralizantes? ¿No habría alguien que, envidioso, le hubiera “enviado” esa negatividad en un deseo por destruirlo?. Sopesando el problema, llegó a la conclusión de que tenía dos claras y recurrentes posibilidades de acción: acudir al psquiatra, o buscar a un cura para que bendijera la casa.
Al final, indeciso, se decantó por una tercera: pintar las paredes de blanco.

------------------------------------------------------------------

viernes, 3 de septiembre de 2010

Brevedades pretéritas; última entrega

* HIPÓCRITAS

Tras mi separación, fui insensiblemente apartándome de algunas personas (de poca valía, dada la condición mercenaria de su supuesta amistad). La decisión aplicada fue buena para mi alma, porque la depuración de esos seres indeseables, e irredimiblemente mediocres, supuso eliminar a molestos testigos de un pasado que yo quería borrar a toda costa. Ocasionalmente, alguno de ellos me telefonea para pedirme algo. Invariablemente, los mando a paseo.


* VACÍO

Estaba convencido de que si dentro de los límites determinados en los que se movía, ningún cambio de verdad se mostraba viable, entonces, debería traspasar dichos límites. Sólo, que no sabía cómo hacerlo. Tal vez lo que le hiciera falta fuera un éxito, una rotunda victoria que sirviera como locomotora de arrastre. Mientras esta llegaba, no sabía cómo, ni cuándo, ni de qué manera, no le quedaba más, a falta de valor para encarar un radical viraje en el rumbo de su existencia, que sobrellevar, como mejor pudiera, su dolorosa protesta contra todo. Y así pasaba los años, entregándose a piruetas metafísicas, y centrifugando ideas de difícil aplicación hasta morir, sin objeto, un día cualquiera dictado por la casualidad.


* ESPERANTE

El no se había tomado un año sabático, sino toda una vida. Insensible a cualquier dolor que no fuera físico, vivía adormecido en una larga caída, aferrándose a una pragmática propensión al olvido, mientras aguardaba la llegada de esa crisis terminal que pusiera término a su existencia plagada de carencias. Sin embargo, una leve esperanza latía involuntariamente en lo más recóndito de sí mismo, ésa que le hacía esconder, de cara a todos, un preciado tesoro llamado “expectativa”.


* DIVERGENCIA MARITAL

Anselmo Carrascosa pertenecía a esa categoría de personas que al casarse, empeoran. De tres años a esta parte, había perdido cabello, aumentado varias tallas, y sus movimientos se tornaban cada vez más lentos y torpes. Era como si sus antaño nuevos horizontes vitales hubieran sido relegados al olvido en el momento que dijo: “sí, quiero”. Por el contrario, su esposa estaba cada día más hermosa y resplandeciente, lo que acentuaba la brecha que se había abierto entre ambos.

Hechos ulteriores acelerarían aún más este avance en direcciones contrarias. Así, mientras él sucumbía a una terrible enfermedad, cuya sola mención resulta tabú, ella, rejuvenecida, gozaba del joven cuerpo de un muchacho que podría ser su hijo.

---------------------------------------------------------------------

martes, 31 de agosto de 2010

Sigo escarbando en los cajones

* QUÉDESE EN CASA

Resignado ante la vida, refrenaba sus impulsos por miedo a hacer el ridículo (como si no lo fuera frecuentar la barra de los bares nocturnos en espera de que alguna mujer se fijara en él). Su rostro sanguíneo, en el que resaltaba una nariz prominente y unos ojos hundidos en sus cuencas, no lo convertían en un nombre atractivo de manera alguna. Para colmo, su peinado recordaba obsoletas modas, como su vestir y su manía de tratar a los demás de usted. Pero lo peor, con diferencia, era su torpeza para entablar relación con cualquiera, evidenciando patológicas incapacidades sociales. Agarrándose a la esperanza que, con rotunda certeza, es lo último que se pierde, acudía todas las noches a un par de locales en busca de eso que él mismo llamaba “la mujer de mi vida”. ¡Cómo si la fuera a encontrar en esos lugares!...¡Cómo si le fuera a resultar fácil con esa cara...!


* MAMÍFEROS

Todos los clientes babeaban por ella. Aparcaban sus coches de alta gama a la puerta del bar y se enfrascaban en disertaciones sobre la importancia de sus trabajos, con la esperanzadora intención de que los escuchara y quedara impresionada. Yo, por el contrario, era el único que no babeaba. El único que se acercaba andando hasta el local. El único que no hablaba. El único que transmitía indiferencia. Herida en su orgullo y afectada por la excepción, se esmeraba en tapar mi campo visual, poniéndome su escote delante, y obligándome a volver mis ojos a la lectura.


* LOCUTOR

Una noche , tumbado en la cama, y escuchando la radio que descansaba sobre la mesita de luz próxima, las siguientes palabras llegaron a mis oídos: “siempre hay que seguir mientras uno no esté muerto”. Pensé que ese tipo tenía razón, hasta que más tarde, iluminado en un receso de la penosa carga de monotonía y nebulosa mental que me perseguía con éxito desde hacía tiempo, me pregunté a mí mismo (acaso a mi subconsciente);¿seguir ádónde?. Desde entonces, trato de recordar cómo carajo se llamaba.


* LO MÍO ES DIFERENTE (LO DE UNO, SIEMPRE LO ES)

La camisa negra y el fino bigote indicaban a las claras su carácter retrógado y oscurantista. Bajo su apariencia de santurrón (misa diaria y confesión semanal) despotricaba a diario contra los inmigrantes, los homosexuales (más bien, putos), el divorcio y todos esas asuntos que tanto fastidian a los individuos que, como él, llevan la intolerancia por bandera. Era de esos que se quedaban mirando cuando veía a una mujer al volante o a un negro acompañado de una blanca y que consideraba subversivos a periodistas y gente del mundo del espectáculo o las artes. Se llamaba Leandro Pineda Hinojosa y murió hará unos cinco años. Poco queda de él, salvo unas fotografías y una hija; de piel oscura y pelo rizado.......como el padre.

---------------------------------------------------------------

jueves, 26 de agosto de 2010

Más brevedades rescatadas del mismo cajón

* ME MUERO (último fragmento del Diario del escritor Jákob Steinschneider)

Trieste, 14 de agosto de 1994

En mis nocturnos recorridos por las calles del barrio trato, vanamente, de serenar las traicioneros vaivenes de mi espíritu y mi cerebro perturbado. El exasperante transcurso del tiempo, estéril y nada piadoso con mis necesidades, me aboca a un tedio tenaz y dañino, una suerte de veneno que garantiza una muerte lenta. Ya no consigo ocultar a mi propia conciencia las zonas de la realidad que tanto me asustan e intento evitar a toda costa. Los demonios del pasado, esos contra los que luché durante tanto tiempo, han sobrevivido a pesar de todo y están aquí, más vivos que nunca. No me queda apenas destino sino tragedia. Días contados de una vida fundamentada en la mentira y el engaño tras los que la verdad se oculta.
Amores extinguidos, incumplidas promesas y la negación lejana de los sueños, es mi penoso bagaje existencial. Un material amargo rendido al trémulo gatillo de esta pistola...

- Cuatro días después de escribir estas líneas, se voló los sesos de un disparo. (Ficción)


* COSMOPOLITA

Era lo suficientemente inteligente para no preguntarme en qué pensaba pero, lo mínimamente curiosa para no dejar pasar por alto mi expresión pensativa.

- ¿ocurre algo, Marcos?
- Vos sos ashkenazí de ascendencia bielorrusa, alemana y holandesa. Yo, sefaradí de orígen español, portugués, italiano y turco. Y los dos acabamos de amarnos sobre una cama de madera de Indonesia en un barrio de Buenos Aires….me estaba preguntando si a las personas nos une el destino o la casualidad….
- Tal vez el destino resulte la más poderosa de las casualidades – apuntó Liliana
- Tal vez….


* ACASO MÁS TARDE

La conocí demasiado pronto. Cuando no tenía nada que ofrecer y no vislumbraba otra senda que la soledad. Antepuse entonces mi lado canalla a mi pretendida sabiduría y, en consecuencia, no se me ocurrió otra cosa que abandonarla, sin miramientos e insensible a sus fragilidades. Hoy, pasado tanto tiempo, olvidarla sigue siendo un gran desafío

-------------------------------------------------------

viernes, 16 de julio de 2010

Brevedades rescatadas de un cajón

* DEPENDENCIA:

Pasados casi tres años desde el divorcio, aún extrañaba el sexo de su ex mujer; ése lugar geométrico donde vertía todas sus angustias.



* EXTERMINIO:

Mi madre cosía las obligatorias estrellas amarillas en nuestras ropa, mientras todos callábamos y dominábamos lágrimas de rabia y vergüenza. Hoy, pasados tantos años, sigo recordando lo que entonces dijo mi padre: "No os preocupéis hijos, de esto no se muere". Pobre padre ! ¿de qué has muerto, entonces?.



* FAUNA DE OFICINA:

1.Manuel. 46 años, soltero, habitual lector de Marca y forofo del Atlético de Madrid. Se dedica con ahínco a la cría de canarios y todavía sería virgen si no pagara. Últimamente le da por las prostitutas eslavas, y el desayuno andaluz; pan tostado con tomate triturado y aceite de oliva.

2.Mónica : 38 años pero aparenta cincuenta. Casada con un cantante de orquesta, es con casi toda seguridad cornuda . Desea, a toda costa, quedarse embarazada de ese hombre que tanto la respeta (apenas la toca). Se las de entendida en literatura porque lee mucho, pero sus lecturas no van más allá de los libros que compra en la sección de saldos del Carrefour

3.Esteban: 50 años. Comunista. Añorante de sus tiempos de hippy, lleva los mismos vaqueros de lunes a viernes, tararea canciones de flores, amor y mariposas y se desplaza a bordo de un cochambroso escarabajo amarillo. Separado de una inglesa, tiene un hijo que no habla ni papa de español.

4.Juan Luis (el jefe): 42 años y un largo recorrido como pijo prematuro. Casado con una azafata de familia burguesa, odia que le recuerden los orígenes labriegos de su olvidada familia. Fiel a la impostura, está orgulloso de su melenita jerezana empapada en gomina, se declara fanático de los polos de marca, las camisas hechas a medida y las chaquetas Príncipe de Gales. Colecciona relojes y los sábados juega al golf (llueva o no llueva). En las cenas, tras catar el vino, repite invariablemente el mismo comentario: "mmm, está afrutado", se trate de blanco o tinto, crianza o reserva.


* FEOS:

Mi primo y yo desayunábamos plácidamente en el comedor de un coqueto y céntrico hotel lisboeta, cuando nuestra soledad se vió ultrajada por el trajín de un montón de turistas aparecidos de golpe.
- ¿Te díste cuenta de lo feos que son todos? - me preguntó intrigado
- es que hay una ponencia de feos - respondí con lo primero que se me ocurrió
- Ah, ya entiendo...y éstos hacen de figurantes ¿no?.



* PRESENCIA:

La odiaba. Ella lo había olvidado fácilmente y él, por el contrario, no iba a poder olvidarla en lo que le restara de vida. Semejante desequilibrio, le dolía más que ninguna otra injusticia padecida.

------------------------------------------------------------

viernes, 9 de julio de 2010

Encuentro en Madrid con la Innombrable

Me sorprendió que mi amigo Silvio me citara en aquel lugar. En especial, porque nos habíamos visto el día anterior, y otras dos veces más desde mi reciente llegada a Madrid, apenas seis días atrás. Sin embargo, no sospeché lo que se avecinaba, y me personé en el Café del Temple a la hora convenida.
El local, era uno de esos espacios grandes y pretenciosos, que conjugaba una gloria pasada a base de artesonado policromado, tarima de oscura madera noble y una barra decimonónica en la que predominaba el azulejo, con un modernismo traducido en colores vivos, afiches acrílicos en las paredes y una luz tan excesiva, que le daba a uno la impresión de estar en un laboratorio. Pero yo no estaba allí para disfrutar del entorno, sino para charlar con un amigo. Un amigo que venía con retraso, así que pedí un whisky en cuanto la camarera se acercó hasta mi mesa. Tomé un sorbo, luego otro, y volví a consultar inquieto mi reloj. Pasaban ya diez minutos y la paciencia no fue nunca uno de mis valores, así que me obligué a serenarme entreteniéndome en borrar mensajes y llamadas de mi celular. Cuando terminé, apenas dos minutos más tarde, me encontré con la visión de mi ex pareja, ésa a la que no me gusta llamar como la bautizaron sino como la Innombrable, sorteando sillas y dirigiéndose hacia mí. Me acordé entonces de Silvio y de su árbol genealógico entero, comenzando por su santa madre y terminando por su bisabuelo el cafiolo, mientras ponía mi mejor cara de póker cuando voy de farol. Al momento la tuve parada a mi vera, poniéndome una mano sobre el brazo y plantándome un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios. No se lo devolví, pero sonrío de todas formas.

- Te veo muy bien – fue lo primero que me dijo nada más tomar asiento
- Será porque estoy cerca – contesté irónicamente, reparando en las patas de gallo alrededor de sus ojos y ciertas marcas de expresión que marcaban sus carrillos y fruncían el contorno de su boca
- Tienes que perdonar a Silvio. Fui yo quien lo obligué a que hiciera de intermediario. Te conozco muy bien para saber que, de otra forma, éste encuentro no se habría dado – se excusó

Yo ni siquiera la miraba, y me maldecía por no haber tenido el valor de salir corriendo nada más verla. Sabía que no debería estar ahí y que no me aportaría ningún bien jugar una partida de un juego que no me seducía. Por el contrario, ella parecía tener ganas de hablar, y buscaba atrapar mis ojos en su mirada a cada gesto o palabra que pronunciaba.
- ¿Qué piensas de que estemos aquí? – preguntó decidida
- Nada, no pienso nada
- Está bien, te lo voy a preguntar de otra forma ¿Te duele esta situación?

No me dolía, pero me molestaba su tono sobrado, y aquella puesta en escena de un guión sin duda meditado y ensayado anteriormente. Por eso contenía mis ganas de espetarle un “andate a la reputa que te parió” y largarme sin volver la vista atrás. Tenía que luchar contra mi paciencia y no dar la impresión de guardar rabia o reproche por lo sucedido entre nosotros. Habían transcurrido más de cuatro años desde nuestra separación, y hacía mucho tiempo que ya no pensaba en ella.

- No, no me duele, pero no le encuentro el sentido – respondí francamente, con un deje de indiferencia
La camarera nos interrumpió y yo aproveché para pedir otro whisky. La Innombrable, un Ginger-ale. Luego, retomamos el diálogo.

- Te voy a ser sincera. Me fui porque contigo no veía futuro. Juntos nos estábamos estancando, y necesitábamos sacar fuera de nosotros lo mejor que atesorábamos dentro. Acuérdate que tú casi ni escribías por esa época y yo, tenía que embarcarme en un proyecto que nunca hubiera abordado estando a tu lado.
- Mirá, flaca, la verdad es que no sé porqué me contás todo esto. Ni te pedí explicaciones entonces, ni lo voy a hacer ahora. También te recuerdo, que me comunicaste nuestra ruptura por fax, así que no entiendo qué carajo andás buscando

Durante unos segundos no dijo nada, y se me quedó mirando, calibrándome y encajando el golpe recibido. Pero, de inmediato, volvió a la carga:

- Fuimos felices, y tú lo sabes. Lo malo es que la realidad nos pasó por encima y no supimos hacerle frente. No estábamos preparados…ahora, en cambio, tenemos experiencia y sabemos lo que queremos, y a quien no queremos. Es hora que dejemos de buscar en otras personas lo que una vez encontramos y perdimos… Yo te quiero, y sé que fue un error dejarte, por mucho que me quisiera engañar a mí misma y tuviera una hija con otro hombre...y creo que tú también me quieres. De hecho, no has tenido estabilidad desde que estabas conmigo…

Tuve ganas de replicar pero pensé que no valía la pena, así que me mordí la lengua, y di la callada por respuesta.

- Ya no somos unos niños Guido…yo ya monté el gabinete que pretendía, y me va muy bien y vos por fin publicaste tus libros…Además, mi padre está buscando a alguien que se ocupe de parte de sus negocios, ¿y quién mejor que tú?, que no sólo eres listo sino también honrado

Ahí ya no pude aguantarme más y salté, esforzándome en no alzar la voz

- ¡Mirá vos, ahora resulta que el judío no era tan malo como pensabáis¡. Decime; ¿me estás cargando, o dejaste la medicación? ¿O acaso tenéis tan poca vergüenza en tu familia que queréis comprarme?
- Démonos otra oportunidad, Guido – susurró tomándome una de mi mano entre las suyas y cambiando de tonalidad – sin rencores, dejándonos llevar únicamente por lo que sentimos. Tengamos ése hijo que quisimos tener entonces, trabajemos juntos, vivamos de verdad y seamos felices. Nadie se lo merece más que nosotros...
- ¿Querés que te diga lo que pienso?
Asintió con la cabeza y me apretó más fuerte la mano
- Pues mirá, lo único que te voy a decir, es que si sé que ibas a pagar vos, hubiera pedido un whisky más caro. Y ahora, guapa, si me disculpás te dejo porque, ni doy segundas oportunidades, ni me dejo comprar, aún cuando la oferta venga de alguien a quien quise tanto como a vos – sentencié soltándome y poniéndome en pie.
- Pero…- balbuceó, desconcertada

No la dejé seguir. La corté con un gesto y enfilé la salida, sin despedirme siquiera y con unas ganas imperiosas de alcanzar la calle y fumarme un cigarrillo...otra de esas cosas que también tenía olvidadas.

--------------------------------------------------

domingo, 4 de julio de 2010

Italiana

Por aquél entonces, yo todavía vivía en Madrid, mi pareja se había largado (sin dar explicaciones, ni yo pedírselas) y los días se sucedían con una negritud uniforme, acorralándome en el desánimo y gangrenando mi visión de la realidad. Estaba totalmente abatido por el remordimiento, y me esforzaba para poder mantener la dignidad y el deterioro dentro de unos límites tolerantes: me duchaba cada tres días, afeitaba cada siete, evitaba el peine, comía básicamente alimentos enlatados, no leía, fumaba como un carretero, bebía más de lo habitual y sólo me permitía dar largos paseos, no por gusto, sino para poder soportar la angustia. Ante tal panorama, donde un cálido dolor se había aposentado en mi interior con intenciones de huésped sin prisas de desalojo, llegué a temer una escalada que me hiciera traspasar el umbral de la cordura y caer en la insania. Afortunadamente, no llegué a tanto. En parte, gracias al apoyo de mi siempre cercano primo Amadeo y de un par de amigos, cuyas doctas y vivaces conversaciones sirvieron de bálsamo para mi lastimado ánimo. Pero sobre todo, debido a la inesperada aparición de una muchacha italiana llamada Oriana Ronchi.

Una buena noche, regresando de uno de mis largas caminatas, me dio por entrar en una pizzería argentina. Había sucumbido al súbito deseo de mimarme un poco, por lo que tomé asiento a una mesa y pedí empanadas de carne, pizza margherita y una botella pequeña de vino. Mientras esperaba a que me sirvieran, reparé en una linda chica ubicada a unos cinco metros de donde yo estaba. Por alguna razón la identifiqué como italiana, y esto despertó mi interés por ella (quien me conozca sabe lo mucho que me gustan las transalpinas). Lógicamente, ella se dio cuenta enseguida, pero no se sintió turbada, sino más bien lo contrario: me devolvía las miradas, con una sonrisa y una casi inmediata bajada de ojos. Mantuvimos esa dinámica durante un buen rato, hasta que llegó la hora de los postres y me acerqué a un expositor refrigerado a ver qué pedir como dulce remate de la cena. Casi me había decidido por el tiramisú, pero también miraba goloso un suculento bizcocho de chocolate con relleno de dulce de leche, cuando noté una presencia detrás de mí. A través del reflejo del cristal pude comprobar que era ella, y me volví de inmediato, avergonzado como un nene sorprendido en alguna falta.

- Discúlpame, no quería asustarte – se excusó de inmediato, en un castellano correcto pero de inequívoco acento italiano
Sonreí como un idiota y apenas pude balbucear algo:
- Noo, no es nada
- ¿Qué me recomiendas? – me preguntó, sonriente y simpática, señalando los postres con la cabeza
- Bueno, dado que sos italiana, y el tiramisú seguro que lo tomás a menudo, te aconsejo la torta argentina de chocolate con dulce de leche
- ¿Tú eres argentino?
- Sí, soy de Buenos Aires – respondí, fijándome en su lacio pelo castaño, la suavidad de sus rasgos faciales y el verde gatuno de sus ojos
- Yo soy de Venezia
- Ah, mi familia es de cerca; mi madre de Padova y mi padre, de Modena – confesé en un pobre italiano

Se sintió verdaderamente sorprendida por mi origen familiar, acentuando aún más su asombro cuando le dije mi apellido. Hablamos, como no podía ser de otra forma, del “Jardín de los Finzi-Contini”, de otras obras de Giorgio Bassani, así como también de la versión cinematográfica que del célebre libro había realizado Vittorio de Sica, y que le valió el Oscar a la mejor película extranjera en 1971. Luego, considerando que aún teníamos que consumir nuestros respectivos postres y que resultaba incómodo continuar charlando de pie, la invité a sentarnos y compartir otra botella de vino. Aceptó de buen grado, y prolongamos la sobremesa en animada conversación. Me contó que era pintora y que sus cuadros se cotizaban a la alza. Yo apenas si conocía nada de moderna pintura italiana, pero salí dignamente del paso citando a Adriana Pincherle (hermana de Alberto Moravia), cuya obra había yo admirado durante un pasado viaje por Italia. Mientras dialogábamos, me di cuenta de que no sólo ella era de mi gusto (no hay más que verla para darse cuenta que es del gusto de cualquiera) sino que yo tampoco le resultaba indiferente. De ahí, que le propusiera continuar la velada en un coqueto y decimonónico café cercano. Por el camino, me fue revelando que había venido varias veces a España, y que estaba parando en casa de una colega de profesión; un señorial edificio del barrio de Chamberí a cuya puerta la dejé un par de horas más tarde.

A partir de esa noche, no dejamos de vernos durante los siguientes 18 días. La llevé a Toledo, Ávila, Lisboa y Sevilla. Le mostré museos de la capital que ella no conocía, como el Cerralbo o el Sorolla. Visitamos restaurantes, iglesias y también acudimos al cine y el teatro, hasta que finalmente llegó el día de su partida y acompañé hasta el aeropuerto, quedándome como un idiota contemplando cómo el avión agarraba altura y la llevaba lejos.

Durante los dos años posteriores que pasé en Madrid, fui a verla una vez, y ella vino otra, intercambiamos muchas llamadas de teléfono, mails e incluso cartas, tan ridículas éstas como sólo pueden serlo las de amor, o lo que fuera lo que nos unía. Después, yo retorné a Buenos Aires y nuestro contacto se enfrió, a causa de lo de siempre: el tiempo y la distancia. Sin embargo, todavía me acuerdo a menudo de Oriana, y no descarto un viaje a Italia en un futuro próximo, o invitarla a venir a visitarme a casa. ¡Quien sabe! tal vez volvamos a encontrarnos algún día porque, después de tantas vueltas, estar entre sus piernas se me antoja uno de los mejores lugares del mundo. Al menos de los conocidos, y acaso, el que yo me merezco.

-------------------------------------------------------------

miércoles, 23 de junio de 2010

Sobre el Zurdo Villalta

Berruti se unió al grupo, formado por don Jaime, Fernández el joven (para diferenciarlo de su padre) y un sesentón llamado Ortega. El domingo se estaba apagando, y el cuarteto ocupaba una mesa del fondo, tomando cerveza y escuchando las historias que narraba el viejo. A éste, le gustaba contarlas y, a los otros, escucharlas.

- ¿Así que usted no sabe quién fue el Zurdo Villalta? – preguntó don Jaime dirigiéndose al más joven - ¿qué les parece? – añadió mirando al resto con una sonrisa
- A mí me parece que el pendejo ni había nacido – terció Berruti, atento a la reacción de Ortega, que se limitó a mover la cabeza

El anciano se quedó callado unos instantes, llenó los vasos que estaban vacíos y prendió un cigarrillo antes de arrancarse, con lentitud, y entrecerrando los ojos para atraer mejor los recuerdos:

- El Zurdo Villalta... era un morochito originario de una villa cercana a Ciudadela. Uno de tantos chicos pobres sin más futuro que sobrevivir día a día en medio de un entorno sumamente hostil, donde la pobreza era un mal menor comparado con otros como la violencia perpetua o el abandono. En su caso particular, tuvo que aguantar a un padre maltratador que los fajaba a todos, no sólo a la madre y que una mañana desapareció para no regresar nunca. Casi fue una bendición, sino llega a ser porque a partir de ahí el Zurdito tuvo que madurar de golpe y hacerse cargo de su vieja alcohólica y tres hermanos más pequeños. Imagínese, con once o doce años, y semejante panorama existencial, lo que no hubo de hacer para sacar adelante a los suyos: robó, traficó con drogas, se prostituyó y quién sabe qué más…Afortunadamente, el pibe era un mago con la pelota en los pies y una santa tarde, el destino le hizo un guiño inesperado que cambiaría su vida; quiso que el ayudante del director técnico de Vélez, pinchara una rueda justo delante del potrero donde el zurdito estaba jugando un partido con los amigos. El flaco se quedó tan impresionado al verle, y mirá que la situación era más propicia para cambiar la rueda rápido y salir rajando de ahí que cualquier otra cosa, que al rato se acercó a hablar con él. Los términos de la charla, sólo los supieron ellos pero a la semana, Villalta ya entrenaba con las divisiones inferiores de Vélez. A partir de entonces, empezó a subir como un tiro, y con apenas diecisiete años, debutó en primera, marcando un gol a Huracán, en cancha de éste último. Después de esto, vinieron los buenos contratos, la guita y, finalmente, terminó recalando en uno de los grandes: en River, de donde apenas llegado, lo convocaron para jugar con la selección nacional. Como el sueño americano, pero en el culo del mundo ¿vió?. Y no era para menos porque yo, que lo vi jugar, le puedo asegurar que Villalta era un virtuoso con la pelota, y eso que el físico no lo acompañaba mucho. Más bien nada; petisito, chueco, pero rápido como el correcaminos…
- ¡Y cómo gambeteaba el guacho¡ - intervino Ortega – el tipo hacía siempre la gambeta por el mismo lado, pero aún así, no había forma de pararlo. Le tenías que dar con un caño…Para mí, fue uno de los mejores extremo izquierdo que tuvimos nunca
- ¿Se acuerdan de aquel gol que le metió a los brasileros del Santos tirando de chanfle casi desde el córner? – preguntó entusiasmado Berruti
- Y, claro, cómo te vas a olvidar de algo así… ¡Esos goles se ven sólo una vez en la vida¡ - respondió don Jaime - ¿Y qué me cuentan del que le metió a los yoruguas en una Copa América agarrándola casi de media cancha y sacándose de encima a cuanto oriental le salió al paso hasta tirársela por arriba al arquero?
- ¡ Fue espectacular aquél golazo ¡. Para que luego salte el boludo de turno y te diga que antes los goles eran en blanco y negro. ¡ En blanco y negro las pelotas ¡ ya me gustaría ver a estos tilingos de hoy, que juegan engominados, o no se qué carajo se ponen en el pelo que siempre les brilla, metiéndola como Villalta y los de su quinta…- dijo Ortega
- Tenías que haberlo visto, pibe - retomó la palabra el viejo – ¡ qué fenómeno ¡ hubiera pasado a la historia por la puerta grande, si lo hubieran respetado las lesiones…pero, la suerte se le volvió en contra, y con 26 años se tuvo que retirar por problemas de rodilla. Tenía una dolencia crónica que, a cada paso lo estaba apartando de la cancha, hasta que no tuvo más remedio que dejar el fútbol. Desde ahí, le fue todo como el tujes, y terminó en la ruina más absoluta. Para empezar, antes no pagaban las barbaridades que ahora ¿vió? y también se gastó un montón de plata en abogados, porque sus hermanos entraban y salían de la cárcel a cada paso. Súmele a esto los constantes asados que hacía para los villeros más lo que se gastó en vicios, y es fácil de entender porqué terminó en la miseria en pocos años.
- Y…cuando no hay cabeza, no hay nada que hacer – apuntilló Berruti – ya se sabe cómo son estos negros
- Sí, pero nadie se imaginaba que iba a tener tan trágico final…- adelantó Ortega
- ¿Qué pasó? ¿cómo terminó? – preguntó ansioso Fernández el joven
- Terminó muy mal, peor de lo que cualquier hubiera pensado. Resulta que, como venía contando, el morocho se arruinó, y volvió a caer en la prostitución; al principio como puto medio de lujo, aprovechando el tirón de la fama que aún mantenía, pero de a poco, se fue hundiendo en la sordidez, para acabar alquilándose en los parques, autos o cualquier miserable estación de microbuses. Dicen que se drogaba mucho, y puede que tengan razón. Yo lo me crucé un día por Santa Fé, y daba lástima verlo; llevaba unos shorts cortos de color amarillo canario, una musculosa rosa y el pelo largo, desprolijo, teñido de negro azabache. Tenía los labios mal pintados, y al darse la vuelta, me fijé que en la coronilla tenía una pelada tipo fraile que a duras penas conseguía disimular…Estaba muy avejentadado, y aparentaba como cincuenta años, aunque no tuviera más que treinta y monedas
- ¿Y, don? ¿entonces qué pasó?¡ Cuénte, cuénte ¡ - urgió nuevamente el muchacho
- Dígame, joven ¿usted para todo es tan impaciente? Míre que el apuro, para algunas cosas no es nada bueno…
- Vamos, don Jaime, no se me vaya por las ramas…
- Está bien, está bien, no se me caliente que ya acabo. Como le decía, Villalta terminó de puto barato. y un día lo encontraron muerto en el bosque de Palermo, con los pantalones bajados y el cuerpo destrozado a golpes; le habían dado una paliza y violado con una raqueta, según dictaminó el forense y confirmó la posterior investigación policial. Los asesinos, resultaron ser tres hinchas de River, que después de un partido, se pusieron en pedo con vino barato y decidieron divertirse sacudiendo a un travelo. Se ve que no lo reconocieron, o que se les fue la mano, o quizás se ensañaron con él porque les dio bronca que una figura como había sido Villalta cayera tan bajo. Nunca lo dijeron, y la cana tampoco se tomó muchas molestias en averiguarlo. Mandaban los milicos, y esas cosas se tapaban, no fuera que en el extranjero se pensaran que los argentinos éramos una manga de degenerados…
- ¡Qué hijos de puta¡ ¡qué hijos de la gran puta¡ - exclamó con bronca Fernández
- Bueno, y ahora que ya se le pasaron las prisas, se va a acercar al mostrador a pedir una cerveza grande y unas empanaditas, que de pronto, el apuro nos entró a nosotros, los viejos

Fernández el joven obedeció y enfiló camino mientras resto del grupo lo contemplaba divertido, haciendo bromas a su costa y fumando hasta que volvió con el pedido; el último de aquel domingo tan anodino.

--------------------------------------------------------

jueves, 17 de junio de 2010

Tanguero

- Sí – dijo el viejo – yo tuve la suerte de conocer a Jorge Rosenthal, o Jorge Ros, como era conocido por el gran público, y también fui uno de los últimos privilegiados en oírle cantar.

Debió de ser más o menos principiando los setenta, no me acuerdo con exactitud del año. A mí edad los números bailan ¿sabe?, así pongámosle que fue en el 71 o el 72. Como mucho, en el 73. Fíjese si hace tiempo, que yo por entonces hasta era joven, o casi. Bueno, dejémonos de nostalgias, el caso es que en aquellas fechas, era asiduo del Café Siena ¿lo ubica?. Noo, ¡ qué va a ubicar si desapareció hace años ¡. Estaba en la esquina de Díaz Vélez y Acoyte, a poco más de cuatro cuadras de acá, y sin dejar este lado de la calle. Bah, tampoco se crea que se pierde gran cosa…era un boliche de tantos; con unas mesas de fierro, una larga barra de zinc y unos mozos gallegos que se movían rápido y no ahorraban en buenos modales. Tenían muy buena onda, todo lo contrario del dueño, un petisito calabrés mal encarado, que no te regalaba un buenas noches ni que corrieras detrás de él con un cuchillo para caparlo.

Bueno, cómo le venía diciendo…yo iba para allá casi todas las noches, en cuanto terminaba de cenar y lavaba los platos, me sentaba a una mesa, pedía un cafecito, una copa de grappa y sacaba mi libreta y una lapicera a ver si así se me acercaba alguna musa para susurrarme alguna historia. No venían ni en pedo, claro, pero yo todavía era un iluso. Había publicado un par de cuentitos en una revista literaria, y pensaba que iba a convertirme en uno de los nombres consagrados del género. Me mató la vanidad, ¿vió? Como a tantos…menos mal que tenía un laburo seguro en un banco, porque jamás publiqué libro alguno, y aparte de esa mínima aportación al arte de la escritura, me tuve que contentar con leer lo que escribían otros. Pero a lo que iba, que me estoy yendo por las ramas, como los monos ¿vió?. Una noche, recuerdo que era invierno, el local estaría ocupado por unas siete u ocho personas, sin contar a los mozos. Yo estaba aburrido como una ostra, poniendo más atención a la música de Leonardo Favio que sonaba de fondo, que al libro que tenía entre manos. Nada menos que “Los ídolos”, de Manuel Mujica Láinez. Desde ya que, si no lo leyó, se lo recomiendo; no se va a arrepentir, hágame caso. Retomando… yo estaba a punto de quedarme dormido en la mesa cuando veo que un tipo grandote entra por la puerta.

Tenía que haberlo visto ¡qué pituco el flaco¡ alto, desgarbado, de impecable traje negro con rayitas grises, corbata roja y un pelo a la gomina tan retintado como el fino bigote. Todos los clientes nos quedamos mirándolo como hipnotizados. Yo, porque veía en él a un personaje en potencia. Ellos, porque lo reconocieron de inmediato. A mí, de joven, el tango ni me iba ni venía. Lo consideraba de viejos, así que apenas me sonaba su nombre cuando me lo dijo uno de los gallegos. Pero tenías que ver cómo caminaba el tanguero..¡ parecía un mariscal pasando revista a las tropas después de ganar una batalla ¡. ¡ Qué lo parió, lo elegante era ¡. También es cierto que luego sospeché que, parte de su andar de aquel día, era para controlar la curda que traía jajaja. Venía medio mamado, y se terminó de mamar del todo en el Siena. Me acuerdo que pidió una botella de vino blanco y la fue bajando de a poco, sin apuro y sin pausa, pegándole parejito. Según supe más tarde, aquella noche lo había dejado la que fuera gran amor de su vida, una actriz de medio pelo y muchas pretensiones de la que hoy nadie se acordaría ni fuera por él. Rosita Marshall se llamaba la turra. En fin…el caso es que se le acercan los dos gallegos a pedirle un autógrafo y va el tipo y les dice, en voz alta, para que todos pudiéramos oírle: “¿y qué les parece si echan el cierre y les canto unos tangos? Si a estos señores no les molesta, claro”. Ahí me di cuenta de que estaba frente a uno de los grandes. Empezó a cantar, y le juro que se me erizó el vello de todo el cuerpo. A mí y a todos, claro… ¡Cómo cantaba el loco¡. Primero se largó con “Dejala pasar, varón” y luego siguió con “Palomita ¿adónde vas?”, “Nostalgia de Buenos Aires”, “Viejo bandoneón”, “Alma sin manija”, y terminó con “No seas otario”.

Fue una locura, la gente, bueno los cuatro gatos que éramos, puesta de pie, aplaudiendo como si estuviéramos en el teatro Colón y abrazándolo tal que a un amigo que no veíamos en mucho tiempo…El tipo lloraba, devolvía los abrazos y estaba tan agradecido como nosotros, pero yo creo que, en gran parte, era porque tenía el sistema emocional tocado, por la ruptura ¿vió?. No le miento si le digo que es una de las anécdotas más recordadas de mi vida, sino la que más. La mayoría de la gente no tiene una vivencia así en toda su existencia, y a lo sumo, cuenta la de los demás como propias. Para impresionar y hacerse los cancheros ¿vió?. Se ve que con las minas da resultado…¡Ay, Jorge Ros ¡ consiguió que me enamorara del tango, de golpe y sin anestesia…Quién iba a decirle que aquella noche sería la última de su vida, y que la iba a compartir con unos desconocidos…¡ Pobre ¡ Salió de acá tan contento y animado... No sabe cuánto me afectó enterarme al otro día, que un borracho lo atropelló, mortalmente, en Ángel Gallardo con Leopoldo Marechal. Se cree que estaba cruzando, cuando el conductor se lo llevó por delante. Murió en el acto.

¿Y... ¿le gustó el relato? Sí..¿no? bueno, entonces pidame un whisky, que yo voy al baño a darle tregua a mi próstata y le cuento otro ¿oyó hablar del Zurdo Villalta? ¿No? ¿pero de dónde salen los jóvenes de hoy, que no recuerdan ni lo que no vivieron? Ande, vaya pidiendo que enseguida vuelvo. Ya va a ver ¡qué historia...¡

-----------------------------------------------------------

lunes, 14 de junio de 2010

Muy profesional

La cita fue en un viejo café del barrio de Flores. Uno de los dos hombres era un cuarentón, delgado, vestía campera de cuero con jeans gastados y aguardaba sentado a una mesa desde cinco minutos antes de la hora fijada. El otro, frisaba los sesenta, iba de traje y llegó puntual, acompañado de un tipo alto, morrudo y de nariz chata, que se acodó en la barra sin quitarle los ojos de encima a su jefe.

- ¿Es usted Simón? – preguntó el segundo de los hombres al aproximarse a la mesa

El flaco asintió con la cabeza e hizo un gesto con su mano invitándolo a tomar asiento. En el bar no había nadie más que ellos tres, aparte de un mozo somnoliento que, sin embargo, atendió con premura a los recién llegados. Pidieron café, coñac y permanecieron callados hasta que fueron servidos. A continuación, el escolta se puso a leer un manoseado diario mientras los que estaban sentados iniciaron las negociaciones.

- Quiero que haga desaparecer a alguien – expuso directamente el mayor de ambos, antes de añadir – me dijeron que usted es el mejor
- ¿De quién se trata? – inquirió Simón, con una estudiada indiferencia que potenciaba la frialdad natural de su rostro
- Tenga, acá viene todo – respondió el primero, extendiéndole una carpeta plástica con las tapas negras

Simón hojeó brevemente el dossier mientras adivinaba la ansiedad en los ojos del hombre que tenía enfrente. Le gustó la sensación, y la prolongó unos instantes más.

- No voy a preguntarle porqué quiere matar a su yerno, tanto me da. Lo que sí me interesa saber, es porqué no se lo encarga a ése gorila – dijo, señalando al ropero del mostrador con un toque de cabeza
- ¿Walter? Jaja como usted mismo dijo: es un gorila, y a un simio no se le puede pedir que piense, y mucho menos encargarle asuntos de esta índole…y en cuanto a mi yerno, quiero que lo liquide, y le voy a decir la causa principal, porque también hay varias secundarias, aunque no lo haya preguntado: lleva años maltratando a mi hija. Por alguna razón que se me escapa y que tiene más que ver con la psicología que con la lógica, ella lo ama, y busca todo tipo de argumentos para justificarlo. Pero yo ya me cansé de aguantar a semejante miserable. Nunca me gustó ese tipo, así que no quiero perder el tiempo contratando matones para que le den una paliza, porque se que los maltratadores no se curan y, al tiempo, va a volver a sacudirla. Necesito una solución definitiva. Cortar el mal de raíz. No me importa lo que cueste. ¿Qué me dice? … ¿está interesado?
- Cobro por adelantado y, ésta es mi tarifa – contestó Simón, al tiempo que garabateaba una abultada cifra en una servilleta de papel
- Bien
- Entonces tenga el dinero listo y aguarde mi llamada. Y no se preocupe de más; yo ya le voy a aconsejar para conseguirse una buena coartada.

Diez días después de la cita, Simon estacionaba su auto en las cercanías del domicilio de su objetivo. Como todos los jueves, éste acudía a cenar con unos amigos a una parrilla distante a cinco cuadras de su casa, a pie, sin compañía, y atravesando unas veredas oscurecidas por la noche y la frondosidad de los árboles que jalonaban las veredas y amortiguaban la luz de las farolas. Era el escenario perfecto para un crimen.

Simón se apeó del vehículo, para no llamar la atención de algún vecino curioso, y se dirigió caminando pausadamente hasta donde vivía el sujeto. Al igual que en todas las ocasiones previas, en ésta también sintió angustia ante la inminencia de la ejecución. Encendió un cigarrillo y se obligó a fumarlo con calma mientras, desde la vereda de enfrente aguardaba que el tipo saliera por la puerta.
El hombre no se demoró mucho en aparecer, y cuando finalmente lo hizo, al cabo de cinco o seis minutos, Simón pudo comprobar que era más alto y fornido de lo que aparentaban las fotos, aunque concluyó que no hay físico que se banque las balas, sobre todo si quien las dispara es un profesional. El individuo comenzó a caminar con paso ligero, por lo que se vió obligado a dejar sus reflexiones para mejor ocasión. Tiró el pucho al piso y emprendió el seguimiento, manteniendo una distancia prudencial y sabiéndose favorecido por un doble hecho: el ir detrás de la víctima, que lo situaba fuera de su campo visual, y el avance de la noche, que lo oscurecía todo. A lo largo de las dos primeras cuadras, la dinámica se mantuvo inalterable; uno caminando rápido por una vereda, y el otro siguiéndole discretamente por la contraria, un tanto rezagado y sin hacerse notar. En la tercera, sin embargo, las cosas cambiaron, provocando la rápida precipitación de los acontecimientos. Simón cruzó la calle, con la pistola dotada de silenciador apretada bajo la campera, aceleró la zancada y se situó a escasos diez metros nomás. Fue entonces cuando el otro tipo se volvió, de forma instintiva, seguramente al escuchar pasos. Sus ojos se encontraron, sorpresivamente, con un desconocido que sostenía una pistola. Semejante visión le heló la sangre de golpe, pero apenas tuvo tiempo de darse cuenta de más nada: tres sonidos en forma de disparo, sobre entrecejo, garganta y corazón, lo enviaron al más allá sin darle oportunidad de comprender. Su cuerpo chocó contra la pared de una casa, para luego resbalar despacio, como a cámara lenta, bajo la atenta mirada de su ejecutor. Simón miró en todas direcciones, desenroscó el silenciador del cañón y sonrió satisfecho ante una súbita ocurrencia, pero no por ello menos obvia: ¨éste, ya no vuelve a pegar”. Después, desapareció por donde había venido.

miércoles, 9 de junio de 2010

Casi sueca

Por esa época, yo apenas conocía nada de Suecia y los suecos. Lo poco que sabía, es que me gustaba Max Von Sydow, el salmón ahumado, los Volvo, y un par de escritores de apellido impronunciable. Aparte de eso, no soportaba a Bergman, no solía comprar en IKEA, y ni por asomo sospechaba el futuro boom que la literatura de tal procedencia tendría con los años. De ahí que, cuando conocí a Mónica en aquella fiesta y me dijo que era traductora de sueco y su madre oriunda de Goteborg, no supe más que exclamar: ¡ Ah, mirá vos ¡; una expresión tan inocua como recurrente para eludir el silencio y no evidenciar mi ignorancia. Sin embargo, parece que no me quedó del todo mal porque, a partir de ahí, una instintiva corriente de simpatía se estableció entre ambos.

- ¿Y cómo surgió el romance hispano-vikingo? ¿tu madre vino a Benidorm de veraneo y se lió con tu padre, que era un tipo achaparrado, de bañador ceñido y brotado de hirsutismo, tipo Alfredo Landa, que le descubrió la fogosa pasión amatoria de los machos ibéricos? ¿Qué pasó? ¿Qué ella se estaba poniendo colorada como un cangrejo bajo el inclemente sol playero y él apareció con un bote de bronceador, ofreciéndose voluntario para extendérselo?

Mónica no sólo no vió impertinencia en mis observaciones, sino que tuvo que esforzarse para contener una sonora carcajada.

- Nada que ver. Mi padre era ingeniero y se había ido Suecia para trabajar en Ericsson. Ella, por su parte, estudiaba en la facultad y pasaba las tardes organizando los archivos de la biblioteca municipal. Entonces, con la excusa de buscar un diccionario de sueco-español, él empezó a ir por allí todos los días hasta que, finalmente, ella lo invitó a tomar una cerveza en un bar próximo…
- ¿Y…? – la apremié
- Y lo normal; se casaron, se vinieron a vivir a Madrid y tuvieron tres hijos; dos varones y yo, que me llamo Mónica, Mónica Figueras Magnusson, para ser más precisos
- Encantado, yo soy Guido, Guido Finzi

Intercambiamos besos en las mejillas y permanecimos mirándonos unos instantes, calibrándonos, y constatando que la primera impresión siempre cuenta. Si de lejos ella lucía espléndida, con su abundancia de formas adivinada bajo aquel vestido blanco, sin mangas y escotado, de cerca me llamó la atención la sedosidad de sus lacios cabellos rubios, su cutis lácteo y, sobre todo, el singular hecho de que no oliera a perfume, sino a jabón.

- ¿De dónde proviene el apellido Finzi? - inquirió Mónica
- Hay varias teorías, pero yo prefiero la que apunta a que es originario de Faenza, una localidad del Norte de Italia cerca de Rávena. Mi familia seguramente pasó de allí a Ferrara y posteriormente se dispersó por toda la península antes de salir al extranjero porque, como ya habrás adivinado, soy argentino.
- ¿Ah, sí? ¿no me digas? Yo pensaba que eras de Lugo – dijo con sorna

El resto de la noche la pasamos conversando, olvidándonos de nuestras respectivas amistades y de cualquier que no fuéramos nosotros dos, hasta que llegó la hora de despedirnos. Al hacerlo, nos dimos los teléfonos, y yo me comprometí a llamarla a lo largo de la próxima semana. Lo hice, e iniciamos una relación que se prolongó por cinco meses, al término de los cuales ella se fue a cursar estudios a Suecia por un año. Durante un breve tiempo, nos carteamos y mandamos mails, hasta que dejamos de hacerlo y perdimos el contacto, dándose también la casualidad de que, al venir ella en Navidades de aquel año a Madrid para visitar a sus padres, yo acababa de irme a Buenos Aires. No volvimos a vernos, pero aún hay ocasiones en que me acuerdo de ella, como cuando voy a comer una frikadela al bar Estocolmo o mete un gol Ibrahimovic. Pero sobre todo, cada vez que adquiero algún libro de autor sueco y, al abrirlo, bajo el título, leo: “Traducción de Mónica F. Magnusson”.

----------------------------------------------------------

viernes, 4 de junio de 2010

Fantasma (un texto del pasado)

Estábamos en la cama, descansando y recuperando fuerzas después de nuestro último asalto sexual cuando, a eso de las 4 y media, el molesto timbre del celular de Olga nos despertó de golpe. La perspectiva de una trágica noticia nos enmudeció al instante, y dejamos que sonara sin atenderlo, creyendo que así conjuraríamos la supuesta desgracia. Finalmente, al noveno o décimo toque, ella se decidió a atender, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la cómoda, en cuya superficie descansaba el aparato. Apenas comprobada la identidad de la llamada, su rostro se mudó de color, como si la sangre lo hubiera abandonado súbitamente. Rápidamente, me volvió la cara y se encaminó al pasillo, asegurándose que la puerta de la habitación quedara bien cerrada. Me alarmé ante su reacción, y comencé a sospechar algo, sin saber muy bien el qué. Así que, con sigilo, me levanté de la cama y acerqué a la puerta. La abrí apenas un par de centímetros y pegué la oreja al resquicio de la misma, intentando enterarme de qué trataba la misteriosa conversación. Lo que a alcancé a escuchar, fue más o menos lo siguiente:

- Te dije mil veces que me dejaras en paz
- ----------------------------
- Creía que eso ya lo habíamos hablado
- ----------------------------
- No, no, me parece que ya es tarde ¿no creés?
- -----------------------------------
- Eso no es asunto tuyo ¿o vas a decirme que ahora te importa?
- ----------------------------------
- Me da igual lo que vos pensés
- ----------------------------
- No, no y no, dejá las cosas como están
- ----------------------------
- No….no, ya te llamo yo ¿me entendiste bien? , ¡Te llamo yo¡.
¡Cabrón! escupió con rabia antes de cortar la llamada.

Viendo que ya se daba media vuelta para volver al cuarto, corrí de puntillas hacia la cama y me hice el dormido. Ella, absorta en sus pensamientos e intentando contener el llanto, se metió entre las sábanas y se acomodó a un lado, dándome la espalda y guardando silencio. Me sentí tan humillado y furioso ante su cobardía de no compartir conmigo la existencia de otro hombre, aún cuando éste no fuera más que un fantasma del pasado con ánimos de resurrección, que temí pasar el resto de la noche en vela, dándole vueltas al asunto y elaborando todo tipo de extrañas conjeturas.

Afortunadamente no fue así, y en cuanto comprendí que no podía confiar en ella, y que por ende debía redefinir nuestra relación, noté cómo mis párpados comenzaban a pesarme, anunciando el inevitable sueño. Antes de sucumbir al sopor, y a modo de despedida de la consciencia, una última cosa quedó clara en mi mente: si no iba a ser la madre de mis hijos, que fuera la madre de mi placer. Por eso, cuando desperté por la mañana, lo primero que hice, fue echarle un buen polvo.

-----------------------------------------------------

lunes, 31 de mayo de 2010

Tarde madrileña

Temprano en la tarde, llamaron al timbre y me desperté. Dado que aquél domingo yo no esperaba a nadie, no tenía apuro en abrir, así que esperé a que tocaran por segunda vez, no fuera que algún desubicado se hubiera confundido de departamento o un par de testigos de Jehová vinieran a ofrecerme la salvación. Sólo cuando volvieron a timbrar, me levanté y fui a abrir. Resultó ser mi amiga Almudena, una mina a la que conocí apenas llegado a Madrid a través de un amigo en común, Javier, y que tal vez fuera la única amiga que tenía en la ciudad. Le abrí, y aproveché su subida en el ascensor, para adecentarme un poco. Corrí al baño y me eché desodorante, colonia, acomodé el pelo con los dedos mojados, me cambié de camiseta, puse unos mocasines y volví para aguardar su llegada.

- Espero no molestarte, pasaba por aquí y decidí traerte unos de esos bollitos que tomáis los argentinos con el mate – se justificó al verme
- Facturas – especifiqué yo – se llaman facturas
- Eso, facturas. Es que siempre se me olvida

Le franqueé la puerta y mientras la invitaba a tomar asiento en uno de los sofás del comedor, fui a la cocina para calentar agua y poner la comida sobre un plato.

- ¿Te ayudo en algo? – me gritó, sin levantarse
- No, no, vos poné algo de música o la tele, si preferís – contesté, también a los gritos

Entre los dos siempre había existido una atracción sexual nunca resuelta, y yo no quería arriesgar una amistad de años por mantener un tiroteo y despejar esa duda que no era tal. Desde que nos conocíamos, habían sido varias las ocasiones en que estuvimos a punto de cruzar esa frontera que separa a los amigos de los amantes, pero, a la hora de la verdad, me echaba para atrás. Y no era porque no me gustara su menuda figura de curvas insinuantes, su rostro agradable de labios carnosos o sus ojos negros a juego con el pelo, sino porque ella no era mujer para un polvo y listo. Almudena pretendía una relación, y eso era algo que no podía ofrecerle. Nos separaban divergencias muy notorias, que iban desde los gustos literarios (era lectora constante pero nada crítica) hasta ciertas expresiones que ella utilizaba cada tanto, y que sobrepasaban el umbral de mi tolerancia fonética. Además, tampoco me seducían sus conversaciones porque, si bien eran correctas, nunca aportaban nada que nutriera mi imaginación o interés. Sabía, a ciencia cierta, que jamás mantendríamos una charla postcoital en la que ella me contara anécdotas de célebres escritores, historias fantásticas o datos biográficos de singulares personalidades como el capitán Richard Burton, Gardel, Moshé Dayan, o Erik Jan Hanussen. Ni siquiera sobre cine francés, enología o arte medieval. Por eso, para mí, Almudena era una buena mina, con la que tomarte copas en una reunión de amigos, un vermú el sábado por la mañana o acompañarla al Ikea a comprar unas estanterías. Pero nada más. Sin embargo, los instintos no entienden mucho de teorías, y yo no sólo era agudamente consciente lo que se ocultaba detrás de aquella visita suya sino, también, del tinte canallesco que barnizaba mi naturaleza de fogoso macho ariano. Así que debía andarme con cuidado y controlar mis arrebatos. Por mucho que me costara, y por muy evidente que fuese la posibilidad de un acoplamiento carnal inminente.

Con esas perturbadoras ideas en la cabeza, la pava de mate en una mano y el plato de facturas en la otra, regresé al salón. Deposité las cosas sobre la mesita de cristal y tomé asiento, no junto a ella, sino en el otro sofá (la disposición de los mismos conformaba una L). De inmediato comencé a notar que sus ojos se demoraban en los míos, y no vi mejor salida que encender el televisor. La programación me interesaba menos que nada, pero quería evitar la aparición de silencios incómodos y dar pie a una situación comprometida. Llegué a sentir vergüenza de mí mismo ante los irónicos comentarios que soltaba cobardemente ante cualquier imagen de la pantalla cada vez que precisaba
desviar mi mirada de la suya, o abstraerme de la disimulada contemplación de su canalillo asomando bajo la camiseta de tirantes cuando se reclinaba a servirse mate, o agarrar una factura. Pero una de dos: o aparentaba desinterés, o la tumbaba sobre el sofá y le sacaba la ropa. Obviamente, me apetecía lo segundo, pero sabía que de esto último terminaría arrepintiéndome más que de lo primero. Ella, por su parte, comprendía tan bien como yo lo que allí estaba ocurriendo, pero tenía el suficiente orgullo para no tomar la iniciativa y cierto miedo a ser rechazada.

Afortunadamente, el tiempo transcurrió de forma más o menos inócua, y Almudena por fin se despidió hora y pico más tarde. Eso sí, dejándome tan caliente, que volé hacia el teléfono en cuanto ella desapareció por la puerta.

- ¿Hola? – respondieron al otro lado de la línea
- Hola, soy Guido, ¿en qué andás, Natalia?
- Pues nada, estoy haciendo un poco de limpieza
- Me está dando alergia sólo de pensarlo ¿qué te parece si te paso a buscar y nos vamos a cenar? – pregunté, sabiendo que, como siempre, una cosa llevaría a la otra y terminaríamos acostándonos.
- Vale, te espero

Así fue, tal como presagiaba y, una vez más, preferí un polvo ocasional a iniciar una relación con una mujer “como la gente”, que diría mi madre. Y no es que yo sea un frívolo o nada parecido, sino lo contrario, pero busco a mujeres excepcionales y no a las que se me presentan con la única cualidad de ser buenas chicas o estar dispuestas. No sé, probablemente el error esté en mí y no en ellas, o acaso todo se deba a que soy un inmaduro que no se banca el amor. Aunque, para ser sincero, yo creo que todo es más sencillo y la culpa la tiene la vanidad; un vicio terrible que da malos consejos.

sábado, 29 de mayo de 2010

Recordatorio

En estos tiempos, donde el común de los mortales lo olvida todo y le miente hasta a su psicoanalista, quisiera desmarcarme de estas crónicas tendencias y hacer un breve recordatorio de alguien fallecido hace justamente un cuarto de siglo. Se llamaba Jacobo Biale y, años atrás, ocupó un lugar destacado en la narrativa contemporánea argentina, aunque ya casi nadie se acuerde.

Biale nace en Buenos Aires el 27 de Marzo de 1920, en el seno de una familia de clase media de ascendencia ucraniana e italiana. De hecho, el apellido con que firma sus obras era una aleación entre los originarios Bialik, por parte de padre y Vitale, por vía materna. Tras una infancia sin sobresaltos ni hechos destacables, cursa estudios secundarios en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, para posteriormente continuar su formación como estudiante de Abogacía. Obtenida la licenciatura, entra a trabajar en el prestigioso despacho Braun & Peralta (Callao semiesquina Corrientes) gracias a las amistades de su familia con el primero de los socios. Coincidiendo con este hecho, consigue publicar su primer libro: “La muerte versera y otros cuentos” (1945), con el que gana el Premio Sarmiento para escritores nóveles. Dos años más tarde, en 1947, por fin nos llega su primera novela; “El manso”, donde el autor narra las peripecias de un gaucho recién llegado a la capital. En este título, hoy de culto para los bibliófilos, se evidencian los rasgos que determinarían su impronta en ulteriores obras; un ingenio mordaz, la cercanía entre lo trágico y lo cómico, agudas descripciones y un retrato fidedigno de todas las clases y todos los ambientes del Buenos Aires de esos años. Espoleado por el todavía moderado éxito, abandona definitivamente el Derecho y se vuelca en la literatura y el periodismo, aglutinando en torno suyo a un puñado de jóvenes que conformarán lo que se da en llamar el Grupo de Caballito. En él, sobresalen nombres de futura relevancia en el panorama de las letras argentinas, como Horacio Villalbi, Darío Del Vecchio, Leopoldo Finley o Hugo Schneider (quien llegará a ser ministro de Cultura bajo la presidencia de Raúl Alfonsín). Como periodista, Jacobo se ocupará, durante décadas, de la crítica teatral y literaria del diario El Observador, además de fundar junto con Omar Stuyk y Juan Carlos Iturbide, la revista literaria Prismas, en 1956. Baile también incursionó en la poesía, pero es en la crítica, el ensayo y, sobre todo la narración, donde su talento destaca con especial singularidad. De este modo, conviene resaltar sus novelas: “Huellas Porteñas”, “Los arrabaleros” y “Luces dispares”, publicadas por Ediciones Flor de Lis en 1949, 1953 y 1959, respectivamente, o “La desaparición de Sofía Gluck” (1964), “Salvajes” (1968), “La carta en tinta roja” (1974), “Un morocho de Avellaneda” (1977) y la antología de relatos cortos “Apetitos carnales” (1981), títulos todos éstos editados bajo el sello Ibis.

En lo que respecta al ámbito estrictamente privado, su vida sentimental es de lo más agitada. Tuvo tres mujeres legítimas y múltiples aventuras furtivas. Entre éstas últimas, destaca la que vivió con la esposa del magnate de la televisión Osvaldo Kovacs, que deriva en un sonado escándalo con repercusiones políticas, y culmina con la renuncia del empresario a su recién estrenada acta de diputado. Por eso fueron no pocos quienes creyeron adivinar la mano de Kovacs en la muerte del escritor, acaecida pocos meses después de destapado el asunto. El cuerpo de Biale, aparece sin vida en el suelo del comedor de su casa el 8 de Diciembre de 1985 y el equipo forense atribuye a un envenenamiento por cianuro, disuelto en whisky, como causa del óbito. Sospechosamente, el vaso encontrado junto al cadáver desaparece de los laboratorios policiales antes de que se practicaran los análisis correspondientes. En consecuencia, el caso se cierra por falta de pruebas, y detalles relevantes como la ausencia de nota de suicidio o el robo de su pastor alemán aquella misma mañana, terminan siendo desestimados por las autoridades policiales. Sea como fuera, asesinato o suicidio, Biale se merece un homenaje, aún cuando sea tan modesto como éste, y aún cuando no más que unas pocas personas lo terminen leyendo.

Descanse en paz, don Jacobo.

------------------------------------------------------

miércoles, 26 de mayo de 2010

Ficciones

El Café Baccara, que en otro tiempo tuvo un aura de finura, con sus cristales emplomados, mesas de hierro fundido y mucho mármol, se había convertido en un rincón propicio para nostálgicos e insomnes. O sea, para tipos como yo. Por eso era fácil verme por allí, intentando encontrar inspiración para mis cuentos y empaparme de un semblante literario del que adolecía y que adivinaba impregnado en cada uno de sus rincones. No en vano, por sus mesas habían pasado los más célebres autores argentinos y extranjeros, amén de grandes nombres de la pintura, el teatro, el cine y la política. Así que, en mi superstición, yo creía que algo de ellos aún permanecía, de un modo impalpable, en el interior de aquél amplio salón. Y que algo se me contagiaría.

Normalmente, me acercaba al Baccara después de cenar, y tenía por costumbre elegir alguna mesa del fondo, lo más alejado posible de la puerta. Desde ahí podía observar cómodamente el trasiego de clientes, entregándome a la lúdica especulación sobre sus soledades y secretos, fantasías y oscuros interiores. También me detenía en la curiosa observación de sus singularidades físicas y emborronaba sin piedad hojas de mi libreta con bocetos para personajes de mis futuras ficciones. En las numerosas oportunidades que acudí al Baccara, nunca entablé conversación con nadie, salvo una vez, y ni siquiera de esto estoy seguro.
Recuerdo que fue una insalubre noche de marzo. Los mosquitos y los rigores de la humedad rioplatense se habían empeñado en quitarme el sueño, haciéndome sentir la imperiosa necesidad de bajar al Baccara para leer un rato, tomar algo y relajarme. El local estaba prácticamente vacío a esas horas, con la única excepción de un anciano ocupando una mesa pegada al ventanal. No bien entré, éste me saludó, como si me conociera de algo, e hizo señas para que me acercara hasta donde estaba. Yo le observé con atención unos instantes, confirmando mi impresión inicial de no conocerlo de nada. Sin embargo, no dudé en aproximarme, alentado por la sospecha de que pudiera ser algún amigo de mi viejo o mis abuelos.

- Disculpe ¿nos conocermos? – pregunté
- No se preocupe de eso, joven, y tome asiento…hágame el favor

El tipo debía tener al menos ochenta años y aún sentado, se le adivinaba alto. Tenía los hombros anchos, la piel sonrosada y sus cabellos blancos peinados hacia atrás eran esponjosos y suaves como si fueran de lana. Su traje de buen corte, las modulaciones de su voz y los ademanes que esgrimía evidenciaban a una persona de esmerada educación y sólida posición económica.

- ¿Me permitiría invitarle a un oporto?
- ¿Por qué no? – dije, dejándome llevar por la agradable sensación de conocer a alguien que adivinaba interesante y que tenía en estima al vino portugués

Hizo señas al mozo y éste se personó enseguida, con dos copas llenas a rebosar.

- Me llamo Iosef Dogany – se presentó tras dar un primer sorbo - y durante muchos años fui cliente más que habitual de este lugar…por entonces coincidíamos un nutrido grupo de húngaros, polacos, y rumanos exiliados de la segunda guerra mundial, a los que nos gustaba reunirnos para hablar en nuestras lenguas nacionales o en yiddish y jugar al ajedrez…Por eso, cuando lo vi entrar con ése libro de Elie Wiesel bajo el brazo, no pude evitar invitarlo a sentarse a mi mesa...discúlpeme el atrevimiento pero yo lo conocí personalmente y me hizo evocar aquellas entrañables veladas…
- ¿Conoció a Elie Wiesel? – inquirí entusiasmado, ya que se trataba de mi autor preferido
- Sí, y no sólo eso sino que, y esto va a gustarle; el señor Wiesel vino en repetidas ocasiones a este lugar. Con toda probabilidad incluso llegó a sentarse en esa silla que usted ocupa ahora mismo. Como bien sabe, la 1ª edición de “La Noche”, fue editada acá, en Buenos Aires, por la Unión Central Israelita Polaca, bajo la guía de Mark Turkow, un buen amigo con el que coincidía en estas mesas al menos un par de veces por semana y que nos presentó al genial escritor transilvano al resto de habituales.

Yo no salía de mi asombro ante sus revelaciones y durante algo más de hora y media escuché con febril admiración la historia de su vida y la de otros muchos individuos que, como él, arribaron a la Argentina huyendo de la barbarie nazi que asolaba Europa. Supe que el señor Dogany había sido un violinista de fama internacional, un niño prodigio que, desde su Budapest natal recorrió los más reputados teatros del mundo acompañado siempre por su familia, salvándose así del exterminio. Desde entonces, fijó su residencia en Buenos Aires y aunque viajaba frecuentemente, siempre retornaba a su hogar porteño, agradecido al país que les había salvado la vida.
Sentí una honda pena cuando nos despedimos y apenas dos noches más tarde, aún preso de cierto estado de efervescencia existencial, retorné ansioso al Baccara para proseguir la conversación (en realidad yo me limitaba a escuchar sus narraciones) con el anciano. Pregunté por el señor Dogany al mismo mozo que nos había atendido y para mi perplejidad me confesó que ése cliente llevaba fallecido aproximadamente una década.

- No puede ser. Antes de ayer estuve tomando oporto con él en aquella mesa del fondo ¿no se acuerda?
- Sí, señor, me acuerdo de usted pero estuvo bebiendo solo, y no oporto, que es una bebida que hace años que no servimos, sino grappa
Lo miré fijamente a los ojos en busca de algún atisbo de burla pero su mirada reflejaba la natural serenidad de siempre.
- Está bien, está bien - di por concluido el asunto, sabiendo que no llegaría a ninguna parte discutiendo con él.

Regresé a la noche siguiente, y a la otra y otras muchas pero jamás volví a encontrarme con el señor Dogany. Desde entonces, elaboré todo tipo de teorías para explicar el extraño suceso. Algunas tan demenciales, que me avergüenzo sólo de intentar recordarlas. Como suele suceder, con el tiempo fui olvidándome del asunto, hasta que éste pasado domingo, recorriendo la feria de libros del Parque Centenario hallé, entre un revoltijo de viejos volúmenes, ajados y descoloridos, una primera edición de “La Noche”. Me temblaron las manos en cuanto lo agarré y lo adquirí por una miseria. Apenas abierto, casi se me para el corazón de un infarto; en una dedicatoria con tinta azul y, en húngaro, puede distinguir los siguientes nombres: Dogany, E.Wiesel, Buenos Aires, y un año; 1956. Inmediatamente, corrí hasta la cochera donde guardaba mi auto y me dirigí presuroso a casa de Imre Tabori, quien fuera íntimo amigo de mi difunto abuelo paterno y médico de cabecera de toda la familia. No debió transcurrir más de un cuarto de hora cuando, sentado en un cómodo sofá de su elegante departamento de la calle Charcas, escuché la potente voz del Sr. Tabori traduciéndome aquellas ansiadas palabras que no comprendía:


Para mi querido amigo Dogany
Con sincero afecto
E. Wiesel

Buenos Aires, agosto de 1956