miércoles, 7 de diciembre de 2011

Una historia romana

Hará unos cuatro años, mi amigo Sebastián Liuzzi, descendiente de los generales Guido y Giorgio Liuzzi, me escribió de París, anunciándome el envío de una primera edición de “Sociologia delle Religioni”, de Umberto Cassuto (Turín, 1929). Por aquél entonces, yo apenas sabía nada del autor, y mis únicas referencias se reducían a su origen florentino y a que, durante un tiempo, había coincidido con Scholem en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Por encima de estas consideraciones y el interés que me suscitaba el título, lo que me fascinó de inmediato, fue la presencia física del libro: cosido a mano, y encuadernado en cuero negro y oro, con una delicadeza de artesano hoy fatalmente desaparecida. Esta atracción visual me empujaba irremisiblemente a acariciarlo, a palpar la suavidad de su piel y notar en la punta de los dedos la depresión de las letras de la cubierta y el lomo. Según me contó Sebastián, lo había adquirido en una librería del distrito XVI, regentada por un viejito de nombre Moïsse Gabbay, y que le fuera recomendada por su primo Michel. Más tarde supo, conversando con el anciano, que el local era frecuentado por gente como Pierre Vidal-Naquet o Maurice Molho, y observó, sobre la gran mesa que utiliza de escritorio, una foto enmarcada en la que el viejo posa sonriente junto a Erwin Panofsky.

Después de manosearlo un rato por fuera, finalmente abrí el libro y empecé a hojearlo, al azar, yendo y viniendo de atrás para adelante y de adelante hacia atrás. Algunas hojas estaban pegadas, supuse que a efectos de la humedad contenida durante décadas, y me entretuve en separarlas, cuidadosamente, con miedo a rasgarlas. Cuando casi estaba acabando, me topé con un grupo de unas ocho o diez que me dieron un mayor trabajo y que encerraban una sorpresa del todo inesperada. En el interior de las dos últimas (las del centro), apareció un papel, pequeño, contenido en medio de ellas como dentro de un sobre. Lo tomé en mis manos y lo examiné. De inmediato comprobé que era una breve carta, doblada en dos sobre una cuartilla, y escrita, en italiano y a lápiz rojo (ahora presentaba un aspecto amarronado) por ambas caras. Estaba fechada en Fossoli el 28 de mayo de 1944, y al dorso presentaba la rúbrica de un tal Vittorio Pacifici. La caligrafía era esmerada, y presagiaba un alto grado de instrucción en quién la había escrito, pronóstico que quedaría confirmado en cuanto comencé a leerla. Con pulcra sintaxis, Vittorio Pacifici reiteraba su amor hacia su amada, Adela, y se despedía ante la eminencia de su involuntario traslado hacia algún lugar del Este de Europa, y ante la más que probable imposibilidad de poder hacerlo en el futuro.

Releí la carta varias veces, sin conseguir despegarme del cierto ánimo metafísico que me había provocado la primera lectura. Quedé pensativo y callado, quieto, con la mente retrocediendo a un tiempo pasado que no viví, y empatizando con desgracias ajenas que pudieron ser mías. A fin de cuentas, mi familia escapó por lo pelos de similares destinos. Al irse diluyendo estas sensaciones, me entregué a la pragmática tarea de averiguar todo lo que pudiera sobre Vittorio y Adela. Llamé a mi amigo Sebastián (albergaba la paranoica hipótesis de que la inclusión de la carta en el libro hubiera sido idea suya), visité numerosas páginas de Internet, y pregunté en mi entorno familiar, tanto en Argentina como en Italia. De todas estas indagaciones no saqué nada en claro. Apenas algún recuerdo vago sobre alguien de apellido Pacifici pero que no coincidía con Vittorio. Finalmente, me puse en contacto con la Comunidad Judía de Roma donde, tras diversas comprobaciones respecto a mi identidad y los motivos de mi consulta, accedieron a compartir la información de la que disponían. Así conseguí saber que Vittorio Pacifici había nacido en Roma el 5 de enero de 1910, ejerció como abogado hasta la instauración de las Leyes Raciales, y murió en Auschwitz en una fecha sin determinar (es viable suponer que allí conociera a Primo Levi). Referente a Adela, no figuraba nadie con ese nombre en sus registros de la época. “Seguramente fuera católica”, me dijeron.

Sólo cuando al año siguiente viajé a Roma, y mostré la carta a uno de los principales dirigentes de la colectividad, tuvieron a bien a darme un dato adicional de suma importancia: en la ciudad, aún vivía una prima hermana de Vittorio. A petición mía, el propio Dr. Sereni la telefoneó al momento, concertándome un encuentro para aquella misma tarde. La nonagenaria señora, hija de un hermano del padre de Vittorio, residía en el Prati, en una distinguida vivienda de principios de siglo, que compartía con su hijo, notario como el difunto padre, y su nuera.

Fiel a mis costumbres, llegué puntual a la cita, toqué el timbre, y una persona del servicio me escoltó hasta el salón, donde la familia me estaba esperando. Me saludaron con cordialidad, invitaron a tomar un té, y sin mucho más preámbulos, leyeron por turnos la carta que les ofrecí. Se emocionaron, y la nonagenaria comenzó a narrarme la historia de los suyos, siguiendo su propia jerarquía de recuerdos. Mientras lo hacía, me iba mostrando antiguas fotos en blanco y negro, y por primera vez pude ver cómo había sido Vittorio, su primo favorito, siete años mayor que ella y a quien siempre consideró como un hermano.

Con renovadas lágrimas en los ojos, doña Natalia no dejaba de apretarme repetidamente las manos y de darme las gracias por lo que estaba haciendo. Los demás se sumaron al agradecimiento, y yo tuve que esforzarme en no sucumbir a lo emotivo del momento. Consciente mi incomodidad y con el propósito de desdramatizar el instante, el hijo, Arnaldo, propuso que fuéramos a cenar al viejo ghetto, a un restaurante casi pegado al Portico D’Ottavia. No tenemos que ponernos tristes, dijo, añadiendo que yo era su invitado de honor, y no podía negarme a las excelencias de la cocina judía romana. Lejos de oponerme, acepté encantado, disfruté de una velada entrañable, y terminé ganando tres nuevos amigos en la ciudad.

El año pasado, mediante un llamado telefónico, Arnaldo me comunicó el fallecimiento de su madre. Cumpliendo con una de sus últimas voluntades, la carta del primo pasó a formar parte de los fondos del Museo Ebraico de Roma, donde aparece expuesta junto a una tarjeta informativa en la que se lee: “Donazione di Guido Finzi”.

De Adela, nunca nada se supo.

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