martes, 23 de marzo de 2010

Modales

Lisboa, mes de agosto del dos mil y pico.

Notando en exceso el húmedo y pegajoso calor veraniego de esas fechas, mi entonces mujer y yo paseábamos por los aledaños del Castelo de Sâo Jorge. Acabábamos de escuchar un mini concierto de guitarra portuguesa dentro del recinto amurallado, y en nuestros oídos aún se mantenía un poso de acordes que evocaban conocidas composiciones del género. Por lo demás, el referido rigor de la canícula había despejado las calles y éramos escasos los sufrientes turistas que osábamos salir del hotel a esas horas (las cuatro y media de la tarde). Sólo se veían raquíticos grupos de japoneses con gorros blancos, algún alemán en bermudas, calcetines y sandalias, y poco más. Mejor así, pensaba yo, porque siempre detesté las multitudes y el calor se me antojaba un precio módico por librarme de ellas. Además, eran nuestras primeras vacaciones juntos con lo que, nuestro enamoramiento remontaba cualquier inconveniente o contratiempo que surgiera. En eso estábamos, en pasear, cuando de pronto mi mujer se detuvo en mitad de la calle (rua de no se cuántos)
- ¿No hueles, querido? – me preguntó
- Pues no – respondí, tras realizar un par de estériles movimientos olfativos con la nariz
- ¿De verdad que no hueles a comida oriental? ¡Qué poco olfato tenéis los hombres! – rezongó, confirmando mi masculinidad en cuanto a la percepción de olores se refiere. Ella, por el contrario, tenía el sentido tan desarrollado como un ciervo.
- Ven – indicó – y de la mano me guió hasta el lugar de origen del olor: un restaurante especializado en cocina de Goa (ex colonia portuguesa en la India).
Parados ante la puerta del establecimiento, estudiamos con detenimiento la carta expuesta en una pequeña vidriera.
- Podríamos cenar aquí esta noche, ¿no? – propuso ella
- Dale – expresé decidido para, acto seguido, entrar en el local y hacer la reserva

Cumplido el trámite, regresamos andando al hotel. Caímos rendidos en la cama y nos quedamos dormidos al instante (ni en pedo pero, a efectos literarios, vamos a contar que fue así). Al despertar, nos dimos una reparadora ducha y nos arreglamos para la cena.
Una vez en la calle, paramos el primer taxi que vimos y nos dirigimos al restaurante. Era un lugar muy pequeño, apenas seis o siete mesas cubiertas con manteles de cuadros y con paredes amarillas decoradas con telas indias. Parecía muy apropiado para parejas pero, por una de esas putas casualidades, al llegar nos encontramos que el salón estaba monopolizado por veinte o treinta bulliciosos pendejos holandeses. Digo yo que serían holandeses porque, aparte de que varios llevaban camisetas naranjas, sus rasgos fenotípicos se correspondían con la idea que tenía de ellos: altos, pelo rubio, cachetes sonrosados. En fin, los típicos especímenes criados con muchos cereales, miel, leche y cerveza, o sea, como las vacas de Kobe pero sin música clásica en sus rutinas.
El atribulado encargado, un portugués bajito y apocado, nos rogó que aguardáramos un rato a ver si por fin se marchaban los salvajes. Le dijimos que no había problema y salimos a tomar algo para hacer tiempo. Tras dos oportos en un Café cercano, regresamos y encontramos nuestra mesa lista. Tomamos asiento, pedimos un robusto vinho de Dâo y aguardamos la llegada de nuestros platos: arroz con pollo al curry para ella y arroz con pescado y marisco para mí.

Al poco rato, el local se llenó (tampoco es decir mucho dado lo reducido de sus dimensiones) y cuando reparamos en nuestro entorno, absortos como estábamos en mirarnos a los ojos y hablar de cómo nos habíamos conocido, caímos en la cuenta de que no quedaba una silla libre. Todos los clientes parecían extranjeros y me llamó especialmente la atención una mesa muy próxima a la nuestra, ocupada por un muchacho, de inconfundible aspecto británico, y su novia, que podía ser de cualquier parte menos portuguesa. Ella comía asintiendo con la cabeza, mientras él hablaba hasta por los codos, gesticulando en exceso y aparentando ser erudito en algo que yo no acertaba a adivinar. Pero lo que despertó mi interés, no fueron sus dotes de papagayo, sino verlo comer con una sola mano, la izquierda, sin valerse de cubiertos y rebañando el plato, de lo que parecía arroz con no sé qué embadurnado con curry, en precisos y armónicos movimientos circulares.

- ¡Quieres dejar de mirarlos! – me censuro mi mujer
- ¿Es que no te diste cuenta..? ese tipo está comiendo con la mano...literalmente...
- Bueno ¿y a ti qué más te da?
- Sí, tenés razón...- concluí, mientras pensaba si por lo menos se las habría lavado antes de sentarse
Tendría razón pero, a mí me costaba mirar a otra parte. La visión de un espectáculo tan grotesco tenía efectos hipnóticos sobre mí y no dejaba de imaginar al guiri acariciando a su pareja por debajo de la ropa y manchándole la lencería con salsa de curry. O el olor que darían sus manos en medio de la refriega sexual que seguramente sucedería a la cena…En fin, allá ellos, dije olvidándome del asunto. De lo que sí no tuve dudas, ni las tengo ahora, es que quizás, en la India, comer así le convierta a uno en purista pero ahí, en la occidental Lisboa, te metía de lleno en la categoría de guarro.

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