domingo, 28 de marzo de 2010

Sólo se quiere una vez. O no

Hoy sé que tenía que haber hecho caso a los restos de mi sentido común y no haber salido de casa aquella mañana. Pero deseaba verla, como si me empujara una fuerza a la que mi voluntad no podía ofrecer resistencia. Quizás todo fuera porque simplemente no quería perderla para siempre, sin remedio, o porque tras nuestra separación luchaba sin éxito para no pensar en ella, o porque me gustaba engañarme pensando que algún acontecimiento del destino nos uniría de nuevo a su antojo. Hoy lo sé pero, aquél sábado, todavía estaba dispuesto a continuar engañándome. Aún quería creer que ella volvería conmigo, a socorrerme, a rescatarme de las ruinas de mi vida fallida, de mis enquistadas nostalgias por un amor extinguido y de los deseos abandonados convertidos en pesadillas.

Ése día, que dividió mi vida en dos de manera irremediable, desperté feliz como un idiota, imbuido de una energía que no sabía de dónde brotaba (acaso algún mecanismo de defensa contra el nerviosismo que fermentaba en mi interior). Me duché parsimoniosamente, me vestí, y acicalé con esmero delante del espejo, sin desprenderme de un optimismo que crecía a medida que se aceleraba la cuenta atrás.
Sabía que, como cada sábado por la mañana, ella acudiría a la facultad, donde seguía un curso de postgrado cuya finalidad nunca acabé de entender. Como no terminaba sus clases hasta las dos, me permití el lujo de ir dando un largo paseo, sin prisas e inventando todo tipo de diálogos durante el camino. Era mi modo de ir mitigando la amenazante angustia. Al llegar, miré mi reloj y comprobé que aún restaba una hora para que saliera, así que decidí esperarla en un Café del otro lado de la avenida, desde cuyas mesas pegadas a la ventana, tendría buena vista del objetivo; un edificio de principios de siglo necesitado de reformas. Aguardé impaciente, mirando la hora a cada rato y sintiendo como la ansiedad subía por mis temblorosas piernas para terminar atenazándome el estómago en un molesto cosquilleo.

Serían las dos y cinco cuando por fin la vi salir. Llevaba el pelo recogido en una coleta y vestía unos gastados jeans con una camiseta blanca sin mangas. Estaba igual de linda que siempre y su mera visión me provocó una inmediata sensación de vértigo y entusiasmo. Laura había sido lo mejor que me sucedió en la vida, y no me di cuenta de ello hasta que la eché de mi lado. Sólo cuando no la tuve, cuando padecí su ausencia, me di cuenta de lo mucho que la quería y necesitaba. Ahora, culpable por la injusticia cometida, pero optimista por haber vencido a mis miedos, venía desesperado a su encuentro, con el vivo ánimo de recuperarla y no soltarla. Tan excitado me encontraba ante la nueva perspectiva, que pagué mi consumición con un billete grande y salí disparado del local sin esperar el vuelto. Corrí hasta el semáforo de la esquina. No tenía tiempo que perder y me moría por declararle cuánto la quería, estrecharla en mis brazos y besarla en los labios.

Ahí, detenido en la fatídica confluencia de Corrientes y Talcahuano aguardando a que el rojo cambiara al verde, vi lo que nunca hubiera querido ver, la más indeseable de las realidades que podía imaginar: vi a Laura abrazada a otro hombre. Los observé unos instantes, paralizado como una estatua, mientras ellos se tomaban de la mano y bajaban por Corrientes rumbo al Obelisco, tonteando, riéndose, indiferentes de cualquiera que no fueran ellos mismos y deteniéndose cada pocos metros para besarse en mitad de la calle. Derrotado, opté por lo más digno que podía hacer en semejante situación; tomar la dirección contraria a la suya. Desaparecí hacia el Once, sumergiéndome en la nada, en un estado de sin pensamientos, pero con el atisbo de consciencia suficiente para saber que debía escapar de Buenos Aires, encontrar otro lugar donde se completara mi final. Por eso tenía que huir, alejarme, en aras de una felicidad futura; la suya porque, para mí, ya no quedaba la mínima esperanza.

Tres días más tarde, aterrizaba en Barajas.

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