miércoles, 10 de marzo de 2010

Nada que perder (continuación)

Era temprano, todavía no habían dado las nueve, y yo ya estaba sentado a una mesa del restaurante aguardándola. Apenas había mojado mis labios en el vino mendocino que pedí para matar la espera, cuando ella traspasó la puerta del local, circunstancia que me agradó, en el sentido de que no era de esas mujeres se hacen esperar adrede, perpetrando un comportamiento propio de su género y que siempre me pareció ridículo. Estaba magnífica, con su melena bíblica meciéndose esponjosa al vaivén de sus andares y una sonrisa deslumbrante que suavizaba la dureza que transmitían sus ojos azules y la seguridad de su porte. Lucía un delicado vestido de lino blanco que se ajustaba a su contorno y presagiaba un cuerpo atlético, de músculos fibrosos enroscados con huesos finos y duros. Si tuviera que definir la impresión que transmitía, diría que era la de una mujer iluminada por algún tipo de seguridad mística, capaz de arrugar al tipo más canchero y provocar la envidiosa admiración de las féminas.
Como lo que parecía una costumbre, por el camino, se entretuvo con saludos al personal mientras yo la observaba despreocupado y encantado de que un ser tan extraordinario compartiera la velada conmigo. Cuando por fin llegó a mi mesa, me tendió la mano y la mejor de sus sonrisas. Sentí un placer casi sexual al tocar sus dedos, tan largos, flexibles , elegantes e insospechadamente cálidos.
- soy Liliana
- encantado……yo me llamo Guido
La invité a sentarse con un gesto y me permití servirle vino en su copa. Lo cató y aprobó mi elección con un leve movimiento de cabeza. Enseguida, hicimos nuestro pedido y pasamos a intercambiar informaciones triviales sobre nuestras vidas. Así me enteré que era una fotógrafa de prestigio, formada en Estados Unidos y recién retornada a su Buenos Aires natal tras un largo peregrinar por las principales capitales europeas. No estoy seguro de los pensamientos que pasarían por su mente en esos momentos pero, en la mía, creía la supersticiosa convicción de estar viviendo un acontecimiento excepcional, el inicio de algo que tendría grandes repercusiones en mi vida. Alentado por una cierta inquietud inhabitual, decidí llevar la conversación a territorios más prósperos, eso esperaba, que los del mero formalismo.
- ¿Te sorprendió mi nota del otro día?
- Sobre todo me intrigó, y por eso estoy acá. Hoy en día ese tipo de actos son insólitos. Los hombres se suelen dirigir a mí de un modo tan poco original que siento hastío apenas adivino sus intenciones de acercarse, con las banalidades de costumbre y aparentando una seguridad de la que, mayoritariamente, adolecen. Por eso el otro día fingí indiferencia ante ti….una indiferencia casi insultante, tengo que reconocer.
- De no haberte comportado así, no te habría escrito esa nota y hoy no estaríamos acá compartiendo mesa….y no es que me gusten las mujeres difíciles porque tenga que demostrarme algo a mí mismo, sino porque adiviné que sos una mujer nada ordinaria y tenés una personalidad desconcertante
- ¿Sentiste un impulso de escribirme esa nota o lo estuviste madurando un rato?
- Fue un impulso súbito, irrefrenable, o quizás no irrefrenable pero yo preferí darle salida
- Mejor así; en los excéntricos hay fuerza mental, de carácter y cierto valor que por desgracia ya casi no se ve en nuestros días
- Mirá, lo hice porque me sentí atraído por vos nada más verte y sé que seguro que te lo dijeron muchas veces pero, una vez más, no te va a hacer mal. Yo no soy un hipócrita y estoy demasiado viejo y cansado para seguir haciendo teatro

Durante el resto de cena seguimos charlando en tonos parecidos, con intención de sincerarnos, seducirnos y expresarnos con agrado del otro y de nosotros mismos. No había prisa. Yo ya le había confesado mi atracción por ella y tenía los suficientes elementos para suponer que era correspondido. Por eso la velada se demoró con un whisky tras el postre y el café y por eso nos mirábamos con tanta atención, intentando adivinar qué pasaba por nuestras mentes. Finalmente, después de abonar la cuenta, salimos a la calle y nos pusimos a caminar hasta llegar a la puerta de su edificio, distante del restaurante no más de cinco cuadras. Nos dimos un beso en la mejilla y, cuando ya me volvía para mi casa me preguntó:
- ¿No me vas a preguntar si podés subir?
- No – respondí con media sonrisa
- Te lo agradezco.

(segunda y penúltima entrega)