martes, 9 de marzo de 2010

Nada que perder

Llevaba una vida malsana, fumando demasiado, bebiendo en exceso, abusando de la carne roja y moviéndome apenas lo imprescindible. Mis ojeras eran ya un mal crónico, mis cabellos encanecían a toda velocidad y no recordaba la última mañana que había despertado con una erección. Escribía, escribía y no hacía otra cosa que escribir, sin permitirme el más mínimo deslice mental que me apartaran de mi novela. Los artículos que me demandaban del periódico, los despachaba en un santiamén, sin preocuparme en demasía por el contenido ni demorarme en piruetas estilísticas tan del gusto de los lectores. Descartaba las constantes ofertas que me hacían las productoras de televisión, daba largas a otras de la radio y mi vida social se reducía a escasas conversaciones telefónicas con mi editor. No existíaa más que para dar vida a unos cuantos personajes y tejer una enmarañada historia que los entrelazara. Ninguna otra cosa me importaba.
Sólo cuando llegó el día en que la versión definitiva de mi novela entró en la imprenta, pude por fin relajarme y respirar aliviado. Decidí que mi vida entraba en una nueva dimensión y tal acontecimiento se merecía una metamorfosis. Fui a la peluquería, me afeité con esmero, compré ropa nueva, libros y elegí un restaurante cercano a mi domicilio, por cuya fachada había pasado en incontables ocasiones. Le tenía fé, más como premonición que por razones objetivas, así que a las nueve allá me presenté, vestido con mis mejores pilchas, empapado en caro perfume francés y con los zapatos relucientes como si fueran de charol. Siguiendo una tradición propia, busqué una mesa pegada a la ventana y pedí un regio vino tinto mientras llegaba la comida. Tras un pequeño sorbo, y aseverar con la cabeza ante la atenta mirada del mozo, dediqué unos instantes a escudriñar el local y la fauna humana allí reunida. Ni la decoración ni los diversos especímenes despertaron en mí mayor interés que el que pudiera tener un experimentado entomólogo ante la visión de una mosca común. Paredes lisas pintadas de blanco con cuadros que pretendían parecer abstractos, lámparas con cristales de colores y unas cuantas mesas ocupadas por matrimonios maduros que hablaban entre susurros. Nada del otro jueves, y estábamos a martes.
Apenas llevaba unos cuantos sorbos del tinto mendocino, que amenazaba con enviciarme, cuando la vi aparecer por la puerta del restaurante. Treintañera avanzada, morena de piel, ojos azules y un pelo oscuro tendente a ondularse, la definían como una belleza de aspecto mediterráneo y bíblico. La sonrisa franca y el tiempo demorado en saludar a los empleados, denotaba que era habitual de la casa y que estaban encantados de tenerla de nuevo entre la clientela. Mientras departía, de pie en medio de la sala, yo no podía dejar de observarla, embelesado por su presencia y dejando que mi imaginación la moldeara como si fuera uno de mis personajes. La deseé al instante e imaginé que pasaba a formar parte de mi vida desde esa misma noche. Por eso, cuando se sentó a la mesa enfrente de la mía, pensé que mis deseos eran susceptibles de materializarse y que yo tendría potestad sobre ellos si lo deseaba con fuerza. Durante la cena, no podía dejar de mirarla. Ella, por el contrario, no reparó en mí en ningún momento, pareciéndome ésta, la señal más evidente de que yo no le resultaba indiferente, y que la elección de su mesa no había sido un gesto casual sino deliberado.
Cuando terminé de cenar, me demoré con un whisky y complejas especulaciones sobre ésa mujer: ¿Qué hacía semejante bombón cenando sola un martes por la noche? ¿se sentó a ésa mesa esperando que yo hiciera algo? ¿vendría a menudo buscando compañía masculina?. Sea como fuera, siempre fui un hombre de impulsos excéntricos y confianza en la palabra escrita así que, arranqué una hoja de la libreta que siempre llevaba en la chaqueta y garabateé lo siguiente:

SOY EL FLACO DE LA MESA DE ENFRENTE; ÉSE CUYA MIRADA ESQUIVASTE DURANTE TODA LA CENA.
SIN DUDA TENÉS A UN MONTÓN DE TIPOS MEJORES QUE YO INTENTANDO DARTE CAZA PERO, POR SI ACASO, Y CONFIANDO EN TU CURIOSIDAD O ALGÚN GENEROSO GUIÑO DEL AZAR, TE DEJO MI TELÉFONO: ************ . PODÉS LLAMARME A CUALQUIER HORA Y SINO, VOY A ESTAR ACÁ, MAÑANA EN EL MISMO HORARIO.
C.
Tras pagar la factura y añadir una generosa propina, me acerqué a la mesa de ella y le dejé la nota manuscrita, con disimulo y sin aguardar su reacción. Dominando el nerviosismo y el deseo de volverme, me encaminé con paso seguro hacia la salida, sabiendo que la suerte estaba echada y que sus ojos taladraban mi nuca.
(continuará)