viernes, 5 de marzo de 2010

Proposición

Ahora vos, ahora yo, ahora vos, ahora yo. De este modo estuvimos un rato, mirándonos con intermitencia y comprobando, de soslayo, como nuestras señales llegaban a buen puerto. Ella era morocha, de treinta y tantos, vestía una elegante falda que insinuaba la musculada redondez de sus nalgas (me hacía recordar la contundencia del traje de Batman), y una camisa de seda donde un audaz escote realzaba la protuberancia de unos pechos no muy grandes pero sí bien puestos. Obviamente, su figura no pasaba desapercibida y, sin esfuerzo alguno, había despertado el interés de la concurrencia masculina.
Dese el principio, tuve la certeza de que sus miradas hacia mí iban cargadas de intencionalidad, pero fueron las sonrisas posteriores las que disiparon cualquier atisbo de duda al respecto. Por eso, no fue hasta después de que me sonriera varias veces cuando, henchido de vanidad, me envalentoné y aproximé a su mesa, notando sobre mi espalda la curiosa mirada del resto de mis congéneres.
- ¿Puedo sentarme? – pregunté, educadamente
- Claro – contestó
Inmediatamente nos enfrascamos en una conversación convencional, para romper el hielo, mientras ella bebía su té a diminutos sorbos (me llamó la atención que agarrara la taza con las dos manos) y yo apuraba mi cerveza. Sin embargo, no me gusta conformarme con tan poco y, en cuanto pude, fui un paso más allá, sacando a relucir mi vena sarcástica a la par que una comedida arrogancia. Esta táctica siempre se había mostrado efectiva, y en esa ocasión no tenía porqué ser diferente. Una mujer semejante, debía de estar más que aburrida de las charlas insustanciales y anodinas con la que la apabullarían los hombres a diario, por lo que yo tenía jugar la baza de ser “diferente” y eludir los comportamientos convencionales. Y me fue bien. Tanto, que me sentía no sólo agradecido ante el premio que la fortuna me estaba brindando, sino que mi mente no cesaba de imaginar todo tipo de satisfacciones físicas para mi gula sexual, tan deficitaria de un tiempo a esta parte.
No debió de transcurrir ni media hora desde que me senté junto a ella, cuando un tipo, aparecido desde detrás mío, tomó asiento a nuestro lado y la saludó con un breve beso en los labios.

- Es Raúl, mi marido, y yo soy Raquel – explicó la mujer

El hombre, alto como palo de escoba y con rasgos blandos y delicados, me ofreció su mano. La estreché y la noté fría y flácida, como si estuviera agarrando a una anguila o algún tipo de reptil. Me pareció poca cosas para ella pero, al ir observándolo con más detenimiento me di cuenta que desprendía cierto aura burguesa, un aire mundano que se evidenciaba en la forma que encendía los cigarrillos o cómo movía el vaso de whisky.

Yo estaba desconcertado y, si no enmudecido, las palabras comenzaron a salir de mi boca con menor afluencia que antes. La situación me era desconocida y escapaba por completo a mi control, provocándome un brote de desconfianza. De sentirme protagonista, había pasado a un papel secundario, traspasando a ellos la iniciativa de la nueva coyuntura. Así, en tanto ella hablaba con creciente desinhibición, interesándose por cuestiones privadas de mi vida, él mantenía un estudiado distanciamiento, evaluando el decaimiento paulatino de mi entusiasmo.

- Vivimos cerca de acá. ¿Qué te parece venir a tomar a tomar algo con nosotros? - propuso ella, por fin – Allá vamos a estar más cómodos
- Claro – intervino él
- No sé…es que quedé con unos amigos para cenar… - improvisé dubitativamente
- Mirá que somos gente normal…no vayás a pensar que somos raros ni nada de eso – se justificó ella con aire de ofendida
- Claro – repitió Raúl
- No, no, ya imagino, es de lo más normal que un matrimonio vaya por los Cafés del centro buscando compañeros de cama – repliqué con ironía
- Esto lo hace más gente de lo que vos pensás…es muy habitual hoy en día – me aleccionó Raquel
- Además, por mí no tenés que preocuparte. Sólo me gusta mirar – apuntó el marido
- A lo mejor lo que te pasa es que sos un reprimido…- señaló ella, mirándome fijamente
- ¿Sabés que sí? Creo que se trata de eso, de que soy un reprimido – volví a ironizar

Ante mis reticencias, optaron por no seguir insistiendo, y me dejaron su tarjeta de visita antes de retirarse.
- Bueno, si te animás, ya sabés. Vamos a estar toda la noche en casa – expuso con picardía la mina
- Me lo voy a pensar

No bien salieron por la puerta, abrazados, como si quisieran demostrar lo mucho que se querían, hice señas al mozo para que me trajera otra cerveza. La necesitaba y aunque estaba inquieto, la bebí con placer, despacio, disfrutando de cada trago mientras giraba la cartulina impresa en mi mano y un pensamiento concreto pasaba por mi cabeza: a la vida le gusta imitar al cine. Lástima que, en esta ocasión, no me convenciera el argumento.

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