ciruelas pasas
"Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se trasmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido". Edgardo Cozarinsky
miércoles, 14 de noviembre de 2012
martes, 10 de abril de 2012
Incongruencias
Sé que nada vuelve atrás, que la vida siempre es diferente pero, a pesar de todo, no dejo de añorar el pasado. Cuanto más pasa el tiempo, más culpable me siento; lleno de remordimientos y mala conciencia por mi comportamiento hacia ella. Sé también, que
para los demás, yo soy un hombre libre que no necesita a una mujer porque únicamente me conformo con varias, alguien que huye de las responsabilidades, las cargas, reniega de los lazos sentimentales duraderos y tiene alergia a las rutinas en que los demás se perpetúan. Sin embargo, aunque lo niegue en público, en mi interior no me resigno a la pérdida de Silvia, aunque ni yo mismo sepa porqué la dejé. Lo único que se me ocurre para justificarme es, un cóctel de débiles causas y unas poco convincentes justificaciones, que van desde dejarme llevar por mi personalidad egoísta y mimada por la vida, hasta la divergencia entre sus sueños y mis dudas, pasando por cierto afán autodestructor que anida en mi subconsciente.
Recuerdo que pensaba que ella me perseguiría de un modo obsesivo, llamando por teléfono a diario, siguiéndome por la calle y acudiendo a los amigos comunes para que actuaran de intermediarios. ¡Qué iluso! Silvia no sólo no hizo nada de eso, sino nada en absoluto, y ahora tengo que bancarme, aparte de mis inseguridades y la culpa, el saber que mi paso por su vida no le dejó huellas profundas, y que su existencia no se fracturó tras nuestra ruptura. Quizás es por eso, por sentirme frustrado y herido en la vanidad, que son frecuentes las mañanas en que me levanto con el ánimo de agarrar el teléfono y llamarla. Pero nunca lo hago, siempre lo dejo para otro día, el siguiente, el que nunca llega. Mientras, sobrellevo mi neurosis como puedo, a base de alcohol, pastillas multicolores y mujeres jóvenes con tetas grandes y sin historia. Es lo más fácil, el modo menos lastimoso de esquivar lo que todos esperan que haga y yo no me atrevo: dejar de ser un estúpido para convertirme en un hombre decente.
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para los demás, yo soy un hombre libre que no necesita a una mujer porque únicamente me conformo con varias, alguien que huye de las responsabilidades, las cargas, reniega de los lazos sentimentales duraderos y tiene alergia a las rutinas en que los demás se perpetúan. Sin embargo, aunque lo niegue en público, en mi interior no me resigno a la pérdida de Silvia, aunque ni yo mismo sepa porqué la dejé. Lo único que se me ocurre para justificarme es, un cóctel de débiles causas y unas poco convincentes justificaciones, que van desde dejarme llevar por mi personalidad egoísta y mimada por la vida, hasta la divergencia entre sus sueños y mis dudas, pasando por cierto afán autodestructor que anida en mi subconsciente.
Recuerdo que pensaba que ella me perseguiría de un modo obsesivo, llamando por teléfono a diario, siguiéndome por la calle y acudiendo a los amigos comunes para que actuaran de intermediarios. ¡Qué iluso! Silvia no sólo no hizo nada de eso, sino nada en absoluto, y ahora tengo que bancarme, aparte de mis inseguridades y la culpa, el saber que mi paso por su vida no le dejó huellas profundas, y que su existencia no se fracturó tras nuestra ruptura. Quizás es por eso, por sentirme frustrado y herido en la vanidad, que son frecuentes las mañanas en que me levanto con el ánimo de agarrar el teléfono y llamarla. Pero nunca lo hago, siempre lo dejo para otro día, el siguiente, el que nunca llega. Mientras, sobrellevo mi neurosis como puedo, a base de alcohol, pastillas multicolores y mujeres jóvenes con tetas grandes y sin historia. Es lo más fácil, el modo menos lastimoso de esquivar lo que todos esperan que haga y yo no me atrevo: dejar de ser un estúpido para convertirme en un hombre decente.
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domingo, 8 de abril de 2012
Tres porteños charlando de publicidad en un restaurante libanés del centro de Madrid
Hace escasas semanas, me parece que un miércoles, sucumbí al antojo de tomar comida libanesa y me acerqué a un afamado restaurante pegado a la Pza. de Sta. Ana cuyos dueños son unos cristianos oriundos de Alepo. Mientras aguardaba mi pedido, saboreando una Carlsberg, tres argentinos irrumpieron en el local, ocupando la mesa contigua a la mía y despertando mi interés de inmediato. Si bien habitualmente me desentiendo de las conversaciones ajenas, ya sea por educación o por mera indiferencia, en ésa ocasión y sin duda por causa del origen común que nos unía, me esforcé en escuchar de qué hablaban. De inmediato deduje que eran porteños (el acento y la pose los hace inconfundibles) y con el transcurrir de la charla fui sacando en claro que uno trabajaba en Publicidad (llamémosle Martín), otro se dedicaba a la Informática (pongámosle Alejo) y el tercero (Gustavo) era un enigma. Lo que hablaron fue, más o menos, lo siguiente:
M: Mirá, lo que pasa con la publicidad, es que se ha desprestigiado mucho
G: Pues yo creo que fuera del medio, todavía mantiene cierta aureola de sofisticación, cosmopolitismo, ingenio, y que sigue seduciendo a mucha gente
M: Pero esa gente no entiende un carajo. En la publicidad no hay glamour y mucho menos lo que vos decís
A: Sí, la verdad es que hay mucho desubicado
G: A mí, lo que me llama la atención es cómo se desprecia a la imaginación y la inteligencia, cuando se supone que deberían ser piezas claves de sus mecanismos...
A: Pero no sólo en la publicidad, eso también pasa en el cine, la televisión o el sector editorial. Hay una indiferencia absoluta por lo excéntrico, lo fuera de lo común y lo sorprendente. Parece que no aspiran más que a perpetuarse siempre en las mismas fórmulas
M: Y, claro; es un negocio, flaco y cualquier otra consideración, para ellos es un error, aunque le pongan un falso envoltorio: los creativos no son creadores ¿cuál fue el último comercial bueno que viste? Lo peor es que se creen artistas. Para ser creativo sólo te hace falta conocer a alguien. Estos tipos no tienen más talento que el muestran por fuera, con sus peinados raros, sus camisetas de promoción o con frases ingeniosas y su andar desganado como si vivir les doliese
G: O sea, que yo mismo podría ser creativo
M: Y... si conocés a alguien, sí
A: Yo voy todas las semanas a la agencia a la que les llevo todo el asunto informático y te puedo decir que allá no hay ningún Einstein. Empezando por el jefe, pasando por el director creativo y llegando a los demás. La más piola, me parece que es la telefonista que, por cierto, está rebuena
G: Che ¿y cuánto gana un creativo?
M: Y no sé...dos mil y pico euros
C: No jodás, negro ¿no podés buscarme un hueco en alguna agencia?
M: ¿Y qué te pensás? ¿qué vos ibas a aguantar?. Si vos detestás la frivolidad y la apariencia. Además, vos sos demasiado culto ¿un tipo que lee a Borges en Publicidad? Me acuerdo que cuando yo iba a la facultad, nos enseñaban hasta Teología
A: No sabía que ganaban tanto esos pibes. Me dejás impresionado
M: ¡Y más! pero eso no es nada. Mirá, cuando trabajaba con Agulla y Baccetti, había cuatro directores creativos, y cada uno se llevaba 15000 dólares. Pero claro, aquello era otra historia; estabas reunido y de pronto aparecía Agulla y decía: ¿en qué andan?. Le explicabas y el tipo al rato te soltaba: “y por qué no lo enfocan así” y te tiraba una idea, que te rompía la cabeza. ¡Eran dos capos!
G: leí en un libro que cuando Dreyfus vino a España, un día fue a hablar con el jefazo de una agencia y le mencionó a Luis Puenzo para que rodara un anuncio. El otro le preguntó: ¿y ése quién es? “uno que ganó un Oscar”, le respondió el ruso, así que imagínate el nivel
A: Y además tuvo un lío con Jane Fonda ¿no?
G: Creo que sí, pero yo no estaba delante jajaja
M: ¿Sabés lo que pasa? que las agencias están dirigidas por mediocres, que vienen de otros campos y que para dárselas de algo, contratan a gente más mediocre que ellos así no le hacen sombra. Todo es negocio. Les importa un bledo la calidad de los trabajos.....
A: Sí, pero los clientes no exigen...?
M: A los clientes les da igual. Lo único que les interesa es que la campaña le salga barata
G: De cualquier forma, estamos hablando de Publicidad, no de arte. ¿Así que para qué hacerse mala sangre?
A: Tenés razón, dejémonos de joda y pasá el vino.
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M: Mirá, lo que pasa con la publicidad, es que se ha desprestigiado mucho
G: Pues yo creo que fuera del medio, todavía mantiene cierta aureola de sofisticación, cosmopolitismo, ingenio, y que sigue seduciendo a mucha gente
M: Pero esa gente no entiende un carajo. En la publicidad no hay glamour y mucho menos lo que vos decís
A: Sí, la verdad es que hay mucho desubicado
G: A mí, lo que me llama la atención es cómo se desprecia a la imaginación y la inteligencia, cuando se supone que deberían ser piezas claves de sus mecanismos...
A: Pero no sólo en la publicidad, eso también pasa en el cine, la televisión o el sector editorial. Hay una indiferencia absoluta por lo excéntrico, lo fuera de lo común y lo sorprendente. Parece que no aspiran más que a perpetuarse siempre en las mismas fórmulas
M: Y, claro; es un negocio, flaco y cualquier otra consideración, para ellos es un error, aunque le pongan un falso envoltorio: los creativos no son creadores ¿cuál fue el último comercial bueno que viste? Lo peor es que se creen artistas. Para ser creativo sólo te hace falta conocer a alguien. Estos tipos no tienen más talento que el muestran por fuera, con sus peinados raros, sus camisetas de promoción o con frases ingeniosas y su andar desganado como si vivir les doliese
G: O sea, que yo mismo podría ser creativo
M: Y... si conocés a alguien, sí
A: Yo voy todas las semanas a la agencia a la que les llevo todo el asunto informático y te puedo decir que allá no hay ningún Einstein. Empezando por el jefe, pasando por el director creativo y llegando a los demás. La más piola, me parece que es la telefonista que, por cierto, está rebuena
G: Che ¿y cuánto gana un creativo?
M: Y no sé...dos mil y pico euros
C: No jodás, negro ¿no podés buscarme un hueco en alguna agencia?
M: ¿Y qué te pensás? ¿qué vos ibas a aguantar?. Si vos detestás la frivolidad y la apariencia. Además, vos sos demasiado culto ¿un tipo que lee a Borges en Publicidad? Me acuerdo que cuando yo iba a la facultad, nos enseñaban hasta Teología
A: No sabía que ganaban tanto esos pibes. Me dejás impresionado
M: ¡Y más! pero eso no es nada. Mirá, cuando trabajaba con Agulla y Baccetti, había cuatro directores creativos, y cada uno se llevaba 15000 dólares. Pero claro, aquello era otra historia; estabas reunido y de pronto aparecía Agulla y decía: ¿en qué andan?. Le explicabas y el tipo al rato te soltaba: “y por qué no lo enfocan así” y te tiraba una idea, que te rompía la cabeza. ¡Eran dos capos!
G: leí en un libro que cuando Dreyfus vino a España, un día fue a hablar con el jefazo de una agencia y le mencionó a Luis Puenzo para que rodara un anuncio. El otro le preguntó: ¿y ése quién es? “uno que ganó un Oscar”, le respondió el ruso, así que imagínate el nivel
A: Y además tuvo un lío con Jane Fonda ¿no?
G: Creo que sí, pero yo no estaba delante jajaja
M: ¿Sabés lo que pasa? que las agencias están dirigidas por mediocres, que vienen de otros campos y que para dárselas de algo, contratan a gente más mediocre que ellos así no le hacen sombra. Todo es negocio. Les importa un bledo la calidad de los trabajos.....
A: Sí, pero los clientes no exigen...?
M: A los clientes les da igual. Lo único que les interesa es que la campaña le salga barata
G: De cualquier forma, estamos hablando de Publicidad, no de arte. ¿Así que para qué hacerse mala sangre?
A: Tenés razón, dejémonos de joda y pasá el vino.
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lunes, 12 de diciembre de 2011
Rumbo sur
En la mañana del 15 de junio de 1923, el médico Edward Murphy, hijo de Nevil Murphy, quien fuera miembro distinguido del Ejército Republicano Irlandés en la guerra anglo-irlandesa (1919-1921), y nieto por vía materna, del Dr. Liam Kilkenny, celebrado autor de “Principles of Anesthesia for Toraxic Surgery” llegaba a Buenos Aires a bordo del buque mercante “King George”, tras una travesía iniciada en Plymouth, y ralentizada por las inclemencias del tiempo, y el inesperado óbito del capitán de la nave. Los motivos de su arribo a orillas del Plata siempre quedaron empañados por la bruma y la especulación, barajándose hipótesis de lo más variado. De éstas, quizás la de mayor arraigo sea aquella que le atribuye un amor imposible con una prima hermana suya quien, según se cuenta, terminaría casándose con el hijo de un parlamentario británico y trasladándose a vivir a Londres.
Edward, como buen irlandés, era un tipo alto y cargado de hombros, tenía una cara chata salpicada de pecas en la que destacaba una nariz puntiaguda, y peinaba un rebelde cabello pelirrojo mate. Sin embargo, y por razones que originariamente se escapan, de aquí en los sucesivo sería coloquialmente conocido como “el polaco” aún cuando, a modo de mimetizarse con el nuevo paisaje, mutara su nombre por el de Evaristo Mondragón, y tiñera el pelo de negro. De poco le valió adornarse con un espeso y oscuro bigote, aunque esto lo hiciera siguiendo los criterios de la moda imperante, y no para aparentar lo que no era.
Se supone que “El polaco” debió de llegar de Irlanda con algún buen dinero porque, a las pocas semanas de su desembarco, compró una casa en el barrio de Balvanera en la que habilitaría un consultorio. La propiedad era relativamente grande, de estilo francés, y constaba de dos puertas de acceso: una primera que daba a la calle, y otra a la que se accedía a través de un zaguán. De este modo, uno podía ingresar en la casa sin pasar por la consulta, y viceversa.
La modesta barriada, a dos pasos de la calle Corrientes, estaba por aquel entonces conformada por gente sencilla, por inmigrantes de todas las procedencias, desde armenios hasta judíos, pasando por eslavos, alemanes, italianos o españoles, que continuaban llegando a la Argentina escapando de persecuciones o atraídos por las oníricas perspectivas de un rápido enriquecimiento. En semejante contexto, de vida dura y ganancias exiguas, costaba mucho progresar. Por eso, o tal vez por razones más oscuras y que tienen que ver con la compensación de sus sufrimientos pasados, el Polaco se comenzó a relacionar con gentes de pésima reputación; con polacos de veras, que se habían asociado en torno a una organización llamada Varsovia, y que más tarde sería conocida con el nombre de Zwi Migdal.
Si bien no queda del todo claro el papel del Dr. Mondragón en los inicios de su colaboración con esta banda de proxenetas, resulta aceptable razonar que debió ocuparse de la interrupción de embarazos no deseados y demás aspectos relacionados con la profilaxis sexual de las pupilas. De lo que caben pocas dudas, es de que debió ser muy eficiente en su tarea porque, ya a mediados de 1924, la policía maneja un importante dossier sobre el personaje, resaltando dos hechos singulares: que en tan breve espacio de tiempo se granjeara la estima del mismísimo Noé Trauman, con quien se le veía frecuentemente por los Cafés de Talcahuano, Junín y Libertad, y que, le llamaran el Polaco, cuando su documentación lo identificaba como Evaristo Mondragón, médico de profesión y nacido en Buenos Aires de padres vascos.
El Dr. Mondragón, o el Polaco si se prefiere, se enriqueció muy deprisa. En el transcurso de pocos años, adquirió varios inmuebles en la ciudad, una quinta a las afueras, y le gustaba pasearse a bordo de un Ford último modelo manejado por un chófer filipino (las malas lenguas les llegaron a vincular sentimentalmente). Se tiene también constancia de que realizó numerosos viajes al interior del país, a Rosario y otras localidades de la provincia de Santa Fé, donde el grupo regentaba una red de burdeles, e incluso hubo quiénes lo vieron asistiendo al “remate” de mujeres en algún hotel de mala muerte.
Así siguieron las cosas hasta que, en 1929, una prostituta, Ruchla Laja Liberman “la polaquita”, denunció a la Zwi Migdal ante la justicia. A pesar del enorme poder de la organización, y los pagos que realizaba desde mucho tiempo atrás a policía y miembros de la judicatura, el juez Manuel Rodríguez Ocampo investigó la denuncia ordenando el allanamiento de la sede de la banda, el 30 de mayo de 1930, y decretando el ingreso en prisión preventiva de numerosos miembros del clan mafioso. Para entonces, el Polaco llevaba varias semanas huido en Uruguay, de donde ya no regresaría, y donde su cadáver sería descubierto, cuatro meses más tarde, sobre la arena de la playa de Carrasco, cosido a puñaladas, y con documentos falsos a nombre de Norberto Varela, natural de la provincia argentina de Córdoba
Notificadas sin premura las autoridades argentinas, éstas identificaron al finado como el Dr. Evaristo Mondragón, dirigiendo las investigaciones hacia un seguro ajuste de cuentas a cargo de sus antiguos socios. De su parte, la policía uruguaya se decantó por la teoría de una acción de la mafia marsellesa, que veía como una amenaza el desembarco, en aquella orilla del Plata, de sus competidores porteños. Sea como sea, el crimen nunca fue esclarecido, y el cadáver fue enterrado en una fosa anónima, sin honores, flores ni asistentes, en un cementerio del que hoy ha nadie se acuerda.
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Edward, como buen irlandés, era un tipo alto y cargado de hombros, tenía una cara chata salpicada de pecas en la que destacaba una nariz puntiaguda, y peinaba un rebelde cabello pelirrojo mate. Sin embargo, y por razones que originariamente se escapan, de aquí en los sucesivo sería coloquialmente conocido como “el polaco” aún cuando, a modo de mimetizarse con el nuevo paisaje, mutara su nombre por el de Evaristo Mondragón, y tiñera el pelo de negro. De poco le valió adornarse con un espeso y oscuro bigote, aunque esto lo hiciera siguiendo los criterios de la moda imperante, y no para aparentar lo que no era.
Se supone que “El polaco” debió de llegar de Irlanda con algún buen dinero porque, a las pocas semanas de su desembarco, compró una casa en el barrio de Balvanera en la que habilitaría un consultorio. La propiedad era relativamente grande, de estilo francés, y constaba de dos puertas de acceso: una primera que daba a la calle, y otra a la que se accedía a través de un zaguán. De este modo, uno podía ingresar en la casa sin pasar por la consulta, y viceversa.
La modesta barriada, a dos pasos de la calle Corrientes, estaba por aquel entonces conformada por gente sencilla, por inmigrantes de todas las procedencias, desde armenios hasta judíos, pasando por eslavos, alemanes, italianos o españoles, que continuaban llegando a la Argentina escapando de persecuciones o atraídos por las oníricas perspectivas de un rápido enriquecimiento. En semejante contexto, de vida dura y ganancias exiguas, costaba mucho progresar. Por eso, o tal vez por razones más oscuras y que tienen que ver con la compensación de sus sufrimientos pasados, el Polaco se comenzó a relacionar con gentes de pésima reputación; con polacos de veras, que se habían asociado en torno a una organización llamada Varsovia, y que más tarde sería conocida con el nombre de Zwi Migdal.
Si bien no queda del todo claro el papel del Dr. Mondragón en los inicios de su colaboración con esta banda de proxenetas, resulta aceptable razonar que debió ocuparse de la interrupción de embarazos no deseados y demás aspectos relacionados con la profilaxis sexual de las pupilas. De lo que caben pocas dudas, es de que debió ser muy eficiente en su tarea porque, ya a mediados de 1924, la policía maneja un importante dossier sobre el personaje, resaltando dos hechos singulares: que en tan breve espacio de tiempo se granjeara la estima del mismísimo Noé Trauman, con quien se le veía frecuentemente por los Cafés de Talcahuano, Junín y Libertad, y que, le llamaran el Polaco, cuando su documentación lo identificaba como Evaristo Mondragón, médico de profesión y nacido en Buenos Aires de padres vascos.
El Dr. Mondragón, o el Polaco si se prefiere, se enriqueció muy deprisa. En el transcurso de pocos años, adquirió varios inmuebles en la ciudad, una quinta a las afueras, y le gustaba pasearse a bordo de un Ford último modelo manejado por un chófer filipino (las malas lenguas les llegaron a vincular sentimentalmente). Se tiene también constancia de que realizó numerosos viajes al interior del país, a Rosario y otras localidades de la provincia de Santa Fé, donde el grupo regentaba una red de burdeles, e incluso hubo quiénes lo vieron asistiendo al “remate” de mujeres en algún hotel de mala muerte.
Así siguieron las cosas hasta que, en 1929, una prostituta, Ruchla Laja Liberman “la polaquita”, denunció a la Zwi Migdal ante la justicia. A pesar del enorme poder de la organización, y los pagos que realizaba desde mucho tiempo atrás a policía y miembros de la judicatura, el juez Manuel Rodríguez Ocampo investigó la denuncia ordenando el allanamiento de la sede de la banda, el 30 de mayo de 1930, y decretando el ingreso en prisión preventiva de numerosos miembros del clan mafioso. Para entonces, el Polaco llevaba varias semanas huido en Uruguay, de donde ya no regresaría, y donde su cadáver sería descubierto, cuatro meses más tarde, sobre la arena de la playa de Carrasco, cosido a puñaladas, y con documentos falsos a nombre de Norberto Varela, natural de la provincia argentina de Córdoba
Notificadas sin premura las autoridades argentinas, éstas identificaron al finado como el Dr. Evaristo Mondragón, dirigiendo las investigaciones hacia un seguro ajuste de cuentas a cargo de sus antiguos socios. De su parte, la policía uruguaya se decantó por la teoría de una acción de la mafia marsellesa, que veía como una amenaza el desembarco, en aquella orilla del Plata, de sus competidores porteños. Sea como sea, el crimen nunca fue esclarecido, y el cadáver fue enterrado en una fosa anónima, sin honores, flores ni asistentes, en un cementerio del que hoy ha nadie se acuerda.
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miércoles, 7 de diciembre de 2011
Una historia romana
Hará unos cuatro años, mi amigo Sebastián Liuzzi, descendiente de los generales Guido y Giorgio Liuzzi, me escribió de París, anunciándome el envío de una primera edición de “Sociologia delle Religioni”, de Umberto Cassuto (Turín, 1929). Por aquél entonces, yo apenas sabía nada del autor, y mis únicas referencias se reducían a su origen florentino y a que, durante un tiempo, había coincidido con Scholem en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Por encima de estas consideraciones y el interés que me suscitaba el título, lo que me fascinó de inmediato, fue la presencia física del libro: cosido a mano, y encuadernado en cuero negro y oro, con una delicadeza de artesano hoy fatalmente desaparecida. Esta atracción visual me empujaba irremisiblemente a acariciarlo, a palpar la suavidad de su piel y notar en la punta de los dedos la depresión de las letras de la cubierta y el lomo. Según me contó Sebastián, lo había adquirido en una librería del distrito XVI, regentada por un viejito de nombre Moïsse Gabbay, y que le fuera recomendada por su primo Michel. Más tarde supo, conversando con el anciano, que el local era frecuentado por gente como Pierre Vidal-Naquet o Maurice Molho, y observó, sobre la gran mesa que utiliza de escritorio, una foto enmarcada en la que el viejo posa sonriente junto a Erwin Panofsky.
Después de manosearlo un rato por fuera, finalmente abrí el libro y empecé a hojearlo, al azar, yendo y viniendo de atrás para adelante y de adelante hacia atrás. Algunas hojas estaban pegadas, supuse que a efectos de la humedad contenida durante décadas, y me entretuve en separarlas, cuidadosamente, con miedo a rasgarlas. Cuando casi estaba acabando, me topé con un grupo de unas ocho o diez que me dieron un mayor trabajo y que encerraban una sorpresa del todo inesperada. En el interior de las dos últimas (las del centro), apareció un papel, pequeño, contenido en medio de ellas como dentro de un sobre. Lo tomé en mis manos y lo examiné. De inmediato comprobé que era una breve carta, doblada en dos sobre una cuartilla, y escrita, en italiano y a lápiz rojo (ahora presentaba un aspecto amarronado) por ambas caras. Estaba fechada en Fossoli el 28 de mayo de 1944, y al dorso presentaba la rúbrica de un tal Vittorio Pacifici. La caligrafía era esmerada, y presagiaba un alto grado de instrucción en quién la había escrito, pronóstico que quedaría confirmado en cuanto comencé a leerla. Con pulcra sintaxis, Vittorio Pacifici reiteraba su amor hacia su amada, Adela, y se despedía ante la eminencia de su involuntario traslado hacia algún lugar del Este de Europa, y ante la más que probable imposibilidad de poder hacerlo en el futuro.
Releí la carta varias veces, sin conseguir despegarme del cierto ánimo metafísico que me había provocado la primera lectura. Quedé pensativo y callado, quieto, con la mente retrocediendo a un tiempo pasado que no viví, y empatizando con desgracias ajenas que pudieron ser mías. A fin de cuentas, mi familia escapó por lo pelos de similares destinos. Al irse diluyendo estas sensaciones, me entregué a la pragmática tarea de averiguar todo lo que pudiera sobre Vittorio y Adela. Llamé a mi amigo Sebastián (albergaba la paranoica hipótesis de que la inclusión de la carta en el libro hubiera sido idea suya), visité numerosas páginas de Internet, y pregunté en mi entorno familiar, tanto en Argentina como en Italia. De todas estas indagaciones no saqué nada en claro. Apenas algún recuerdo vago sobre alguien de apellido Pacifici pero que no coincidía con Vittorio. Finalmente, me puse en contacto con la Comunidad Judía de Roma donde, tras diversas comprobaciones respecto a mi identidad y los motivos de mi consulta, accedieron a compartir la información de la que disponían. Así conseguí saber que Vittorio Pacifici había nacido en Roma el 5 de enero de 1910, ejerció como abogado hasta la instauración de las Leyes Raciales, y murió en Auschwitz en una fecha sin determinar (es viable suponer que allí conociera a Primo Levi). Referente a Adela, no figuraba nadie con ese nombre en sus registros de la época. “Seguramente fuera católica”, me dijeron.
Sólo cuando al año siguiente viajé a Roma, y mostré la carta a uno de los principales dirigentes de la colectividad, tuvieron a bien a darme un dato adicional de suma importancia: en la ciudad, aún vivía una prima hermana de Vittorio. A petición mía, el propio Dr. Sereni la telefoneó al momento, concertándome un encuentro para aquella misma tarde. La nonagenaria señora, hija de un hermano del padre de Vittorio, residía en el Prati, en una distinguida vivienda de principios de siglo, que compartía con su hijo, notario como el difunto padre, y su nuera.
Fiel a mis costumbres, llegué puntual a la cita, toqué el timbre, y una persona del servicio me escoltó hasta el salón, donde la familia me estaba esperando. Me saludaron con cordialidad, invitaron a tomar un té, y sin mucho más preámbulos, leyeron por turnos la carta que les ofrecí. Se emocionaron, y la nonagenaria comenzó a narrarme la historia de los suyos, siguiendo su propia jerarquía de recuerdos. Mientras lo hacía, me iba mostrando antiguas fotos en blanco y negro, y por primera vez pude ver cómo había sido Vittorio, su primo favorito, siete años mayor que ella y a quien siempre consideró como un hermano.
Con renovadas lágrimas en los ojos, doña Natalia no dejaba de apretarme repetidamente las manos y de darme las gracias por lo que estaba haciendo. Los demás se sumaron al agradecimiento, y yo tuve que esforzarme en no sucumbir a lo emotivo del momento. Consciente mi incomodidad y con el propósito de desdramatizar el instante, el hijo, Arnaldo, propuso que fuéramos a cenar al viejo ghetto, a un restaurante casi pegado al Portico D’Ottavia. No tenemos que ponernos tristes, dijo, añadiendo que yo era su invitado de honor, y no podía negarme a las excelencias de la cocina judía romana. Lejos de oponerme, acepté encantado, disfruté de una velada entrañable, y terminé ganando tres nuevos amigos en la ciudad.
El año pasado, mediante un llamado telefónico, Arnaldo me comunicó el fallecimiento de su madre. Cumpliendo con una de sus últimas voluntades, la carta del primo pasó a formar parte de los fondos del Museo Ebraico de Roma, donde aparece expuesta junto a una tarjeta informativa en la que se lee: “Donazione di Guido Finzi”.
De Adela, nunca nada se supo.
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Después de manosearlo un rato por fuera, finalmente abrí el libro y empecé a hojearlo, al azar, yendo y viniendo de atrás para adelante y de adelante hacia atrás. Algunas hojas estaban pegadas, supuse que a efectos de la humedad contenida durante décadas, y me entretuve en separarlas, cuidadosamente, con miedo a rasgarlas. Cuando casi estaba acabando, me topé con un grupo de unas ocho o diez que me dieron un mayor trabajo y que encerraban una sorpresa del todo inesperada. En el interior de las dos últimas (las del centro), apareció un papel, pequeño, contenido en medio de ellas como dentro de un sobre. Lo tomé en mis manos y lo examiné. De inmediato comprobé que era una breve carta, doblada en dos sobre una cuartilla, y escrita, en italiano y a lápiz rojo (ahora presentaba un aspecto amarronado) por ambas caras. Estaba fechada en Fossoli el 28 de mayo de 1944, y al dorso presentaba la rúbrica de un tal Vittorio Pacifici. La caligrafía era esmerada, y presagiaba un alto grado de instrucción en quién la había escrito, pronóstico que quedaría confirmado en cuanto comencé a leerla. Con pulcra sintaxis, Vittorio Pacifici reiteraba su amor hacia su amada, Adela, y se despedía ante la eminencia de su involuntario traslado hacia algún lugar del Este de Europa, y ante la más que probable imposibilidad de poder hacerlo en el futuro.
Releí la carta varias veces, sin conseguir despegarme del cierto ánimo metafísico que me había provocado la primera lectura. Quedé pensativo y callado, quieto, con la mente retrocediendo a un tiempo pasado que no viví, y empatizando con desgracias ajenas que pudieron ser mías. A fin de cuentas, mi familia escapó por lo pelos de similares destinos. Al irse diluyendo estas sensaciones, me entregué a la pragmática tarea de averiguar todo lo que pudiera sobre Vittorio y Adela. Llamé a mi amigo Sebastián (albergaba la paranoica hipótesis de que la inclusión de la carta en el libro hubiera sido idea suya), visité numerosas páginas de Internet, y pregunté en mi entorno familiar, tanto en Argentina como en Italia. De todas estas indagaciones no saqué nada en claro. Apenas algún recuerdo vago sobre alguien de apellido Pacifici pero que no coincidía con Vittorio. Finalmente, me puse en contacto con la Comunidad Judía de Roma donde, tras diversas comprobaciones respecto a mi identidad y los motivos de mi consulta, accedieron a compartir la información de la que disponían. Así conseguí saber que Vittorio Pacifici había nacido en Roma el 5 de enero de 1910, ejerció como abogado hasta la instauración de las Leyes Raciales, y murió en Auschwitz en una fecha sin determinar (es viable suponer que allí conociera a Primo Levi). Referente a Adela, no figuraba nadie con ese nombre en sus registros de la época. “Seguramente fuera católica”, me dijeron.
Sólo cuando al año siguiente viajé a Roma, y mostré la carta a uno de los principales dirigentes de la colectividad, tuvieron a bien a darme un dato adicional de suma importancia: en la ciudad, aún vivía una prima hermana de Vittorio. A petición mía, el propio Dr. Sereni la telefoneó al momento, concertándome un encuentro para aquella misma tarde. La nonagenaria señora, hija de un hermano del padre de Vittorio, residía en el Prati, en una distinguida vivienda de principios de siglo, que compartía con su hijo, notario como el difunto padre, y su nuera.
Fiel a mis costumbres, llegué puntual a la cita, toqué el timbre, y una persona del servicio me escoltó hasta el salón, donde la familia me estaba esperando. Me saludaron con cordialidad, invitaron a tomar un té, y sin mucho más preámbulos, leyeron por turnos la carta que les ofrecí. Se emocionaron, y la nonagenaria comenzó a narrarme la historia de los suyos, siguiendo su propia jerarquía de recuerdos. Mientras lo hacía, me iba mostrando antiguas fotos en blanco y negro, y por primera vez pude ver cómo había sido Vittorio, su primo favorito, siete años mayor que ella y a quien siempre consideró como un hermano.
Con renovadas lágrimas en los ojos, doña Natalia no dejaba de apretarme repetidamente las manos y de darme las gracias por lo que estaba haciendo. Los demás se sumaron al agradecimiento, y yo tuve que esforzarme en no sucumbir a lo emotivo del momento. Consciente mi incomodidad y con el propósito de desdramatizar el instante, el hijo, Arnaldo, propuso que fuéramos a cenar al viejo ghetto, a un restaurante casi pegado al Portico D’Ottavia. No tenemos que ponernos tristes, dijo, añadiendo que yo era su invitado de honor, y no podía negarme a las excelencias de la cocina judía romana. Lejos de oponerme, acepté encantado, disfruté de una velada entrañable, y terminé ganando tres nuevos amigos en la ciudad.
El año pasado, mediante un llamado telefónico, Arnaldo me comunicó el fallecimiento de su madre. Cumpliendo con una de sus últimas voluntades, la carta del primo pasó a formar parte de los fondos del Museo Ebraico de Roma, donde aparece expuesta junto a una tarjeta informativa en la que se lee: “Donazione di Guido Finzi”.
De Adela, nunca nada se supo.
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viernes, 25 de noviembre de 2011
Green tea
Bernardo levantó suavemente la sábana y la miró con detenimiento. El pelo rubio desteñido, la pintura de los labios saliéndose de sus bordes y unos muslos que exhibían celulitis bastaban para no acordarse de lo que más le llamó la atención cuando la conoció, hacía escasamente ocho horas: la protuberancia de los pezones y su cara de viciosa.
Se preguntaba, asombrado, cómo podía seguir durmiendo; con la incómoda luz matutina entrando sin vergüenza por la ventana, los pajaritos trinando endemoniados y los jardineros de la urbanización recortando setos y podando ramas ,sierra mecánica en mano, con más entusiasmo que el protagonista de La Matanza de Texas. Apenas eran las nueve y diez de la mañana de un sábado, y sólo faltaba que llamaran al timbre los Testigos de Jehová para hablarle de Dios y la salvación del mundo. Como no era una posibilidad del todo descartable, y tampoco que su ocasional pareja se despertara con la idea de ducharse juntos, Bernardo buscó sus calzoncillos y se encaminó a la cocina a preparar café y meterse bajo el agua antes de que sus temores se cumplieran.
Activado por la ducha caliente y la cafeína, volvió a su cuarto para ver las evoluciones oníricas de la marmota. Ésta continuaba roncando, emitiendo extraños sonidos y moviéndose con una leve agitación, igual que hacen los cachorros de perro. “Esto va para largo” pensó, y decidió bajar a comprar el periódico.
Repasadas las necrológicas, la programación de las distintas cadenas televisivas, y resuelto los dos crucigramas; el fácil y el difícil, Bernardo permaneció un buen rato mirando a la hembra, que más que dormir parecía haberse muerto sobre su cama. Anoche la había imaginado más delgada y sonrió al pensar que tal vez se estaba convirtiendo en un hombre de gustos “más amplios”. Pero llevaba tantos meses sin sexo que se decidió darle de comer a la nutria como fuera. Además, siempre podía justificarse diciendo que había poca luz o que el Jack Daniel’s era de garrafón.
Finalmente, pasadas las diez y media, la bella durmiente abrió los ojos.
- Me encanta que me miren mientras duermo, es tan romántico…- fueron sus primeras palabras
Eso era más de que él podía resistir, así que le dedicó una falsa sonrisa y fue a buscarle un café, a ver si tenía el buen gusto de tomárselo rápido y largarse. Regresó enseguida, con una taza humeante y la esperanza de que entendiera que el romanticismo estaba sólo en su mente, y que no iban a compartir un desayuno con jugo de naranja y tostadas mientras se acariciaban las manos y miraban a los ojos.
- ¿Café? Ahgggg, yo tomo té verde; es que es bueno para perder grasas y mantener la línea – dijo mientras pasaba sus manos por las caderas con supuesta sensualidad
- Aahhh, pues yo sólo tengo café
- Entonces podríamos desayunar fuera ¿no? ¿O vos querés que juguemos otro poquito?- propuso con picardía la musa de Botero
La verdad es que él no quería jugar, pero llevaba tanto tiempo sin desahogarse, que no tuvo espíritu para negarse. Un rato después, ya satisfechos y aseados, bajaron a la calle a desayunar en una de esas cafeterías modernas, con mucha formica e iluminada como un laboratorio, donde se suelen citarse las minas con sus amigos gays para charlar de trapos, bolsos y de lo cabrones que son sus novios.
Apenas ocho meses más tarde, Bernardo y Claudia se casaron, y al año y medio tuvieron su primer hijo: Adriáncito. Tal vez hoy en día los dos se quieran, e incluso coman perdices pero Bernardo, de tarde en tarde, todavía se pregunta en cómo habría cambiado la historia si, aquella mañana de sábado, hubiera tenido té verde en casa.
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Se preguntaba, asombrado, cómo podía seguir durmiendo; con la incómoda luz matutina entrando sin vergüenza por la ventana, los pajaritos trinando endemoniados y los jardineros de la urbanización recortando setos y podando ramas ,sierra mecánica en mano, con más entusiasmo que el protagonista de La Matanza de Texas. Apenas eran las nueve y diez de la mañana de un sábado, y sólo faltaba que llamaran al timbre los Testigos de Jehová para hablarle de Dios y la salvación del mundo. Como no era una posibilidad del todo descartable, y tampoco que su ocasional pareja se despertara con la idea de ducharse juntos, Bernardo buscó sus calzoncillos y se encaminó a la cocina a preparar café y meterse bajo el agua antes de que sus temores se cumplieran.
Activado por la ducha caliente y la cafeína, volvió a su cuarto para ver las evoluciones oníricas de la marmota. Ésta continuaba roncando, emitiendo extraños sonidos y moviéndose con una leve agitación, igual que hacen los cachorros de perro. “Esto va para largo” pensó, y decidió bajar a comprar el periódico.
Repasadas las necrológicas, la programación de las distintas cadenas televisivas, y resuelto los dos crucigramas; el fácil y el difícil, Bernardo permaneció un buen rato mirando a la hembra, que más que dormir parecía haberse muerto sobre su cama. Anoche la había imaginado más delgada y sonrió al pensar que tal vez se estaba convirtiendo en un hombre de gustos “más amplios”. Pero llevaba tantos meses sin sexo que se decidió darle de comer a la nutria como fuera. Además, siempre podía justificarse diciendo que había poca luz o que el Jack Daniel’s era de garrafón.
Finalmente, pasadas las diez y media, la bella durmiente abrió los ojos.
- Me encanta que me miren mientras duermo, es tan romántico…- fueron sus primeras palabras
Eso era más de que él podía resistir, así que le dedicó una falsa sonrisa y fue a buscarle un café, a ver si tenía el buen gusto de tomárselo rápido y largarse. Regresó enseguida, con una taza humeante y la esperanza de que entendiera que el romanticismo estaba sólo en su mente, y que no iban a compartir un desayuno con jugo de naranja y tostadas mientras se acariciaban las manos y miraban a los ojos.
- ¿Café? Ahgggg, yo tomo té verde; es que es bueno para perder grasas y mantener la línea – dijo mientras pasaba sus manos por las caderas con supuesta sensualidad
- Aahhh, pues yo sólo tengo café
- Entonces podríamos desayunar fuera ¿no? ¿O vos querés que juguemos otro poquito?- propuso con picardía la musa de Botero
La verdad es que él no quería jugar, pero llevaba tanto tiempo sin desahogarse, que no tuvo espíritu para negarse. Un rato después, ya satisfechos y aseados, bajaron a la calle a desayunar en una de esas cafeterías modernas, con mucha formica e iluminada como un laboratorio, donde se suelen citarse las minas con sus amigos gays para charlar de trapos, bolsos y de lo cabrones que son sus novios.
Apenas ocho meses más tarde, Bernardo y Claudia se casaron, y al año y medio tuvieron su primer hijo: Adriáncito. Tal vez hoy en día los dos se quieran, e incluso coman perdices pero Bernardo, de tarde en tarde, todavía se pregunta en cómo habría cambiado la historia si, aquella mañana de sábado, hubiera tenido té verde en casa.
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lunes, 21 de noviembre de 2011
Chau, flaco
Era uno de esos días calurosos de febrero, en los que el sol pegaba como si le debieran dinero, la camisa se adhería a la espalda y los calzoncillos se arrugaban con terquedad en torno a la parte alta de los muslos. Por las calles apenas transitaban vehículos, el asfalto exhalaba un ligero humo con tufo de alquitrán, y el género humano se protegía tras las persianas de sus casas o al amparo del aire acondicionado de cualquier bar. Así pintaba la tarde cuando mi amigo Enrique Sabán abandonó su domicilio, indiferente a los inhóspitos rigores veraniegos, y con su típico andar de mano derecha en el bolsillo y sus pies marcando las dos menos diez.
Yo a esas horas estaba sentado en el Café Saigón, que a pesar del nombre pertenecía a un vasco, tomando cerveza, escribiendo cualquier cosa en una libreta y, sobre todo, mirando por la ventana. Cuando Enrique pasó por delante por el ventanal al que daba mi mesa, choqué mis nudillos contra el vidrio y le hice señas de que entrara. No es que fuéramos amigos del alma pero, nos conocíamos desde chicos. Vivíamos en el mismo barrio, fuimos compañeros en el colegio judío, aunque el iba un grado adelantado, y coincidíamos a menudo en la sinagoga con nuestras familias. Éramos un par de buenos muchachos de la Cole a los que la vida y la vida habían tocada de manera desigual. Enrique, no sólo había heredado la fábrica textil de sus padres sino que también ganó, seis años atrás, una importante suma en la lotería. Para compensar, como si alguien allá arriba o muy abajo se sintiera celoso, perdió a su mujer en un accidente automovilístico, con el agravante de que se encontraba embarazada de siete meses. Desde entonces, y ya iba para casi medio lustro, Enrique parecía regodearse en la autocompasión y en una resignada soledad no exenta de resentimiento, pero no hacia la gente, sino hacia D-os y la vida.
- ¿qué hacés con este calor en la calle? – le pregunté cuando lo tuve delante
- Nada, salí a pasear….- contestó desganado, levantando los hombros
- Andá, sentate y tomá algo
Obedeció y pidió lo mismo que yo, una cerveza
- Hace mucho que no te veía. Bueno, en realidad, hace mucho que no veo a nadie……..¿seguís escribiendo? – me preguntó
- Sí, qué remedio……estoy ultimando un artículo para el diario, dándole duro a mi próxima novela y colaborando con un guión de cine…..también me salió una cosita para televisión….
- Eepa, vas a morir de éxito, flaco
- De éxito no, de agotamiento
- ¿Y a vos? ¿cómo te va con la fábrica?
- Pse, los coreanos nos están jodiendo……a la gente sólo parece importarle el precio y no la calidad….todo lo que ellos fabrican es schmate pero les da lo mismo…..fijate cómo va la gente vestida y decime si no da pena….ahora hasta los que tienen plata van como crotos…..es un desastre
- Y, sí………- respondí por empatía y comprobando aliviado que, casualmente, ése día me había vestido con cierta elegancia
- De todas formas…..poco me importa…….
Siguió un silencio breve y difícil hasta que de repente me preguntó:
- ¿seguís con Sandra?…………se llamaba Sandra ¿no?
- Sí
- ¿Les va bien?
- Sí – respondí casi avergonzado
- No tienen hijos ¿no?
- Estamos esperando el primero
- Te felicito
- Gracias - le dije, sintiendo una punzada de culpa
Temí que me dijera algo del tipo: “el mío ahora tendría casi cinco”, así que decidí cambiar de tema, por temor a sus palabras o a la falta de ellas. Fue justo entonces que sonó su celular. Se levantó de la mesa y caminó hacia el fondo del local para hablar. Cuando regresó, apenas un minuto después, se despidió de mí con un enérgico apretón de manos.
- Me tengo que ir…….me alegro de haberte visto – me dijo
- Yo también
A través del cristal lo vi parar un taxi y saludarme con la mano y una sonrisa franca antes de montarse al vehículo. No sé quién le llamó ni hacia dónde se dirigía pero nunca llegó a destino; su taxi fue embestido lateralmente por un camión en un cruce a cuatro cuadras, y Enrique murió en el acto.
Cuando pienso en ese día, no puedo abstraerme de un halo místico presente en todos mis pensamientos, preguntándome cómo pude yo influir en la pauta seguida por los acontecimientos hasta el fatal desenlace, y el significado de habernos encontrado precisamente aquella tarde, tras años sin vernos. No tengo respuestas. Sólo preguntas, y la imagen de su sonrisa y su mano, despidiéndose de este mundo.
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Yo a esas horas estaba sentado en el Café Saigón, que a pesar del nombre pertenecía a un vasco, tomando cerveza, escribiendo cualquier cosa en una libreta y, sobre todo, mirando por la ventana. Cuando Enrique pasó por delante por el ventanal al que daba mi mesa, choqué mis nudillos contra el vidrio y le hice señas de que entrara. No es que fuéramos amigos del alma pero, nos conocíamos desde chicos. Vivíamos en el mismo barrio, fuimos compañeros en el colegio judío, aunque el iba un grado adelantado, y coincidíamos a menudo en la sinagoga con nuestras familias. Éramos un par de buenos muchachos de la Cole a los que la vida y la vida habían tocada de manera desigual. Enrique, no sólo había heredado la fábrica textil de sus padres sino que también ganó, seis años atrás, una importante suma en la lotería. Para compensar, como si alguien allá arriba o muy abajo se sintiera celoso, perdió a su mujer en un accidente automovilístico, con el agravante de que se encontraba embarazada de siete meses. Desde entonces, y ya iba para casi medio lustro, Enrique parecía regodearse en la autocompasión y en una resignada soledad no exenta de resentimiento, pero no hacia la gente, sino hacia D-os y la vida.
- ¿qué hacés con este calor en la calle? – le pregunté cuando lo tuve delante
- Nada, salí a pasear….- contestó desganado, levantando los hombros
- Andá, sentate y tomá algo
Obedeció y pidió lo mismo que yo, una cerveza
- Hace mucho que no te veía. Bueno, en realidad, hace mucho que no veo a nadie……..¿seguís escribiendo? – me preguntó
- Sí, qué remedio……estoy ultimando un artículo para el diario, dándole duro a mi próxima novela y colaborando con un guión de cine…..también me salió una cosita para televisión….
- Eepa, vas a morir de éxito, flaco
- De éxito no, de agotamiento
- ¿Y a vos? ¿cómo te va con la fábrica?
- Pse, los coreanos nos están jodiendo……a la gente sólo parece importarle el precio y no la calidad….todo lo que ellos fabrican es schmate pero les da lo mismo…..fijate cómo va la gente vestida y decime si no da pena….ahora hasta los que tienen plata van como crotos…..es un desastre
- Y, sí………- respondí por empatía y comprobando aliviado que, casualmente, ése día me había vestido con cierta elegancia
- De todas formas…..poco me importa…….
Siguió un silencio breve y difícil hasta que de repente me preguntó:
- ¿seguís con Sandra?…………se llamaba Sandra ¿no?
- Sí
- ¿Les va bien?
- Sí – respondí casi avergonzado
- No tienen hijos ¿no?
- Estamos esperando el primero
- Te felicito
- Gracias - le dije, sintiendo una punzada de culpa
Temí que me dijera algo del tipo: “el mío ahora tendría casi cinco”, así que decidí cambiar de tema, por temor a sus palabras o a la falta de ellas. Fue justo entonces que sonó su celular. Se levantó de la mesa y caminó hacia el fondo del local para hablar. Cuando regresó, apenas un minuto después, se despidió de mí con un enérgico apretón de manos.
- Me tengo que ir…….me alegro de haberte visto – me dijo
- Yo también
A través del cristal lo vi parar un taxi y saludarme con la mano y una sonrisa franca antes de montarse al vehículo. No sé quién le llamó ni hacia dónde se dirigía pero nunca llegó a destino; su taxi fue embestido lateralmente por un camión en un cruce a cuatro cuadras, y Enrique murió en el acto.
Cuando pienso en ese día, no puedo abstraerme de un halo místico presente en todos mis pensamientos, preguntándome cómo pude yo influir en la pauta seguida por los acontecimientos hasta el fatal desenlace, y el significado de habernos encontrado precisamente aquella tarde, tras años sin vernos. No tengo respuestas. Sólo preguntas, y la imagen de su sonrisa y su mano, despidiéndose de este mundo.
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